Donde el dedo cae...


UN BAR DE LAS FOLIES BERGÈRE (Edouard Manet – París, 1832.1883)
Parte I de 2

© Francisco Arsis Caerols

 


DONDE EL DEDO CAE…
Hace años, unos amigos me regalaron una estupenda enciclopedia, dividida en varios tomos, y que incluía innumerables imágenes e impecables textos que invitaban a adentrarse en ella con profundidad. Por desgracia, la falta de tiempo me obligaba a dejarla casi abandonada en la estantería, salvo cuando se trataba de buscar algún dato que otro importante, bien fuese por cuestiones de trabajo o por necesidad de conocimiento. Pero he aquí que, en uno de esos días ociosos que caen de vez en cuando, una magnífica idea surgió en mi cabeza, la cual logró cambiar esta situación de forma positiva. Cogiendo al azar uno de los tomos, y abriéndolo por una de sus páginas, también de forma aleatoria, acabé posando uno de mis dedos en aquella fotografía que, por la razón que fuese, había logrado captar toda mi atención. El descubrimiento de la apasionante historia que envolvía aquel grabado acabó resultando tan interesante que, desde entonces, esta forma de acceder a la enciclopedia se ha convertido en uno de mis “hobbies” favoritos. Y, por ello, me gustaría compartir con todos vosotros esta sección que inicio hoy, basada precisamente en el juego del que os acabo de comentar.

 

UN BAR DE LAS FOLIES BERGÈRE (Edouard Manet – París, 1832.1883)
Parte I de 2

El Folies-Bergère abría de nuevo sus puertas, tras un breve paréntesis, la misma tarde en que Suzon se incorporaba por primera vez como camarera del llamado Templo de la “joie de vivre” parisina. Reabierto aquel año 1881 como “Café-Concierto”, el lujoso local situado en el 32 de la Rue Richer, muy cerca del Boulevard Montmartre, en pleno corazón de París, contaba ya con uno de los últimos adelantos tecnológicos expuestos en la notabilísima “Feria de la electricidad”, acaecida justo en el mismo año de su reapertura. Aparatosas arañas cristalinas lucían de forma espectacular junto a blancas e iluminadas esferas, en un lugar en el que la presencia de personas de todas las clases sociales estaba a la orden del día. Y no se trataba únicamente de beber, comer o, por descontado, divertirse, la finalidad de las visitas al local. También lo era, como no, ver y ser visto por el resto de la gente asistente.

En sus primeras etapas, el Folies Bergère se había dedicado a ofrecer todo tipo de espectáculos circenses, actuaciones de baile y representaciones musicales de diversa y discreta índole, pero, dado el poco interés mostrado por parte de sus clientes, con el tiempo fue cambiando de forma paulatina hasta llegar a la situación actual. Ahora, su aterciopelado entorno granate, así como sus múltiples y nítidos espejos, en un clásico y carismático lugar donde los tonos dorados predominaban por doquier, servían como escaparate del anunciado mejor “Cabaret Music-Hall” de todo París.

Al llegar a la entrada del local, Suzon lanzó un pequeño suspiro, mezcla quizá del nerviosismo que la invadía con la satisfacción que a la vez sentía ante su recién estrenado trabajo. Y, aunque en anteriores ocasiones, antes de su remodelación, ya había atravesado sus puertas y recorrido todos sus rincones, de alguna manera sentía que necesitaba hacerlo una vez más antes de colocarse en uno de los bares situados en el entresuelo, lugar que, en principio, se le había asignado como camarera. En realidad se trataba de un ritual característico del Folies Bergère casi desde sus inicios. Allí, todo el mundo que entraba comenzaba dando una vuelta alrededor del local, antes de acabar situándose, bien donde le correspondiese al tratarse de la invitación a un espectáculo, bien donde simplemente soliese hacerlo en el caso de hallarse el lugar desocupado. Y si no, para eso estaban también los bares, espacios en definitiva nada desagradables, sobre todo para los hombres, con bellas féminas siempre dispuestas a atender sus peticiones. En este punto, Suzon tenía cierto temor, pero deseaba creer que lo escuchado hasta ese momento, antes de aceptar el trabajo, no fuese en el fondo más que simples e infundados rumores.

Así pues, comenzó cruzando el amplio jardín artificial situado en el entresuelo, adornado con sus exóticas palmeras, entre una amplia variedad de seductora vegetación, y algunos bancos que no hacían sino recordar al más puro estilo anglosajón de aquellos tiempos victorianos. Allí se hallaban precisamente los tres bares que existían en el local, justo donde unos minutos más tarde ella misma, con el uniforme de camarera, se dedicaría a atender a los clientes. Después llegaba el acceso al vistoso hall a través de una espaciosa y curva escalera, que sorprendía por su excepcional majestuosidad, siendo capaz de desarbolar a todo aquel que la ascendiese, enardeciendo todos sus sentidos. Y aquella era, una vez más, la sensación que invadía a Suzon mientras subía, muy despacio y sin dejar de fijarse hasta en el más mínimo detalle del entorno, escalón tras escalón. Un paseo circular envolvía el amplio hall, que también era recorrido por entero, por todos y cada uno de los visitantes. Suzon, sin dejar de sonreír abiertamente, cumplía con aquella curiosa pauta universal, haciendo que su armoniosa cara, en conjunto con su flequillo dorado, tomase un inusual brillo que no pasaba desapercibido para el resto del público asistente. Y uno de aquellos visitantes, quizá incluso el primero en fijarse realmente en la mirada feliz de la camarera, y que había subido a la par que ésta la amplia escalera del cabaret, era precisamente uno de los pintores más emblemáticos e importantes del momento: Edouard Manet. No en vano el Folies Bergère era, al fin y al cabo, el lugar preferido del “dandy Manet”, llamado así por sus más íntimos amigos y conocidos.

Siendo el día de la inauguración del Folies Bergère, Edouard Manet no quería desaprovechar la ocasión de situarse justo en mitad del paseo circular, y realizar así uno más de los innumerables bosquejos que ya poseía sobre el local. Pero esta vez intuía que era diferente, tal vez por las buenas sensaciones que le provocaba la reapertura de su más preciado establecimiento para combatir el ocio. ¿Tendría algo que ver aquella muchachita risueña de dorados cabellos, con la que se había cruzado hacía tan solo unos instantes? ¿Acabaría pintando el cuadro definitivo en su estudio, como tenía pensado?

Como era de costumbre, su amigo y escritor Guy de Maupassant ya se hallaba ocupando su lugar favorito en el paseo circular. Un afectuoso saludo salió de su garganta, mientras terminaba por colocarse a pocos metros de distancia del célebre autor de tantas y tantas novelas de éxito, y en la que el famoso “Music Hall” formaba parte a menudo de la historia. Pero ahora parecía llegado el momento de que no fuese sino él, Edouard Manet, el encargado de inmortalizar el Folies Bergère en un glorioso camino hacia la eternidad, captando toda su esencia y el auténtico glamour que desprendía por sus cuatro costados. Todo era cuestión de lograr transmitir en el lienzo lo que durante tantos años había observado y disfrutado. Si a las generaciones venideras, era capaz de hacerles sentir y volar la imaginación, hasta el punto de que realmente creyesen hallarse dentro del cuadro, como si de una puerta del tiempo se tratase, habría cumplido con su cometido. Él no llegaría a saberlo jamás, cierto es, pero aquello no sería un impedimento ni muchísimo menos. Quien sabe si, por ejemplo, más de doscientos años después alguien no recreaba la magia que envolvía al Folies Bergère, e incluso aquel mismo instante en que esos pensamientos afloraban en su persona, gracias a sus propios esbozos.

Un último vistazo al balcón del auditorio, allí donde siempre solía tener reservado asiento lo más granado de la sociedad parisina, hizo que la pequeña vuelta de reconocimiento finalizase para Suzon. Después de lanzar por quincuagésima vez un nuevo suspiro, la joven camarera pasó a colocarse el uniforme de rigor, una levita negra de terciopelo con encajes sobre una falda gris, en uno de los pequeños cuartos destinados a tal efecto (más bien pobres y escuetos en comparación con la magnitud del local, pero que a nadie de los empleados parecía importar en absoluto), hasta que estuvo lista para atender uno de los bares que le había sido asignado aquella misma mañana. Ciertamente, Suzon se sentía a gusto con aquel uniforme, sobre todo después de observarse frente al espejo. ¿Esta soy yo? -decía en voz alta sorprendida consigo misma, pensando que nadie podría oírla.
-Pues claro que eres tú -dijo una de las otras dos camareras, que en aquel instante hacía aparición en el cuarto destinado como vestuario.
-¡Oh, perdóname! -respondió Suzon a la otra muchacha-. Creí que no había nadie aquí. Pensarás que estoy un poco loca, hablando sola.
-Se nota que es tu primer día -dijo la que sería su nueva compañera-. Este es mi segundo año aquí. Me llamo Colette, ¿y tú?
-Suzon, y como ya sabes, soy nueva aquí. Estoy tan nerviosa, que no he podido evitar hablar en voz alta. Este uniforme de camarera es precioso, ¿verdad?
-Mujer, estaríamos mejor vestidas de otra forma, pero supongo que sí, que no está nada mal. ¿Me dejas que te arregle el corpiño? Lo tienes mal ajustado -dijo, mientras le colocaba, después de retocarle un poco el uniforme, un curioso ramito sobre su escote.
-Bueno… tú pareces entender más que yo, y obviamente estás más puesta. El ramito es muy bonito. Gracias, Colette.
-No tienes que agradecerme nada. Solo espero que seamos buenas amigas. Espera, te prestaré también un pequeño brazalete y unos pendientes que harán bonito juego con la gargantilla que llevas puesta. Así no habrá hombre que se te resista…
-Pero yo… no quiero impresionar a ningún hombre. Solo quiero limitarme a mi trabajo, y…
Colette la miró con extrañeza, y tras ponerla de nuevo frente al espejo, después de haberse colocado los pendientes y el brazalete su compañera, le dijo:
-Suzon, ¿tú sabes realmente donde estás?
-Sí… es decir, creo que sí…



© Francisco Arsis Caerols
 

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