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27- Los latidos. Por Janis D

Te prometo que un día de estos me moriré de pena. Te lo prometo.

Eira soltó el lápiz como si este le hubiera dado calambre en la mano. Recuerdos. El brazo entero pareció dormírsele. Inclinó la cabeza, apesadumbrada, dejando salir un suspiro. Apoyó los codos en la mesa y perdió su carita de perla y coral azul en sus manos. Su gato, William, la miraba con indiferencia desde el umbral de la puerta.

No hay nada perdido, hoy es el principio de ayer

busco mi destino y me encuentro en tu camino otra vez…

Pasillos bajo tierra nos llevan a la cima infernal (el presente)

y el mañana lapida la desesperación (de repente).

Levanto la persiana y hasta el cielo se ha cansado de ti;

del cristal un triste diluvio borra tu reflejo

y encharca mis ojos de distancia y destierro…

Cerró el diario y lo dejó sobre la mesa. Los libros de la facultad estaban apilados justo al lado, formando una gran torre de sueños rotos, o quizá sueños pendientes. Tras cuatro meses de aislamiento estos habían quedado cubiertos de polvo, ya que no había vuelto a tocarlos desde el día que decidió que iba a dejarlo todo. Aquel día Eira había llegado a casa medio dormida, cansada, consumida por el mundo exterior. Se había metido en la cama para permanecer cuarenta y ocho horas tumbada, arrojando lágrimas que dolían como puñales y escribiendo miradas perdidas sobre el techo. En el fondo sabía que retomaría las clases, que su rabieta se quedaría sólo en eso, tan sólo iba a ser un enfado más, como había pasado tantas otras veces. Sin embargo, aquel tres de octubre se equivocaba.

Se quedó allí sentada, sin moverse, con esa mezcla de angustia y liberación en los que su cerebro se sumergía cada vez que se decidía a escribir unas líneas en su diario. La habitación estaba casi a oscuras, el papel pintado de las paredes expulsaba un brillo insano, amarillo y triste, lleno de sombras que se proyectaban desde la calle. El camión de la basura acababa de parar frente a su casa, y el rugido salvaje del motor conseguía relajarla, siempre lo hacía. El olor a suciedad le hacía sentirse arropada, consolada. Su propia miseria parecía incluso menos bochornosa.

Su pasión por escribir siempre había llevado a Eira a la angustia más insoportable, a ataques de nervios que con el paso de los años había aprendido a controlar. Su diario era para ella como un abrigo ante las penas heladas de la vida. Éste era el octavo; los tenía colocados por orden cronológico en un cajón, y, de vez en cuando, se abstraía leyendo la fina prosa en la que sabía convertir sus emociones. 

Eira tenía veinticuatro años. Su aspecto delicado, grácil y bello, le hacía parecer más joven, pero su frágil fachada blanca se tornaba gris muy a menudo. Su temperamento arrollador le ayudaba a defenderse del dolor, se valía de un agrio odio hacia el mundo; ese era su escudo. Si creía ver sus debilidades asomarse a su vida por la mañana, si notaba palidecer su cara, rota de cansancio, imponía esa tediosa actitud fría y desagradable que tanto molestaba al resto de los humanos. Eira podía ser débil, pero sabía muy bien cómo convertir esa fragilidad en ataque.

Recogió el lápiz del suelo y lo posó sobre la mesa. Lo acarició, jugueteando con él entre los dedos. Le encantaba escribir a lápiz, esa sensación de contacto limpio con la madera pulida en forma de fábrica de ilusiones, sus ilusiones. Abrió su diario de nuevo, una página al azar se quedó abierta ante los ojos claros de expresión casi inerte, como casi inerte gateaba dentro su corazón. Dentro, una hoja blanca doblada por la mitad escondía unas casi ilegibles palabras en tinta azul, ya descolorida por el paso del tiempo:

Estabas tan callada que parecía como si en tu boca se entrelazaran miles de tormentas de verano, sacudiéndose y haciéndote parar, muerta de miedo. Como si las profundas aguas de tus ojos arrastraran un barco cargado de pólvora, como si el océano estuviera a punto de desaparecer entre las llamas. Vivíamos perdidos entre las olas del futuro más cercano, y así éramos felices…

J. H.

Eira veía su vida como una carretera vacía, interminable y oscura. Las farolas a cada lado parecían proyectar cada día luz más tenue. Su espíritu melancólico se desplegaba a menudo al perderse entre las calles más recónditas y solitarias de su ciudad. Le encantaba pasear. Fue durante uno de sus recorridos por la jungla urbana cuando la joven leyó en una pintada callejera una frase que aseguraba que el arte se encuentra en el interior de las personas, no dentro de los museos. En aquel momento aquello le hizo pensar, aunque el tiempo le hizo comenzar a odiar su entorno, terminó odiando a sus amigos y familia. Sus pensamientos se habían arremolinado en su cerebro haciendo de éste un auténtico nido de cuervos alados en forma de pensamientos sanguinarios e incluso autodestructivos.

Dejó la hoja amarillenta dentro del diario, abriéndolo acto seguido por la última página escrita, y dejándolo sobre la mesa. Los libros de la facultad la observaban, clavándole en las sienes la culpabilidad en forma de hirientes voces. Sus padres, sus profesores, su hermana, todos habían intentado convencerla para que no dejara sus estudios. Eira, sin embargo, creyó que era mejor dejarlo todo atrás, echar abajo su torre personal para empezar a construir una nueva.

Así lo había hecho. Torres nuevas, construcciones vitales a estrenar. La luna y el sol se entrelazaban bailando y girando, el tiempo pasaba rápido. Sus sueños resucitaban al compás de sus silencios.

Se fijó entonces en el papel blanco de su diario, o, como ella solía llamarlo, su “cuaderno de memorias embalsamadas”. De repente, un familiar olor a madera le asaltó los sentidos. Un impulso le hizo entonces correr hacia la puerta. William ya no estaba allí. Bajó las escaleras y al llegar abajo, junto al recibidor de la casa, había un vacío ensordecedor, lóbrego, desolador. Silencio. Absolutamente nada. El olor a madera era ahora más fuerte, lo cual le hizo acordarse de su padre, de los domingos, del bricolaje, de las comidas en el jardín. El gesto se le torció. Su padre ya no estaba, ni tampoco su madre. Todos se habían ido, habían desaparecido de su vida el mismo día que ella había decidido terminar con todo su pasado. Se habían esfumado, eso era todo.

Se dio media vuelta dispuesta a volver a su habitación, pero al girar la cabeza vio a través de la puerta de la cocina algo que le llamó de pronto la atención. Entró despacio, y un olor a pescado podrido hizo que a Eira le recorriera un escalofrío por la espalda. Allí estaba William, tumbado sobre la mesa, lamiéndose la pata derecha. Adoraba a aquel gato, y es que al fin y al cabo, parecía que no todos se habían ido. ¿Por qué estaba allí? Eira jamás había conocido otro gato como William; el pequeño felino aborrecía el pescado, y evitaba por todos los medios acercarse a la cocina. Nunca entraba, ni siquiera para comer. Tenía un pequeño cuenco bajo el quicio de la ventana del cuarto de Eira, donde pasaba la mayoría del tiempo.

La joven no quiso darle demasiada importancia a que su gato estuviera dando tumbos por la casa sin rumbo alguno. De hecho, el día anterior le había encontrado, tumbado boca arriba dentro de la chimenea, con el pelaje completamente lleno de hollín. El pequeño animal se sentía perdido y Eira no podía culparle.

El olor a pescado podrido persiguió a ambos durante todo el día. Eira intentó esparcir su cansada mente paseándose deprisa entre las páginas de su libro favorito durante toda la tarde. Había leído al menos una docena de veces “La casa en el confín de la Tierra”, y ahora ella se sentía como el protagonista, se veía igual que él. Un mundo de ficción le rodeaba y su vida había desaparecido, ella había hecho que todo desapareciera. Ahora se encontraba aislada, pero feliz.

Cerró el libro y lo posó sobre la cama. Ella se tumbó al lado, y acarició la cubierta con su mano. Pensó en la mansión irlandesa de la novela y en cuánto le gustaba ese libro;  así, con su mente instalada en la historia, cerró los ojos y se durmió.

A las seis de la mañana un fuerte zumbido hizo que todas las paredes de la casa se estremecieran, y Eira se retorció en la cama, como un gusano moribundo atravesado por un anzuelo oxidado. Se levantó despacio y descansó su mirada sobre la pared, esperando que algo pasara.

-Todo esto es culpa tuya – murmulló entre dientes y con la mirada perdida en el infinito.

Se levantó y se dirigió, arrastrando sus pasos por el pasillo, a la cocina.

El pescado. Los muebles, el olor a cola blanca. Los domingos. Los malditos domingos. Tú. Tú. Tú. Tú. Ya han vuelto los fantasmas otra vez. Salió corriendo, dio tumbos por la casa, y finalmente decidió subir al desván.

Los botes estaban allí. Botes de cristal, rellenos de formol y vidas muertas. Todos con sus respectivas etiquetas. El odio clasificado por orden alfabético. Corazones embalsamados, sentimientos coleccionados como si fuesen cromos, un simple juego de niños. Un juego sanguinario y sádico. ¿Los cuerpos? No lo recordaba. Los corazones latían al unísono, como en sus peores pesadillas.

Eira agarró uno de los botes, estrellándolo con rabia contra la pared. La luz del alba empezaba a colarse por la ventana redonda del desván, iluminando vagamente el órgano vivo y de color blanquecino. Eira se acercó, mirándolo vibrar:

-Corazones muertos….maldito corazón, ¡nunca se para! Y el mío, ya ves, lleva parado mucho tiempo. Me destrozaste. Me abandonaste. Me sepultaste…

El diario se le resbaló de la mano derecha, cayendo al suelo y abriéndose por una de las primeras páginas. Eira lo había cogido de manera inconsciente al abandonar la habitación. Se agachó, y empezó a leer:

Ahora palpítame,

tus sístoles deleitan mi paladar;

pasión prohibida

corola de amapolas de mayo,

como Romeo y Julieta: roja la sangre,

empieza la obra

roja la vida,

termina el ensayo.

 

-Te voy a odiar siempre – susurró Eira con mi corazón en las manos.

7 Comentarios a “27- Los latidos. Por Janis D”

  1. Lotte Goodwin dice:

    Los gatos siempre son inquietantes y misteriosos. Y acompañan a las brujas. Esta Eira lo es. Y, además, está como una p… cabra (animal tonto, pero tela de simpático).
    Suerte con tu locura.

  2. Dies Irae dice:

    Hola, Janis D

    Nos has dejado aquí solos y angustiados. Bravo por la narrativa.

    ¿Y William? No sé qué pasa con los gatos en este concurso…

    Salud y suerte.

  3. sacha dice:

    No sé, no sé, no me atreví a subir con Eira al desván. ¿Qué había allí?
    Inquietantemente bien escrito. Suerte

  4. Lovecraft dice:

    Eira, una auténtica rompecorazones, sensu stricto. Quien se iba a imaginar que un texto con esa carga poética tan intensa tuviese este final tan abrupto e inesperado. Muy bueno. Es una de las historias de psicópatas más encantadoras que he leído en los últimos tiempos. Y encima bien escrita, como le gusta a la RAE.

    удача

  5. Hóskar-wild is back dice:

    Por momentos me imaginé la escena final de forma parecida a una vieja película de Ibáñez Serrador sobre una novela corta de Allan Poe. Cuidadín con las coleccionistas de corazones. Suerte.

  6. lectora dice:

    Voy a arriesgarme y decir que esto se llama…Esquizofrenía paranoíde.

    Siguiendo con mis citas Tim Weiner del «niuyorktaimsss» dijo en una entrevista que no hay algo que tenga más poder que un lápiz y un papel.

    Me gusta esa prosa entre comillas de J.H

    Suerte pero me ha dado un pequeño bajonazo mientras espero al cartero.

orden

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©Joaquin Zamora. Fotógrafo oficial de Canal Literatura

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