La Venganza. Por JULIO FERNÁNDEZ PELÁEZ


<br /Los años comenzaban con la llegada de la cigüeña y terminaban con la marcha fúnebre de las langostas en desbandada. Cuando mi padre, en un arrebato de necesidad, cortó el árbol donde anidada la cigüeña, ella pasó de largo esa primavera, y los años tomaron por costumbre, a partir de entonces, no acabar.
Vivíamos en una casa en un altozano, en medio de la nada de un paisaje yermo y polvoriento. Mi padre había construido la casa al lado de un arroyo que sólo llevaba agua cuando llovía, acontecimiento inverosímil que rara vez se daba el capricho de ser. La casa había sido hecha con pedazos de otras muchas casas, era cuadrada y con el tejado de chapa. Allí era donde vivíamos desde que yo recuerde. Mi mundo resultaba tan reducido en aquel inmenso mundo de mesetas de escombros, montañas artificiales en continuo avance y derrumbe que nunca creí que pudiera viajar, salir de viaje, escapar como escapan los viajeros de su desolación.
La cigüeña, lo recuerdo muy bien, lucía un pico de hojalata. Mi padre, de oficio sastre, había enfundado de metal el pico del animal, después de que la cigüeña se lo hubiera abrasado de tanto escarbar en los rescoldos de los humeantes vertederos. Mi padre era un habilidoso hilandero de metal, recogía los restos de los cables de cobre, la ferralla que otros desechaban, las bovinas rotas y los restos de aparatos eléctricos, y con todo ello fabricaba hilarantes trajes.
Molía primero el metal, luego lo fundía con la leña que encontraba y a continuación hilachaba. Los domingos tejía la amalgana mediante una aguja de zurzir latones. Los trajes recién hechos los colgaba a la entrada de la casa, para que se lucieran, llamando así la atención de los transportistas de deshechos y basura sólida que de vez en cuando paraban cerca de nuestra casa para conversar con mi padre, y de paso intercambiar viandas por trajes.
Como él viera que la cigüeña no volvía y los años no terminaban, entró la tristeza en casa y se apoderó de mi padre. Él no paraba de recordar a la que fue su mujer y que murió momentos antes de darme la luz. Con la extraña y húmeda melancolía que padre enfermó, las cuatro paredes de la casa comenzaron a desquiciarse, caló la nostalgia en los falsos cimientos, la chapa del tejado se reblandeció con el sol, la bañera donde se preparaban las coladas de metal abrió, la rueca de motocarro oxidó sus rodamientos, los cristales se partían en añicos, la casa por entero perdió su entereza.
Para ahogar la angustia de una vivienda que no se dejaba reconstruir, mi padre comenzó a beber y me aficionó también a mí en la bebida.
Pasaba yo los días sumida en la embriaguez del aguardiante, no comía apenas, sólo aquellos frutos silvestres que las lindes de los caminos me ofrecían, moras de espino, hierbas crudas y raíces de plantas sin nombre ni toxicidad conocida. Fueron tiempos de espera, alucinada sinrazón, encrucijada.
Un día entre tantos otros, murió mi padre. Murió tranquilo, sobre la cama de lana blanca, sumergido en la placidez del olvido de sí mismo, de su propio ser. Feneció al amanecer, después de una noche en la que perdió el habla y derramó lluvia por los ojos hasta vaciar toda su pena. Su cuerpo quedó recubierto por la escarcha de sus lágrimas, néctar de vida, frío de alma deshabitada.
Murió sin apenas haberme enseñado nada que pueda ser considerado importante y sin haberme permitido nunca una salida al exterior, más allá del mundo por él conocido.
No había acabado de expirar y acudieron las abejas que habían fabricado su secreta colmena en el baúl de los enseres inservibles. Las abejas no se sabía cómo habían logrado sobrevivir en aquella tierra sin flores. Las abejas llenaron la habitación donde yacía mi padre para cubrir de cera y miel sus ropas y su piel. Ellas tardaron varios días en embalsamar el cuerpo. Pude ver cómo su rostro se perdía entre la máscara antiséptica que las abejas preparaban, cómo su camisa, sus viejos pantalones, sus zapatos de madera y hasta las sábanas de la cama en la que estaba tendido, tomaban poco a poco el color del cobre. Cuando el olor a polen llegó a impregnar todo el aire de la casa, las abejas simplemente se marcharon. Siguiendo su consejo, yo también huí.
Ese mismo día regresó la cigüeña con su pico de hojalata recién afilado y sacado brillo. Yo la maldecí, porque mi padre le había salvado la vida fabricando un pico de metal para ella y ella se había vengado de mi padre por derribar el árbol donde anidaba, en cierta ocasión, quizá, que no había más leña que la del árbol para fundir el metal. Le dije todo esto mientras caminaba, se lo repetí una y otra vez hasta que el orgullo hizo que ella desenfundara su pico y lo lanzara al suelo con excelsa vanidad.
No podrás comer y morirás de hambre, le dije entonces, mientras traspasaba el mundo hasta entonces visto, llena de venganza, preparada para la lucha cruel y desconocida que se avecinaba, más allá de los escombros, las basuras, los deshechos y años sin fin.


JULIO FERNÁNDEZ PELÁEZ

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