Elogio del disparate |
Todo tiene un porqué. Esta vez, el inescrutable destino quiso que abriera al azar un tomo del vademécum de Filosofía de Ferrater Mora y que me reuniera con una de sus más maravillosas entradas: Paradoja. Rápidamente, algún lector comprometido y modesto tendrá la previsión de reforzar el concepto recurriendo al diccionario de la lengua; sin embargo, humildemente, lo insto a que abandone tal propósito (que lo enaltece, sin duda), ya que ahora mismo el famoso catálogo es nuestro adversario: pasaremos por alto la inclusión del término “diccionario” entre sus páginas, ya que es una facilidad y hasta una travesura. Nos interesa realmente la divulgación que realiza de nuestra palabra protagonista: Contradicción entre dos cosas o ideas. Y: Figura retórica de pensamiento consistente en emplear expresiones o frases contradictorias. Veo indispensable asumir la defensa. La paradoja no es una mera incoherencia poética o una graciosa contrariedad callejera, sino un descubrimiento dramático, hallazgo monstruoso y bello a la vez. Coloso con pies de acero, se mantiene agazapada tras la cordura matemática y la soberbia de la razón, dispuesta a derribar nuestro complejísimo ábaco moderno y a cortar de un zarpazo el cable matriz que sostenemos entre todos, como si de una parca romana se tratara. Veamos: al componer Georg Cantor su teoría de los conjuntos, la misma línea de pensamiento que lo condujo a la gloria lo arrastró a un abismo inquietante de contrasentidos. Su lápiz habrá temblado cuando se dio cuenta de que algo incomprensible no encajaba (no hay manera de que encaje) en el orden de sus grupos numéricos. Su mayor proeza, quizá, fue la de conseguir que el caos no prosperara o, al menos, se contuviera en la sombra. Quienes deseen internarse en estas espinosas comprobaciones, verán a su lado los extraños enigmas que arrojó Fermat al mundo como un juego de niños. Comprendemos que la sola insinuación de paradoja matemática ya encierra amenaza, pero no menos filosos son los ultimátums de la semántica. Epiménides es cretense y afirma que todos los cretenses mienten, es el clásico ejemplo que prologa la reivindicación de la paradoja. De ahí partió la travesía. El sujeto y el gentilicio fueron modificados de acuerdo a la necesidad y a la época, pero la caja de Pandora ya había sido abierta para siempre. Se resumió el enunciado a “Miento”, pero más que aplacar su fuerza lo dotaron de un énfasis categórico e implacable que antes no tenía. Algunos, con pretensiones ontológicas, quisieron ir más allá y alegaron “No soy”. Cualquiera notará la falacia y hasta la subestimación del concepto: si digo que no soy, sencillamente estoy mintiendo. Así, y de la manera más natural, lo hemos resuelto. En caso de legítima paradoja, esta vanidosa satisfacción es imposible. Para salvarnos de una catástrofe, se apeló a la teoría del metalenguaje. Transcribo a Ferrater Mora: “La paradoja del mentiroso, por ejemplo, desaparece tan pronto como pasamos a considerar “verdadero” o “falso” como pertenecientes a otro lenguaje distinto del que se utiliza para decir “miento”, esto es, como un metalenguaje de éste”. Aun aceptando esta arbitrariedad, la idea parece más un intento desesperado por salir airosos que una solución interesante. No olvidemos que de la afirmación cretense al laconismo, hubo una economización gramatical y no semántica. En fin; ni siquiera ha sido tambaleada. Este ditirambo me recuerda las palabras de mi amigo Darío Irrera y no puedo evitar la sonrisa. Al pedirle un original ejemplo de paradoja para este mismo escrito que estás leyendo, miró su biblioteca, abarrotada de literatura fantástica, se giró de nuevo hacia donde yo estaba, resopló y dijo con hastío: “Un libro de autoayuda”.
Sebastián Ariel Freijomil Viña
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