Un día cualquiera. por Marita


Amanece y ella despierta ahí, en medio de la tierra, con sus canes, fieles compañeros. El frío no la incomoda, tampoco las miradas. De cerca, nadie se atreve a mirar. El quiltro chico le acerca la bolsa en que está el pan, ella la abre y primero los alimenta a ellos, luego rompe un pedazo de marraqueta y lo mastica con las encías y la muela que le queda.
Ahí mismo, en medio de la tierra, se cambia la ropa. El hedor inunda el lugar.
Coge sus pertenencias y parte rumbo a la playa. Allá se recuesta en la arena y de vez en cuando juega con los perros. En la mañana el agua está helada, pero ellos gozan con las olitas. Ella los mira y se sonríe, se ríe. Es increíblemente feliz con ellos, su familia canina.
Debe tener cerca de cuarenta o cincuenta años. Tiene arrugas de cincuenta pero cuerpo de cuarenta. La calle será…
Mira al cielo y pensará que se acerca la hora de almuerzo, empieza a mendigar.
Camina hasta el centro y en tra a un sucucho, lleno de borrachos y putas amargadas, las mira con pena y sonríe triste, moviendo la cabeza a los lados.
Parece tanto más vieja de repente y tan joven otros momentos.
El pelo revuelto, bien corto al menos.
Las putas se alejan y los curados la molestan. Ella ignora. Pide una cazuela y saca un montón de monedas para pagar. Las deja sobe el mesón y sorbe la sopa con ganas. Sale rápidamente y le da a los quiltritos la carne y la papa.
Los raquíticos le agradecen meneando la cola y saltando por más. No hay más.
Con otro montón de monedas compra un cigarro suelto y lo enciende con habilidad de fumadora, años fumando.
Se devuelve a su «casa». En este tiempo refresca temprano.
Se instala en la tierra, saca un libro y lo empieza a marcar. Millones de anotaciones, donde ya no caben más.
Un par de niños muy chicos se acerca a los juegos que son su pared, ella refunfuña y los niños se van.
Se tiende a dormir la siesta, los compañeros al lado, pegadit os al cuerpo de la mujer.
Dos, tres horas. Despierta acalambrada y con un estirón queda nueva. Trota alrededor del pasto media hora y parte de nuevo. Esta vez con rumbo a los colegios. Pide monedas y si le dan pan, se enoja, pero lo acepta. Con las monedas compra licor.
Se sienta en la vereda, frente al colegio y mira a los niños. Por sus sucias mejillas caen sin parar negras lágrimas que seca con su manga, con el vestido, con lo que sea. Nadie la ve. A nadie le importa.
Los perros felices, los niños les dan cualquier cosa para comer y ellos saltan de alegría.
Ya en la plaza de vuelta, saca un cuaderno esta vez y cuenta infinidades, bebe sin parar hasta quedarse dormida ahí, en medio de la tierra, para dormir eternamente, ahí, en medio de la tierra.
Nadie la verá, como nunca nadie la vio y los quiltros la acompañarán hasta darse cuenta.


Marita
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