86- La niña que anhela las mil caras. Por El Pasicos

La niña que anhela las mil caras

 

“Pero, al final de todos los caminos aguarda el que Tiene Muchos Rostros. También a ti te aguardará algún día, no temas. No hace falta que corras a sus brazos”.
(G. R. Martin, El festín de los cuervos, Canción de fuego y hielo IV)

 

El sumo sacerdote pregunta una y otra vez quién es la niña,

y, sin embargo, la niña falla al responder, le cuesta entender,

y más tarde, la niña no puede responder, o no sabe, o no quiere

aprende del error y encuentra la virtud del silencio a su pesar.

En ocasiones, cuando responde con la certeza del silencio

recibe un cañazo en el lomo, o un golpe en el alma,

o un pescozón en los recuerdos de la anhelada patria perdida,

y no sabe qué es lo más duele de entre todas las cosas

de la infancia perdida en vuelo de cuervos y aullido de lobo.

 

Con el paso de los días ha aprendido a no responder,

o a pensar que no responde mientras las palabras se le caen,

y se le resbalan, aunque el resultado siempre es el mismo:

un sollozo desconsolado que se extiende desde las pestañas

hasta el vientre pasando por el corazón, por las manos,

por los pies helados, por las uñas del dedo corazón marchito

que a veces late sin querer, en medio de la incógnita,

del naufragio del día a día del menesteroso pordiosero.

 

Con el paso de los días comienza a no saber quién es,

y ya comienza a dudar si es hija del reino del norte,

de más allá del muro, o del reino de los hechizados

de la muerte, de esos privilegiados vivos sin alma

que deambulan por los mares de poniente en busca de un destino

que un día negaron, borraron o anhelaron en otros tiempos,

hace ya tanto tiempo que nadie los recuerda en otras ciudades,

y han perdido sus hogares, sus familias y su lenguaje

en otros reinos, en desiertos o en desfiladeros helados,

pero la niña ya no sabe nada y empieza a confundirse consigo misma

y ahí, sin que lo sepa, está comenzando su victoria en el reino de los vivos.

 

El sumo sacerdote pregunta una y otra vez, y la niña,

como las buenas princesas de los cuentos en donde el olvido

es la herramienta mágica, el desencadenante del futuro,

se aferra a la bendición de la esperanza y a los latidos

de un corazón que pide venganza, que pide sangre,

pero que pide, sobre todas las otras cosas y antes que nada,

una alcoba donde descansar, un fuego con el que calentarse,

y la caricia de un padre bondadoso de espada y cordura

que sin duda le guarda los restos de una infancia arrebatada.

 

La cordura se le agota a la niña, las palabras se le borran, poco a poco,

las respuestas se pierden y comienza, así, a vencer en la difícil empresa,

en un lugar que no es el suyo pero que le pertenece de pleno derecho,

una vez adquiridas las ventajas que da el no ser yo, ni tú,

el no ser uno mismo y serlo todo en reflejo de espejo vacío,

y ser tú, y ser yo, y ser él, y nosotros y todas las personas a la vez

en distintos tiempos y lugares y en distintos idiomas y lenguajes.

Y así, sin pretenderlo siquiera llega la libertad anhelada,

la liberación definitiva de ser, finalmente, una respuesta vacía y llena,

la libertad total de ser, finalmente, la niña de las mil caras.

 

 

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