«Córdoba de los omeyas». Por Rubén Castillo

Cordoba de los omeyas

 

Después de casi cuatro décadas leyendo como un cosaco, después de haber escuchado con los ojos a centenares de autores, después de haber recorrido géneros, épocas y estilos, después de unos tres mil libros devorados en días y en noches impregnados de café, se me impone una certeza que cada día es más sólida y más indiscutible, como la piedra oscura de la Kaaba: Antonio Muñoz Molina es Dios.

Lo que en él me cautiva desde el punto de vista literario es la rigurosa belleza exacta con la que enuncia o describe. Jamás se le detecta una frase anodina o carente de brillo, tanto si se leen sus artículos como sus libros. No renuncia al primor en ninguno de sus párrafos. Sus líneas nunca bostezan. Así, hablando del típico turista, nos dice el escritor de Úbeda que «ha sido absuelto de la disciplina de mirar, sustituida por el gesto reflejo de un dedo índice que dispara una cámara fotográfica». Detengámonos, porque merece la pena. La expresión es, como siempre en Antonio Muñoz Molina, memorable: «absuelto de la disciplina de mirar». Es imposible decirlo con más belleza y más exactitud. Igual que cuando habla de la «lentitud mitológica» del Guadalquivir; cuando se refiere a «la selva aritmética de las columnas» en la mezquita; o cuando nos pregona que la mera presencia de los invasores musulmanes del año 711 «gangrenaba de miedo a los guardianes».

En este libro están contenidos (y descritos con una prosa musical y elegante) los pormenores del refinamiento y de la barbarie, de la escritura y de la política, de las venganzas familiares y de la piedad, de los adelantos tecnológicos y de los ritos ancestrales, del esplendor y de la decadencia. Jardines, bibliotecas, cuellos cortados, desiertos, fuentes de mercurio, eunucos y autómatas van aflorando por las páginas de este volumen hermoso y diferente, que culmina con un retrato casi apocalíptico de la devastación que sufrió la ciudad en manos de los invasores bereberes: palacios calcinados, infinitos habitantes degollados por las calles, una terrible epidemia de peste que diezmó la población, el Guadalquivir desbordado… Y la fascinante y oscura historia de Hisham, último califa, que no se sabe si murió víctima de Suleyman, si sobrevivió como mendigo o aguador, si peregrinó a La Meca o si, por misteriosos senderos del Destino, murió en Jerusalén o en Calatrava.

Leer Córdoba de los omeyas es leer historia, pero también olerla, escucharla, palparla, oírla, porque Antonio Muñoz Molina edifica en sus hojas un homenaje delicioso a la sensualidad, a la memoria y al retrato de un mundo perdido.

Rubén Castillo

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