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104- Sisula de la selva. Por Leni Qinan

Que Gilberto me llamara desde el aeropuerto y se autoinvitara a cenar en mi casa no me sorprendió en lo más mínimo. Ni siquiera pude negarme, porque me dejó con la palabra en la boca en el mismo instante en que empecé a titubear.

Cuando llegué al aeropuerto le encontré en el vestíbulo, sentado sobre un enorme baúl, ataviado con pantalón corto y camisa de flores, fumándose un puro de dimensiones colosales. Al verme, me echó los brazos al cuello.

–                     ¡Oh, gracias, gracias, Luis mi gran amigo! ¡Te traigo un souvenir maravilloso, mágico!

Tanto parabién me abrumaba pero como ya me conocía yo aquel teatro, metí su equipaje en el maletero de mi coche sin reparar en halagos, temiéndome cualquier extravagancia de las suyas.

–                     ¿Qué hay hoy de cena? –me preguntó-

–                     Lo de siempre, amigo. Para ti, bocadillos.

–                     Bravo, dentro de unos años tu señora será una chef fantástica.

Entre bromas y carcajadas me reveló que ardía en deseos de contarme su viaje e insistió en meter el aparatoso baúl en mi casa.

–                     Gilberto, no pretenderás quedarte a vivir con nosotros ¿verdad?

–                     ¡No! El arcón no es parte de mi equipaje. Contiene un regalo para tí.

Me encogí de hombros. Pensé en la alegría que iba a llevarse mi mujer cuando le viera tomar posesión de nuestro cuarto de estar. Probablemente mi amigo acabaría la velada en un estado lamentable, con una cogorza gloriosa, verborrea incontrolada y los pies sobre el sofá, vomitando la cena sobre la alfombra como despedida triunfal. Me preparé para lo peor cuando Elena, mi querida esposa, salió al porche a recibirnos.

Entre Gilberto y yo sacamos el baúl del coche. Finalmente decidí transportarlo yo solo, porque él era más un estorbo que una ayuda. Se acercó a Elena y, como siempre hacía, le tomó delicadamente la mano y se la besó.

–                     Madame Elena, siempre la más bella.

Ella le sonrió. El perro estaba muy nervioso. No había dejado de ladrar desde que llegamos.

–                     ¿Qué llevas aquí? –preguntó mi mujer-

–                     ¡Oh! ¡Es un gran souvenir de Brasil para vosotros! ¡Una maravilla entre las maravillas!Os va a encantar.

Me pregunté si se trataría de una planta exótica para el jardín o de algún objeto estrafalario mercado a un indígena por unas cuantas monedas.

Mi amigo se puso solemne y arrodillado ante el arcón, nos obsequió con un inspirado discurso a media voz del que apenas entendimos nada. Pero Elena y yo nos habíamos colgado la sonrisa de compromiso y él supuso que quedábamos enterados de la sorpresa que nos aguardaba: levantó la tapa del baúl muy lentamente, y vimos con estupor una larguísima serpiente metida en una urna de cristal.

Era un extraordinario reptil marrón, con anillos de un verde brillante muy llamativo alrededor del cuerpo. Debía medir aproximadamente tres metros, parecía aletargada y resbalaba sobre la superficie de cristal, incapaz de reptar, cubierta de excrementos y orina. Estupefactos, perplejos, Elena y yo nos interrogamos con la mirada.

Gilberto intentó sacar del baúl la caja de cristal.

–                     ¿Qué haces? ¡Ni se te ocurra!¡No quiero serpientes en mi casa, llévatela! – gritó mi esposa-

Intenté tranquilizarla, asegurándole que el peculiar obsequio se marcharía por donde había llegado, y haciendo uso de mis mejores dotes diplomáticas traté de rechazarlo con la mayor amabilidad de la que pude hacer gala.

–                     Gilberto, te agradecemos mucho que nos hayas traído este fantástico regalo, pero tener una serpiente en casa, aparte de exótico es ilegal porque se trata de una especie protegida.

–                     Con lo que me ha costado traerla hasta aquí… –dijo, decepcionado-.

–                     Pero no podemos tener un animal salvaje en casa. Lo entiendes, ¿verdad?

No me contestó. Tenía la mirada perdida. Elena entró en la casa.

–                     Vamos, saquemos el baúl de aquí. Luego te acompañaré a casa. –le dije-

Salimos al jardín y depositamos el gran arcón en el suelo. El perro estaba atado, pero seguía ladrando ferozmente.

Gilberto reanudó su letanía. Era una pitón hembra. Comía insectos y ratones de campo y cuando fuera fértil pondría huevos. Ella y sus hermanas alejaban las pesadillas y los malos espíritus, razón por la cual eran veneradas con gran devoción por las tribus amazónicas. Y por si esto fuera poco, tenía un precioso nombre: Sisula de la selva.

Cuando abrió la caja de cristal, Sisula levantó el cuerpo y colocó suavemente la cabeza en la palma de su mano.

–                     Si estás quieto no te morderá.

Venciendo las primeras sensaciones, acerqué la mano y la serpiente reposó la cabeza en ella. Sentí un cosquilleo extraño. Me preguntaba si el animal no nos tenía miedo, o si tal vez nos había tomado por estatuas de piedra. Fascinado por su confianza, intenté acariciarla, y ella siguió mis movimientos, enroscándose alrededor de mi antebrazo y frotando su cuerpo contra el mío para conocerme.

–                     A ti te gusta. Tú eres veterinario, así que ella estará muy bien contigo.

No le contesté. Gilberto fue empujándome de nuevo hacia la casa, y subimos a escondidas por la escalera de atrás con la pitón hasta el desván.

Allí había espacio suficiente para que mi nueva amiga reptara a sus anchas. Las cálidas  temperaturas le recordarían su selva natal, y los ratones que allí trotaban por las noches podían servirle de alimento. Sólo le faltaba cierto grado de humedad, cuestión que podía solucionarse fácilmente distribuyendo varios humidificadores en puntos estratégicos, para que no echara de menos el aire saturado de vapor que se respiraba en la jungla.

No puedo decir con seguridad cuánto tiempo transcurrió mientras estuvimos en el desván, pero cuando recobré el sentido común, ya había aceptado la idea de acogerla bajo mi techo y cuidar de ella. Sabía que estaba cometiendo un tremendo error, pero no pude resistir la tentación.

Acompañé a Gilberto a su casa, y después de prometerle que le tendría informado sobre nuestro reciente y común secreto, le aconsejé que no nos viéramos durante una buena temporada, hasta que a Elena se le pasara el enojo.

Reflexioné mucho sobre lo ocurrido. A diario vacunaba en mi consulta a docenas de cachorros, los desparasitaba, les hacía radiografías … Desde que recompuse un esqueleto de antílope en la universidad, los únicos animales que conocía eran perros y gatos con el pedigrí de un emperador. Ahora, en el desván de mi casa tenía una auténtica fiera salvaje.

Me preocupaba no poderla atender correctamente, que echara de menos su medio natural, sus alimentos favoritos, la vegetación y el resto de los animales que allí vivían.

Aquella fabulosa depredadora jamás volvería a cazar para subsistir, porque yo iba a fabricarle su alimento. Tras muchos ensayos, descubrí que adoraba un mejunje muy nutritivo hecho con huevo de gallina, moscas, carne de ratón y comida para reptiles comprada en una pajarería. Tampoco bebería más el agua de las lluvias torrenciales, sino agua mineral embotellada, para evitarle cualquier transtorno digestivo.

Me sentí culpable de haber cambiado su vida. No dejaba de ser un crimen lo que entre Gilberto y yo le habíamos hecho a aquel pobre animal. La especie humana, en su infinita ignorancia, mata cruelmente para disecar.

Pero engañar a Elena se convirtió en uno de mis mayores placeres; Sisula era mi única forma de protestar sin que ella sospechara siquiera, contra su afán de controlar todos mis actos.

Mis visitas nocturnas a Sisula se hicieron cada vez más frecuentes desde que se desprendió de su primera piel, parda y translúcida, con un delicado dibujo de escamas.  Le compré diez árboles jóvenes para que pudiera reptar a gusto. Cegado por mi obsesión, no acerté a pensar que la falta de luz los haría crecer raquíticos y enfermizos, hasta quedar convertidos en un escuálido bosque de ramitas secas. Mis temores crecieron cuando empezó a rondarme la idea de que la oscuridad permanente podía dejarla ciega.

Los acontecimientos se amontonaron peligrosamente, sobrepasando con mucho mi capacidad de reacción. A escondidas, estudié la fisiología de las serpientes, su alimentación y su hábitat, la temperatura de su sangre, su frecuencia cardíaca, sus enfermedades, su vida de relación. Pero siempre surgía algo inesperado que no podía solucionarse con facilidad. Digerir un ratón le costaba varias horas, durante las cuales quedaba adormecida, mientras su cuerpo se deformaba al deglutirlo y el desgraciado roedor se debatía entre la vida y la muerte en la oscuridad de su esófago.

Sisula estaba preñada cuando Gilberto me la entregó. Lo supe varias semanas más tarde, al encontrarla enroscada alrededor de cuatro huevos, dando muestras de ese enternecedor instinto maternal que poseen las hembras de cualquier especie.

Decidí observar su conducta durante unos días y quitarle uno para examinarlo. Mi atrevimiento pudo haberme costado muy caro: cuando me acerqué a robarle su tesoro, se irguió, enfurecida, y silbó desafiándome. Alcé una vara para apartarla, pero la esquivó. Le hablé dulcemente mientras rozaba el huevo con las yemas de los dedos. En ese instante se volvió loca, se abalanzó sobre mí y me rodeó la cintura. Perdí el equilibrio y caí hacia atrás. Sisula no se dio por vencida. Desgraciadamente, en nuestra refriega el huevo se me resbaló de las manos y fue a estrellarse contra el suelo.

En el piso de abajo Elena había escuchado todo el escándalo. Sisula había dado tres vueltas alrededor de mi pecho y empezó a aplicar una fuerza constrictora cada vez más fuerte alrededor de mis costillas. Apenas podía respirar. Aterrorizado, grité con las pocas fuerzas de las que pude hacer acopio.

Desde el silencio angustioso del desván oí a Elena subiendo rápidamente por las escaleras. Abrió la puerta. Me miró sólo un segundo que se me hizo largo como media vida y exclamó:

–                     Pero ¿qué es esto?

Poco después regresó armada con unas tijeras de podar y escoltada por el perro. Intentó partir en dos a Sisula, o incluso en tres o cuatro si hubiera podido, deslizando una hoja de la tijera  bajo los anillos, pero no pudo.

El perro le roía le lomo, rasgándole la piel. Elena no dejaba de gritar al tiempo que clavaba la punta de las tijeras una y otra vez en el cuerpo de la serpiente, que había empezado a sangrar abundantemente. Al fin, en un gesto de rabia, con las tijeras en posición vertical, pellizcó el segundo anillo, partiéndola en dos. El brutal esfuerzo la dejó exhausta.

Por fin quedé liberado. Sisula se dividió en un par de colgajos blandos que separados, aún serpenteaban. El perro mordió uno y se puso a jugar con él, sacudiéndolo contra el suelo, salpicando de sangre las paredes.

Respiré con dificultad. Estaba asustado, arrepentido, avergonzado, pero también furioso. Tenía un corte largo y superficial en el pecho que me recorría la línea del esternón, y muchos arañazos por los que manaban finísimos hilillos de sangre. Elena me miraba en silencio. Tiró las tijeras de podar al suelo con desesperación. El perro aullaba.

–                     ¿Puedes levantarte o necesitas ayuda?

No contesté.

–                     Vamos al hospital a que te curen. Después espero que me expliques esto.

Entré en el cuarto de baño tambaleándome. Desinfecté mis heridas con alcohol. Elena se había desnudado y se lavaba frenéticamente las manos, los brazos, otra vez las manos, otra vez los brazos …

Todavía enjabonada, subió al desván para echar al perro, que bajó trotando, con los restos de serpiente entre los colmillos, goteando sangre sobre la moqueta.

Al regresar, Elena vomitó en el suelo. Se vistió en el dormitorio, mascullando.

–                     No quiero ver por aquí a Gilberto nunca más. ¿Por qué me has engañado?  ¿Qué pretendías? ¿Domesticar a una serpiente?

“¡Tú si que sabes domesticar animales!” –pensé para mis adentros-

Subimos al coche. El perro ya se había aburrido de jugar con lo que quedaba de la pobre Sisula: dos piltrafas parduzcas tiradas a la puerta del garaje. El verde brillante de los anillos había desaparecido, igual que sus días de gloria en la selva.

Al salir hacia el hospital Elena los pisó con el coche mientras me miraba y se reía.

La muy estúpida.

5 Comentarios a “104- Sisula de la selva. Por Leni Qinan”

  1. Lotte Goodwin dice:

    Muy bien escrito.
    Suerte.

  2. sacha dice:

    Es una historia tan increíble que no sabría por dónde empezar.
    Suerte.

  3. Hóskar-Wild is back dice:

    El ancestral miedo de las mujeres a las serpientes. ¿Por qué será? Tal vez porque no desean competencia y algunas de ellas comparten formas de actuar. Se mueven lentamente, reptando, mirando fijamente al objetivo, hipnotizando, usando el veneno justo, enseñando su lengua bífida… Suerte

  4. Lovecraft dice:

    Siempre he sido de la opinión de que los animales silvestres deben vivir en su medio natural, por lo que nunca he sido partidario de mantenerlos como mascotas. Este cuento no hace más que reafirmarme en mi convencimiento lo que agradezco a su autor/a. A través de una historia aparentemente sencilla, se nos habla aquí, con un estilo además impecable, de cosas como la irresponsabilidad, los comportamientos irreflexivos o la falta de confianza en la pareja. Muy buen conjunto.

    Suerte, Leni Qinan

  5. Caos dice:

    Ellas siempre nos quieren atar corto. Yo compré un ñu, que instalé en el jardín, y mi mujer pilló un rebote de campeonato: que si ensucia mucho, que se come las plantas… En fin, qué te voy a contar.
    Entretenido relato. Suerte en el certamen

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©Joaquin Zamora. Fotógrafo oficial de Canal Literatura

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