II. LA TRAVESÍA DEL COMANDATE BYRD. Por Francisco Arsis Caerols

II. LA TRAVESÍA DEL COMANDATE BYRD
Julio. 1927

El brillante salón del Círculo de Bellas Artes apareció ante mi vista repleto de auténticas obras de arte. Jarros con decoración de Yedra, fuentes de tipo renacentista moderno, bandejas orladas con magistral simetría, servicios de mesa en plata cincelada… A decir verdad, yo apenas entendía sobre este maravilloso arte de la orfebrería, pero gracias a mi querido amigo Vincent, que iba poniéndome al día, terminé pareciendo todo un experto. No en vano, una de mis mayores virtudes era la capacidad que tenía para recordar todo aquello que se me explicase o contase por vez primera.

En el momento en que mi ansiada “flor de nácar” irrumpió en la exposición, casi me consideraba ya un perfecto enterado del asunto, por lo que sorprenderla se me antojaba algo bastante sencillo. Un comentario sobre la orfebrería realista por aquí, otro sobre la importancia del arte industrial de la platería en nuestro país por allá, y a buen seguro que la dejaba impresionada.

Si el día en que Vincent me presentó a la señorita Alexia Carvajal, quedé deslumbrado por su belleza, el día de la exposición casi me arrancó el corazón de cuajo. En esta ocasión lucía un espectacular vestido de muselina de seda rosa, bordado con hilillos de plata y esferitas de cristal, que realzaba su esbelto talle, haciendo perder el aliento a cuantos encontraba a su paso.

Era cuestión de provocar un encuentro con ella, si bien estaba seguro de que, en cuanto me viese, no dudaría un instante en acercarse hasta donde yo me hallaba. Vincent, poco después de darme su pequeña lección de orfebrería, acabó perdiéndose entre la maraña de público que se agolpaba en el interior del recinto, especialmente a la altura de los diferentes estantes que resguardaban aquellas pequeñas obras de arte. Que Alexia Carvajal acabara reparando en mí no resultó nada difícil, pues disimuladamente procuraba colocarme en su entorno inmediato, aunque eso sí, intentando no ser engullido por la marabunta de inopinados visitantes. Y digo inopinados porque, a tenor de los comentarios vertidos por parte de los organizadores, ninguno de ellos hubiese imaginado una presencia de público tan grande.
-¿Señor De Vidal? ¿Es usted? ¡Menuda sorpresa! -dijo, mientras cogía mi brazo haciendo que me diese la vuelta, situándome frente a ella.
Colocarme de perfil era una de las mejores estrategias que solía usar en estos casos, pues con ello podía aparentar de forma limpia no haber visto a la persona que reclamaba mi atención.
_¡Ah! ¡Señorita Carvajal, es un inmenso placer contemplarla de nuevo! _ dije, mostrándome gratamente sorprendido-. No me había dado cuenta de que estaba usted en la exposición, y fíjese que me encontraba casi a su lado. Lo raro es que no haya tropezado con usted, porque mire que soy un poco patán.
-¡Oh, no se preocupe! Es normal que no me hubiese visto, con tanto visitante como se encuentra hoy en la exposición. Y no diga que es algo patán, que no me lo creo -alegó, sonriente.
-¿Le parece poco, no haber reparado en la presencia de una mujer tan bonita como usted? _dije, mirándola directamente a los ojos_. Pero si va lanzando destellos por donde camina, no lo niegue.
-¿Yo? Pero que adulador es usted, señor De Vidal. No sé cómo tomarme las cosas que me dice.
-No tiene que tomárselas de ningún modo, señorita Carvajal. Pero créame, soy sincero cuando le digo lo que pienso sobre su inusitada belleza. Además, a buen seguro que está acostumbrada a escuchar estas mismas palabras en boca de otros.
-Pues… no, sinceramente no. Quiero decir, no como usted las dice…
Era inútil sustraerse a su encanto, por más que yo no dejaba, no obstante, de utilizar todas mis armas para conquistarla. Casi diría que, más que ella hacia mí, era yo el que me sentía rendido a sus pies. Y no era habitual que sucediese así en todas las mujeres que habían pasado por mi vida, por no decir que era la primera vez que tenía esa extraña sensación. ¿Serían sus ojos verdes? ¿Los dorados rizos de su cabello? ¿Sus labios rojos de puro carmín? ¿Su carita de ángel? ¿O era su patente y exótica personalidad?
-Señor De Vidal -continuó hablándome -¿le gustaría acudir a una cena que organizo en mi casa mañana por la noche? Le anticipo que acudirán personalidades muy importantes dentro de la alta sociedad madrileña. Algunos de ellos se hallan hoy presentes en esta exposición. ¿Desea que se los presente?
-Quizá mejor mañana, cuando acuda a esa cena, pues le prometo que haré acto de presencia -le respondí, temiendo perder el hechizo que parecía envolver nuestra conversación.
-Entonces, será un placer contar con usted, señor De Vidal. Le aseguro que como anfitriona procuro siempre dar la talla.
-No me cabe la menor duda, señorita Carvajal -indiqué, con una de mis afables sonrisas.
-Me gusta como sonríe, señor De Vidal, debo reconocerlo. Seguro que la mayoría de las mujeres caen rendidas a sus pies, con su forma de expresarse y esa tierna sonrisa que dibuja en su cara.
-No es esa mi intención, créame. Mi comportamiento es natural, forma parte de mí. Quiero decir que no soy un “Don Juan” al uso, aunque pueda parecerlo.
-Me alegro de que así sea, aunque de todas formas le prevengo que soy una mujer prometida en matrimonio, y perdería el tiempo conmigo.
-¡Oh! No sabía… pero ya le dije que podía estar tranquila -acabé diciendo, sorprendido ante la inesperada noticia.
-Jacques es uno de los compañeros y asistentes del comandante Byrd, que en estos momentos prepara su tan anunciada travesía del Atlántico a bordo del avión “América“, desde la ciudad Nueva York hasta el bello París. No podremos casarnos hasta después de terminada la hazaña, que todos esperamos culminen el comandante y sus acompañantes con éxito. Hace ya cuatro meses que Jacques y yo no nos vemos, justo desde que me pidió la mano el día que yo regresaba a España a bordo de un trasatlántico.
-¿Vivía usted en Nueva York, señorita Carvajal?
-No, no precisamente. Mi madre, que pertenecía a la aristocracia americana, poseía varios negocios, y al fallecer víctima de una grave enfermedad, viajé hasta allí para hacerme cargo de la herencia. Su padre, mi abuelo, era un magnate de los ferrocarriles, emparentado con cierta rama de los Vanderbilt. Durante un tiempo, sobre todo después de conocer a Jacques, que por entonces ya trabajaba con el comandante Byrd, estuve tentada de residir en Nueva York de forma indefinida, pero para una mujer con sangre española en las venas, como yo, era poco menos que algo imposible. Así que vendí todo al mejor postor y convencí a Jacques de que, si deseaba realmente casarse conmigo, debía ser en España, y por supuesto, fijar nuestra residencia en Madrid.
-No hay duda de que supo elegir bien, señorita Carvajal. Yo habría hecho lo mismo, por supuesto. En fin, espero que al menos, pueda contar entre los invitados a la boda. Sería un honor para mí.
-También lo será para mí, señor De Vidal. Y, por descontado, cuento a la vez con Vincent.
-Se lo comunicaré de su parte dije, besando su mano a modo de despedida. Hasta mañana por la noche, entonces, señorita Carv…
-Puede llamarme Alexia, si lo desea me interrumpió. Creo… que empezamos a ser buenos amigos, ¿no le parece?
-Como guste, Alexia. Aunque espero que usted también se dirija a mí como Manuel… Sería lo justo para afianzar esta incipiente amistad, ¿me equivoco?
-No, claro que no, Manuel -respondió finalmente Alexia, antes de perderse entre la neblina de gente asistente a la exposición.
Un extraño sentimiento invadió mi cerebro durante unos instantes, lo justo para que el propio Vincent me hallase embobado, por completo fuera de lugar en aquel Salón repleto de cachivaches de plata y demás objetos extraños, pues esa era la opinión que tenía, a fin de cuentas, sobre dichos artilugios. El fondo de todo era que Alexia Carvajal estaba prometida en matrimonio, y un servidor acababa de enamorarse de la mujer imposible. Yo, que siempre había creído que ninguna mujer me haría perder jamás mi equilibrio emocional…
-Manuel, ¿qué te pasa, amigo? ¡Despierta de una vez, hombre! ¿Nos vamos ya? Deseo regresar a casa.
-Vincent…
-¿Qué pasa ahora? -me preguntó chasqueando la lengua y subiendo los ojos hasta las cejas, mostrando infinita paciencia.
-Tenemos que hablar…


© Francisco Arsis Caerols

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