UNA COSA ANODINA. Por Luis Tamargo.


«Un cuento nunca mengua al ser contado».
(Proverbio escocés).

Me pareció vislumbrarlo en una de esas veces en que me volví, mientras esperaba. Sí, me estaba mirando… Allí enfrente, erguida, con aquel porte tan distinguido, resultaba elegante, casi atractiva. Me miraba ahora, atrevida y desafiante, envalentonada, como si su silencio quisiera provocarme… ¿A que no te atreves?
–¡Díos mío! –pensé–, voy a volverme loco. Justo lo que me hacía falta ahora, otro lío…
Pero ella insistía, y por encima del hombro echaba miradas de reojo que me iban consiguiendo poner más y más inquieto. Cuando cambió al gesto de indiferencia, me fijé en ella con detenimiento: era fina, de perfil recto y sobrio, estaba maciza…
–¡Díos mío, otra vez! –me asusté al descubrirme pensando en ella, justo cuando volvía a girarse hacia mí, esta vez, de frente.
De la sala contigua, por fin, salieron dos hombres trajeados. Uno era el Gerente, que apenas diez minutos antes me había entrevistado, el otro, un director de Recursos Humanos, según me explicó. Era la primera vez que nos presentaban, pero enseguida supe por el ademán que no habría otra. Sin embargo fue el Gerente larguirucho quien habló…
–Después de deliberar sobre su expediente, señor, hemos optado por prescindir de sus servicios…
Seguí escuchando su discurso preelaborado en tono reiterativo y neutro, como el noticiero de las siete de la mañana, pero lo cierto es que ya no atendía sus palabras, casi que adivinaba lo que iba a escuchar. Tan sólo me fijé en ella, fría, ausente, con aquella postura distante, que no dejaba lugar sino a la más anodina indiferencia.
El Gerente continuó, tedioso, su breve monólogo, y me incorporé maquinalmente, mientras sonaban sus últimas palabras…
–Ahí tiene la puerta…
Entonces la atravesé, contagiado de aquel descaro con que antes ella me enfrentó y, al pasar a su lado, la miré a sus ojos inertes, de madera vieja. De cerca no parecía tan imponente, pero siempre fui un caballero y, a pesar de la enconada situación, tampoco era el momento idóneo para perder las formas. El Gerente se agarró a su cintura, extenuado por el sermón y, juntos, expectantes, me observaron mientras me alejaba pasillo adelante… Pero ya no miré atrás, estreché el pomo del ascensor al tiempo que con un pícaro guiño susurré…
–…¡El placer es mío!
Al fondo sonó un portazo seco.


Luis Tamargo

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