¿Bocata de ladrillos, sopa de cemento, potaje de euros? Por Catalina Ortega

tomate ¿Bocata de ladrillos, sopa de cemento, potaje de euros?

Decía que la Tierra es como una mujer, a la que hay que amar, cortejar, acariciar, mimarla, y ya, cuando está dulce, tierna y entregada…, hincar la simiente de un golpe y regarla a manta. Así me hablaba mi abuelo, huertano rancio de 86 años, mientras miraba su Huerta: una autentica obra de arte, más que de agricultura. Los caballones de tierra, como un ejército de interminables filas perfectamente alineadas de hembras preñadas a punto de romper en vida, se extendían mimados por sus rugosas manos, hasta donde alcanzaba la vista. Un mal día se me ocurrió plantar un jazmín en la esquina de la tahúlla. Nunca lo hiciera. Mi abuelo montó en cólera:

–¿Qué es esto? –gritó con su bronca voz, llevando en la mano el jazmín arrancado de cuajo que se desangraba en savia mezclada con restos de turba. Parecía, mi jazmín, un ahorcado con la garra del abuelo aferrada al tronchado tronco y las frágiles ramas dobladas agonizantes. En la otra mano, como siempre, el inseparable gayao con que el abuelo amenazaba soltarme un garrotazo de no ser porque durante toda mi vida me había entrenado en la habilidad de torearle: un rodeo con el bastón en alto, él, una verónica, yo; un ataque inminente de su garrota, él, una manoletina, yo; una embestida de pecho, él, una carrera a gatas por debajo del estoque, yo; un pase por bajo, él, un salto la rana, yo. Era como un baile, nunca acertó un golpe, no sólo a causa de mi agilidad, sino por su oculta voluntad de ni rozarme tan siquiera.

–Abuelo, es un jazmín, una planta que huele muy bien… –mi respuesta balbuceante e inacabada le enfureció aún más.

–Huele muy bien, huele muy bien, huele muy biennn… –repitió remedando mi voz con tono afeminado–. Pero ¿se come?

–Nooo –balbuceé.

–Entonces no es más que un hierbajo ladrón que roba agua y abono a mi tierra, la que nos da de comer, ¡Desgraciaooo…! –siguió bramando y blandiendo el gayao a mi alrededor, él, toreándolo, yo.

Mi abuelo heredó montañas de hectáreas de tierra de secano, sobre las que escupía con desprecio, reprochándole su esterilidad, aunque le habían ofrecido millones de euros debido a la fiebre urbanizadora de la zona, profeta del desierto que se acerca. El dinero para nada parecía servirle a él. Seguía trabajando, de sol a sol, en su Huerta ya cercada de grúas y hormigoneras. A bastonazos echaba, de la vieja casa, a todo aquel que le proponía comprar su amada Huerta. A lo lejos, la figura oscura del abuelo, firmemente anclada en tierra, los brazos alzados al cielo, parecía un árbol agitado por una tormenta.

–¡Malditos idiotas! ¿Qué vais a comer el día de mañana? ¿Bocatas de ladrillos, sopa de cemento, potaje de euros? ¡Fuera, fuera de aquí, pandilla de descerebraos…! ¡La Güerta se muere y tié sesinos!

A pesar de su carácter huraño, detrás de aquella máscara se escondía un corazón herido capaz de amar mucho. Conmigo no le valían disimulos. Cada noche me acercaba a la vieja cama de morera donde engendró a sus hijos. Colgada de un barrote, a la altura de la almohada lucía, ya amarilla y difuminada, la imagen de mi abuela muerta cincuenta años atrás. La última mirada, antes de quedar dormido, era para aquella mujer de ojos claros, mofletes redondos y sonrisa luminosa que me evocaba la coplilla popular Cómo vienes del monte vienes airosa; vienes coloradita como una rosa-a-aa…

Cuando le creía dormido –la garrota bien lejos, me acercaba de puntillas a besarle la frente. A veces se revolvía gruñendo, pero siempre terminaba abrazándome con fuerza y dándome besos, muchos, muchos silenciosos besos.

–¡Ay, mi zagal, mi zagalón, mi zagaliquio! –repetía con emoción. Yo, su zagal, ya pinto canas.

Anoche besé la helada frente, cerré sus ojos azules –mi herencia– y coloqué la fotografía de la Abuela sobre su corazón ya quieto. La mirada se me ha vuelto de un azul intenso, oscuro, profundo. El espejo me grita que esos ojos son del Abuelo, como si el alma de mi viejo hubiese transmigrado hasta la mía. Respiro hondo. Tomo el garrote abandonado, ya sin dueño, y salgo con el pecho henchido a besar la tierra que ha parido, de la noche a la mañana, unos brotes verdes que nunca cubrirán ladrillos ni cemento: lo juro. Desde hoy, yo seré, si es preciso, «El Último Huertano».

 

Catalina Ortega

Catalina Ortega Diaz

Fracasadora de gran Éxito

Un comentario:

  1. Relatos Murcianos

    Lloran las nubes
    lágrimas secas;
    agoniza la Huerta

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