El Viaje

Sebastián Ariel Freijomil Viña

En determinado momento, por destino o por azar, un ser nuevo se asoma al mundo. Y desde ese mismo momento comienza a experimentar vivencias. Será por una extraña sensación de irrupción al desamparo o por un mágico conocimiento del futuro, que de por sí el nuevo ser se presenta llorando. Nadie puede asegurarlo, pero pareciera que sabe en que se ha metido. O, mejor dicho, en donde ha caído.

 

Con el paso de los primeros meses el nuevo ser va conociendo el mundo que lo rodea. Sin embargo, las primeras aproximaciones con el afuera se reducen a la conexión entre su boca y una fuente plácida e inagota-ble de líquido caliente que lo mantiene en una situación de cómoda lujuria. La vertiente de leche es un terminal que lo hace feliz y que le enseña lo que es el placer. Quizá entienda al principio que es él mismo quien toma el control de la válvula, pero tarde o temprano el manantial se alejará y negará seguir bañando su boca. Entonces, descubre que su portador no puede ser otra cosa que un ser superior, un ser absolutamente amable, adorable. Su portador no puede ser otro que Dios.

 

Junto con el transcurso del tiempo, se desarrolla su mente. Por causas que aún le son imposibles de entender, Dios no siempre se encuentra a su amparo. Lo ha conocido, ha sentido sus brazos, ha sido bañado por su aliento y estudiado por su mirada, pero frecuentemente lo abandona en una celda sin techo, pero con raras varas que lo secuestran. La abstracción ante esa angustia se traduce en un sueño profundo, quizá intentando volver a sentir ese refugio que antes lo protegía. Es por esto que el letargo de los nuevos seres es tan pacífico y tranquilizador: aún no han descubierto que jamás podrán regresar.

 

El nuevo ser deja de ser nuevo y se entera de que en ningún momento estuvo en presencia de un ser extraordinariamente asombroso, sino ante su propia mamá. Esto es desencadenado por la irrupción de otra figura que marcará indeleblemente el porvenir. Una figura que en un principio se alzará por encima de todo lo demás, incluso por sobre el ídolo caído.

 

Con esta llegada comienza otra etapa en nuestras vidas. Luego vendrán el conocimiento y examinación de nuestros cuerpos, la incorporación al estudio que nos marca la sociedad, la relación casi obligatoria pero necesaria con los demás, el descubrimiento de los besos y de las caricias y la exploración de los cuerpos ajenos, que muchas veces creeremos hacer nuestros.

Todos hemos pasado por lo mismo: hemos venido llorando, hemos entablado una relación mística con un pecho, hemos bebido el néctar de las entrañas de nuestras madres, hemos conocido nuestros cuerpos con extraña sorpresa y hemos sido testigos de su metamorfosis. Hemos hecho amigos, hemos hecho enemigos, hemos perdido miles de cosas y ganado otras. Hemos sido víctimas de engaños y de humillaciones, hechas por seres que también han pasado por lo mismo que nosotros. Nos hemos enamorado sin saber lo que era el amor, hemos aprendido muchísimas cosas, entre ellas a mentir, y entre ellas a no poder callar la verdad. Hemos sido protagonistas de encuentros íntimos con otros, hemos compartido nuestro cuerpo, aquel que sólo estaba en conexión con un manantial de leche. Hemos aprendido a querer y a dejar querernos, hemos recorrido un largo camino, tan desigual y a la vez tan parecido con el de los demás.

 

Un sendero que sea análogo a la vida abunda de señales. Nos toparemos con precauciones, con adver-tencias, con prohibiciones y permisiones. Habrá cruces, ochavas, avenidas transitadas con velocidad y calles desoladas y angustiantes. En las transversales nos hallaremos en presencia de muchos seres, quienes transitan caminos que apuñalan al nuestro; algunos nos tendrán en cuenta y otros no. Algunos caminarán a nuestro lado cortas distancias y otros nos acompañarán por muchísimos kilómetros, cuidando de nosotros y esperando que nosotros cuidemos de ellos. Sin embargo, la distancia que estén a nuestro flanco no será proporcional al amor que sintamos. Muchos estarán por poco tiempo, quizá sólo nos abracen pocas cuadras y en alguna esquina tengan que doblar y alejarse de nuestro camino para hacer el suyo propio, pero sabremos que aunque se dis-tancien de nuestra marcha nos quedarán de ellos los mejores recuerdos y la felicidad de haber convivido momentos maravillosos.

 

Y sin esperarlo, alguno de todos los que veremos será especial, porque veremos su sombra junto a la nuestra hasta el fin del viaje. Estará en el momento en el que ya no podamos con nuestros pies, en el momento en que nuestro cuerpo pida descansar por siempre. Quizá seamos nosotros los primeros testigos de su somno-lencia definitiva, pero de todos modos allí estará, y nuestra cara será la última que querrá recordar antes de abandonar la travesía. Cuando eso ocurre, los caminos, antes separados y con destino desigual, se unen con explosiva emoción para crear un único sendero de amor. La meta se imagina en compañía y los problemas se sufren y se traspasan de a dos, así como se festejan las alegrías y los tesoros.

 

Lo mejor es recorrer nuestra vida sin olvidar nuestro camino. Puede que se desvíe, pero siempre ten-dremos la posibilidad de retomar nuestra vía principal y seguir adelante.

 

Después de todo, muchas señales serán creadas por nosotros mismos.

 

 

 

 
 

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