«Boyhood. Momentos de una vida» (o la vida es un momento). Por Elena Marqués

Ayer fui al cine. «Tocaba» ver Boyhood. La crítica, con voz unánime, la señalaba como la película del año. Algo excepcional. Aunque contar la vida de alguien durante doce años no es nada nuevo. Lo atrayente es que el director haya tardado justo ese tiempo en hacerla (12 años, 39 días de rodaje) y que para ello haya utilizado a los mismos actores para los mismos personajes, de manera que las transiciones entre un momento y otro de sus existencias a veces se nos hacen difíciles de apreciar. Quizás por eso accedí a ir, por considerarlo un reto narrativo, por ver cómo había salido el director de aquel atolladero.

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Y, aun así, debo confesar que no me apetecía. Ciento sesenta y seis minutos ante la pantalla a la espera de que simplemente pase el tiempo es mucho para mí. Porque hasta la traducción del título al español me auguraba una de esas películas experimentales en las que nos enfrentamos a una vida normal y corriente, una especie de documental con los menudos atolladeros que supone atravesar esa etapa difícil de la infancia y la adolescencia.

En efecto, el argumento es bien simple. Unos padres demasiado jóvenes y separados es el medio donde se inicia la historia de Mason. La madre «intenta» ser responsable y el padre aún no acaba de madurar. Los fines de semana que los niños pasan con él se desarrollan según lo esperado: diversión, conversaciones sobre cómo va el colegio, acampadas, juegos en la bolera… y luego bronca porque ni siquiera ha habido tiempo para hacer los deberes.

La tensión empieza a aumentar cuando la madre se casa por segunda vez con un profesor de la facultad donde ella recibe clases. Todo parece idílico y se forma una nueva familia. Demasiado bonito para ser cierto. Hasta que se rompe y todo vuelve a empezar.

En ese ambiente cambiante vemos crecer a Mason, casi de la misma manera que hemos asistido al desarrollo de nuestros hijos, desde la lectura de Harry Potter en la cama hasta su interés por el arte y la fotografía, esa etapa rebelde en la que se somete a ciertos peligros no tanto por las compañías que va encontrando como por las dificultades propias de la edad. Mason no sabe adónde se dirige, ni tampoco adónde quiere dirigirse. Se queda a dormir con unos amigos (en esa escena creemos que vamos a asistir a un desastre), experimenta con la bebida, fuma, llega tarde a casa, se enamora de una muchacha cuando está acabando el instituto, con la que tiene muchas cosas en común hasta que deja de tenerlas… ¿No es acaso un trozo de nuestra vida el que se desarrolla en la pantalla, con todo su dolor, sus encrucijadas y sus decepciones?

También los adultos van cambiando. Como nosotros ahora. El padre de Mason madura hasta parecerse a quien su exmujer hubiera querido que fuera. Ahora ha construido una nueva familia y adopta una forma «seria» de vestir y de vivir. Sus veleidades musicales (¿quién no las ha tenido?) quedan relegadas para realizar «un trabajo de verdad» con que mantenerse.

Y todo eso lo consigue Richard Linklater, aparte de ayudado por la magnífica interpretación de su elenco de actores, por la acertada selección de los momentos. El director ha sabido escoger las pinceladas para los retratos, los puntos de inflexión y los diálogos, que reflejan a la perfección cómo es cada personaje y su relación entre ellos, y el espectador, con esos escasos datos, puede reconstruir sin problemas lo no narrado. El resultado no es que consiga contarnos una vida, sino varias, incluyendo la nuestra, jalonadas por una banda sonora que también recorre lo más significativo de esos doce años que retrata.

No puedo pasar por alto una frase absolutamente desgarradora y contundente.

Al final de la película, la madre de Mason decide vivir en un pequeño apartamento. Su hija ya lleva dos años en la Universidad y ahora es el pequeño quien se marcha. De repente rompe a llorar. Ve que su función ha terminado, que poco más o menos solo le queda morirse. «Yo pensaba que había algo más», concluye refiriéndose a la vida. Y esas palabras se clavan en el espectador con el agudo acero de la verdad.

Creo que todos lo pensamos, que la vida ha de ser mucho más que lo que nos toca, esos cientos de minutos en los que parece que no va pasando nada. El colegio, el instituto, la universidad, solo son fases que se suceden en las que los cambios se producen imperceptiblemente, deseando siempre superarlas para llegar a una etapa nueva, hasta que nos damos cuenta de que el tiempo ha pasado, la vida ha pasado, vida y tiempo son una misma cosa, y ya solo nos queda esperar a la última fase, que es la muerte.

¿Con qué me quedo? ¿Con Patricia Arquette llorosa pronunciando esas palabras o con Mason y sus nuevos amigos refrescando la idea del carpe diem ante un paisaje que parece demasiado magnífico para desaparecer? Me apuñaló la primera, pero prefiero anclarme en lo segundo.

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Aprovechemos, pues, cada momento. Quizás ver esta película nos ayude un poco. Al menos a pensárnoslo.

Elena Marqués

Jurado permanente del X Certamen de Narrativa Breve

2 comentarios:

  1. Bien. Por lo que cuentas, seguro que no es el tipo de película que prefiero ver, lo que hace doblemente magnífico este comentario tuyo. Que me la cuenten y que quien lo haga sea Elena Marqués. Y estupendo que te quedes con lo que te quedas.

    Un abrazo.

  2. Bueno, mi marido me ha reñido; según él, por hacer spoiler. No creo que la película tenga argumento, o más bien el argumento es nuestra propia vida y la sensación, a veces tan dañina, del paso del tiempo.
    Me quedo con lo que me quedo (quiero creer eso) y en breve nos contaremos otras cosas.
    Muchos besos

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