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246- Infarto. Por Rufus T. Firefly

Acababa de depositar la tarjeta con el pésame cuando comenzó a sentirse mal. Al principio había sido simplemente una sensación extraña, pero ahora ya era algo mucho más definido. Era un dolor agudo, que le cogía todo el pecho y se extendía rápidamente por su brazo izquierdo. Trató de ignorarlo, de relajarse y de respirar pausadamente, a pesar de que no le resultaba nada fácil.

A escasos metros de él, en el interior de la iglesia y dentro de un lustroso ataúd de madera probablemente no tan noble como su ocupante hubiese imaginado, descansaba Juan, fulminado escasas horas antes por un repentino infarto de miocardio. ¿Sería acaso él el siguiente?

Conocía a Juan desde hacía mucho tiempo, de su época del colegio, y aunque no habían sido precisamente los mejores amigos del mundo, tampoco podía obviarse que además de compartir clase algunos cursos (ya no recordaba exactamente cuántos) también habían sido camaradas en alguna que otra aventurilla. De hecho, y eso lo recordaba a la perfección, era Juan el que le flanqueaba en su única visita al despacho del director, cuando había estampado (más o menos sin querer) un balón en la cara de una niña regordeta y repipi de la que no recordaba el nombre, pero sí que era la que peor le caía de toda la clase. El único culpable había sido él, porque Juan había ejercido el rol de mero espectador, pero éste mantuvo la boca cerrada y el castigo se suavizó al ser dividido entre dos.

Ya de adultos, no mantenían una relación precisamente estrecha, aunque sí que solían tomarse algún que otro vinillo juntos cuando coincidían por el barrio, charlando de la vida y recordando divertidas historias pretéritas, lo que hacía que no fuese exagerado afirmar que en cierto modo se les podía considerar amigos. Hacía ya algunas semanas que no coincidían, cuando la noticia de su fallecimiento le había dejado helado.

 Ayer mismo por la mañana, su amigo se había desplomado ante la mirada perpleja de algunos, asustada de otros e indiferente de la mayoría de transeúntes que pululaban por allí, paradójicamente a escasos doscientos metros del centro de salud al que había acudido con la intención de recoger unas recetas para su mujer. Cuando por fin la ambulancia hizo acto de presencia con sus centelleantes luces de colores y su sirena característica sonando a todo volumen, lo único que pudo hacerse fue certificar, muy eficientemente eso sí, que Juanillo había pasado a mejor vida.

Y ahora era él mismo el que podía hallarse perfectamente en la antesala de otro inesperado y mortal ataque.

Juan y él eran de la misma edad, pero demonios, apenas habían llegado a cumplir los cincuenta, lo que debería indicar bien a las claras (aunque en lo que a Juanillo se refería los hechos no le daban la razón) que aún les quedaba un largo trecho por recorrer.

Además, recordó, Juan fumaba bastante, no como él, que había reunido el arrojo suficiente para dejarlo (cuatro veces), y llevaba tiempo padeciendo problemas de sobrepeso. Él eso no. Había cogido un par de kilitos en los últimos meses, bien que se lo recordaba Susana a la menor ocasión, pero no podía decirse que estuviese en absoluto gordo.

El dolor no remitía, y por si fuera poco, ahora notaba que comenzaba a faltarle el resuello. Tal vez debiera sacar el móvil y pedir ayuda, pensó.

En su cabeza podía observar nítidamente el barrigudo cuerpo de Juan despatarrado sobre la acera entre dos bolardos, pero en lugar del rostro del difunto era el suyo propio el que veía, congestionado por el dolor, con los ojos amenazando desprenderse de sus órbitas y la lengua amoratada y pastosa colgando a modo de corbata. Los calambres en su brazo izquierdo aumentaban exponencialmente con la contemplación de esas imágenes, al tiempo que se le secaba la boca y su frente comenzaba a perlarse de sudor. Sintió miedo.

Juan también tenía hipertensión, problema al que él no era proclive… aunque sí que tenía algo alto el colesterol, como atestiguaban sus últimos análisis, y eso no podía ser tampoco nada bueno.

Se concentró en mantener la calma y el ritmo de respiración, y aunque el dolor no remitía, tampoco iba a más. Pensó en su amigo, en cómo se habría sentido momentos antes de caer fulminado, y volvió a verse a sí mismo desmadejado como una muñeca rota sobre la acera mientras los viandantes pasaban por su lado sin hacerle el más mínimo caso.

Trató de ahuyentar las imágenes de su mente, de ser positivo y de seguir respirando por tiempos: inspirar, espirar, inspirar, espirar, inspirar, espirar… y de asir fuertemente el móvil con la derecha por si acaso.

Poco a poco comenzó a calmarse, y se le iluminó la cara cuando percibió que el dolor por fin comenzaba a remitir. Todavía sentía unas leves punzadas en el pecho, pero los pinchazos del brazo desaparecían velozmente. Al cabo de un par de minutos ya se sentía mucho mejor, y dejó que el móvil descansara nuevamente en el bolsillo de los vaqueros.

Las puertas de la iglesia se abrieron de par en par y varias personas afloraron portando en alto el féretro que iba a ser la última morada de Juan. La mera visión de la escena le produjo un escalofrío, por lo que comenzó a caminar en sentido contrario, dispuesto a alejarse de allí lo más rápido posible.

Ahora parecía que tenía algo de hambre. Cruzó la calle, entró en el bar del hotel y pidió un pincho de tortilla. Algo ligero no le sentaría mal, pensó.

Mientras daba cuenta de la tortilla fijó su atención en la televisión que semejando un cuadro pendía de la pared. En ella aparecían unas imágenes nada agradables de algo indefinido, al tiempo que la voz en off de una prestigiosa doctora explicaba las características, síntomas y peligros del cáncer de colon, que al parecer estaba aumentando peligrosamente su incidencia, con consecuencias catastróficas, entre la población de mediana edad.

Automáticamente sintió un pinchazo en el bajo vientre y dejando el pincho tal y como estaba encima del mostrador, salió a la calle a que le diera un poco el aire, boqueando ostensiblemente en busca de oxígeno  y advirtiendo cómo en su frente nacía la primera gota de sudor frío.

 Se empleó con todas sus fuerzas en desterrar las impresionantes imágenes y las palabras de la doctora de su cabeza, al tiempo que procuraba concentrarse en mantener un buen ritmo de respiración: inspirar, espirar, inspirar, espirar, inspirar, espirar…

8 Comentarios a “246- Infarto. Por Rufus T. Firefly”

  1. caos dice:

    Antes de irme pitando a urgencias, quería decirte que me he entretenido leyendo el relato. Suerte

  2. El asesino de Morfeo dice:

    Has descrito muy bién la angustia de un hipocondriáco. Todos hemos sido alguna vez como tu Juan…por eso dicen en mi pueblo que sólo hay que «transcurrir» al médico cuando se vaya uno a morir y, a veces, ni entonces.
    Me ha gustado tu relato. Mucha suerte

  3. Lovecraft dice:

    Si el amigo de Juan hubiese participado en este certamen, imagino que habría padecido de palpitaciones, sofocos y crisis de pánico al leer estos comentarios. Espero que el bueno de Rufus no se vea afectado por este tipo de ofuscaciones. Muy divertida historia, aunque al protagonista no se lo pareciera.

    Suerte

  4. Lovecraft dice:

    Si el amigo de Juan hubiese participado en este certamen, imagino que habría padecido de palpitaciones, sofocos y crisis de pánico al leer estos comentarios. Espero que el bueno de Rufus no se vea afectado por este tipo de ofuscaciones. Muy divertida historia, aunque al protagonista no se lo pareciera.

    Suerte

  5. willycox dice:

    Sin duda un relato en crescendo, con pulsos apropiados, narración ágil y directa y un final tan abierto como agobiante. No hay peor verdad que la que nos ocultamos a nosotros mismos. Enhorabuena.

  6. Hóskar-wild is back dice:

    Ni se me ocurre ironizar con lo que le sucede al pobre hombre del relato porque yo mismo, cada vez que entro en un hospital, sufro de forma consecutiva todos los síntomas de las diferentes salas por donde voy pasando. Se pasa mal, muy mal. Suerte.

  7. lamari dice:

    Quiero decirle antes de mi comentario que tengo la gracia en el trasero como las avispas, pero tenía de consorte y residente en mi casa a un Hipocondríaco.En una ocasión que estaba pescando el atún de almadraba hicieron un simulacro de incendio en el barco y tanto se lo tomó en serio que se veía envuelto en llamas.Se angustió tanto que se tiró por la borda.Sabía nadar mejor que los peces de colores, pero al verse rodeado de agua dió por echo que se tenía que ahogar.Sé por experiencia que se pasa muy mal.Que no es rollo eso de sentir todos los síntomas aunque sean sómaticos.Son víctimas, enfermos bastante complejos, pero tienen que ser atendidos y tratados, porque son capaces de buscarse lo que no tienen( eso lo decía mi mare que en gloria esté).

    Suerte

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