Pasaje a la controversia

   

 

Actuality show

 

  Ocho personas conviviendo momentáneamente dentro de una casa de la que nadie debe salir. Todas ellas, monitoreadas y controladas por atentas cámaras de televisión. Lo saben. Del otro lado, millones de televidentes siguiendo paso a paso el devenir de los hechos. Y es un verdadero espectáculo: casi como en un largometraje propio de Hollywood, ya se han determinado los bandos e identificado a los buenos y a los malos. La opinión pública, sabia voz de nuestro tiempo, ha consensuado cuáles de todos ellos no merecen ganar. Pero no nos confundamos; no estamos disfrutando de una emisión de Big Brother, aunque El Gran Hermano siga siendo el mismo y también la naturaleza de su goce: en pleno centro de Madrid, una familia está oficiando como rehén de un grupo de asaltantes, atrincherados en el chalet de aquella ante el cerco de las fuerzas policiales.

Hace ya algunos años, los reality shows comenzaron a inundar nuestra pantalla (porque es nuestra) para ofrecernos algo nuevo, algo que no conocíamos: observar la realidad, sin despegarla del show que implica indefectiblemente la masividad, pero realidad al fin. De esta forma pudimos ver a la gente cómo llora y cómo ríe, sufrir sus sufrimientos, festejar sus alegrías, condescender sus romances. Y entonces despertó de su letargo el ya clásico debate sobre la ruptura de la pared que separaba lo privado y lo público, y se validó como antecedente directo a los talk shows. Aquellas escenografías humanas que exhibían con crudeza las miserias particulares quedaron en la precariedad ante la exposición y seguimiento de los mecanismos que generan esas miserias. El cordón umbilical fue el voyeurismo, la morbosidad que esconde el espionaje. Por fin, los medios de comunicación legitimaron la práctica, cambiando los prismáticos y la ventana entreabierta de la muchacha vecina por la pantalla catódica. Por supuesto, no faltará una pequeña sanción social por nuestra acción investida en los llamados de atención del ente regulador, ya que alguna culpa debemos cargar, pero una palmada en la espalda junto con un guiño nos alentará para que quebrantemos un poco las reglas. De otro modo, la excitación no sería tan efervescente.

Sin embargo, resulta que nuestra sublimación posada en la realidad mostrada no es nueva, y mucho menos inédita. James Stewart no fue testigo indiscreto de un acto sexual, sino de un asesinato, y no por eso su ventana dejó de ser la misma.

Cuando el periodismo se masificó, no pudo evitar hacer unos retoques en la construcción del mensaje. Fue necesario entonces que el código se hiciese eficaz y consensuante, por lo que la emisión de sucesos importantes tuvo que implementar ciertos elementos que, en el campo de la información teóricamente objetiva, no parecen demasiado ubicables. Estos recursos giran en torno, no a la dramatización, sino a la teatralización de los hechos. Las noticias policiales fueron siempre las abanderadas respecto del concepto, salpicando siempre unas gotas extra de rojo o sumando cuerpos al resultado. Pero con la televisión, y hoy más que nunca, este tipo de sucesos fueron llevados a un punto que termina pareciendo increíble: la música melancólica que aggiorna la muerte de un noble trabajador a manos de unos salvajes delincuentes, el primer plano de una madre desconsolada ante la desaparición de su hijo, los copetes estudiosamente enfatizados en palabras clave que introducen a la proyección, y muchos otros efectos.

Como se sabe, o al menos se deduce con muy poca complicación, los participantes de los reality shows, al igual que sus predecesores de los talk shows, no son personas comunes, sino marionetas que deben ser manipuladas por la producción televisiva. Un mediador clásico de un programa nudista respecto de los conflictos humanos, popularizados en la Argentina en la década de los ’90, guiaba a los adversarios por el camino pactado y, si se presentaba algún escollo en el guión, rellenaba los baches con las líneas faltantes o instalaba señales de tránsito para no bifurcarse demasiado. De la misma manera, los participantes de este nuevo desembarco mediático deben ser (repito, deben ser) manejados e instruidos, ya que una verdadera convivencia implicaría reacciones sólo manejables para un Leviatán con muchos más brazos que el original como lo era el padre político de Truman Burbank. 

En realidad, no estamos frente a una nueva invención del entretenimiento, sino a una inversión un tanto más atractiva de la práctica periodístico mediática: se muestra una ficción con esperanzas de cautivar como si fuese real. Siempre, estuvimos acostumbrados a ver la realidad con esperanzas de cautivar como si fuese ficción. Adentrados en un banco céntrico, vemos con ojos privilegiados como un mal viviente, sujeto, individuo, malhechor o delincuente tiene bajo su control la libertad de un hombre, cliente, empleado, víctima o persona. Y nos sumamos a su miedo, nos identificamos con su sufrimiento, nos investimos con su papel de inocente aborreciendo la maldad injustificada de un ser que jamás debió haber nacido. Porque, claro, El Gran Hermano asegura que el delincuente nació delincuente. Esperamos con ansias la irrupción de las fuerzas del orden, pero temiendo que se derrame la sangre de la gente equivocada. Porque, claro, El Gran Hermano distingue entre la sangre de los buenos y la de los malos. Al fin, el acontecimiento violento termina en un rotundo éxito, y disfrutamos con los villanos entre rejas y los buenos escribiendo la historia. Ya que, por supuesto, El Gran Hermano defiende las causas justas.

Algunos dicen que todo se repite, que todo es un movimiento cíclico que comienza una y otra vez. No se sabe muy bien si será verdad. Lo cierto, sí, es que El Gran Hermano siempre ha vigilado.

Lo sabes muy bien: siempre has vigilado.

 

          Sebastián Ariel Freijomil Viña

 

 

 

                                  © Canal Literatura 2004