«Don Camilo». Por Rubén Castillo

Volver a los libros de la adolescencia es como mirarse en un espejo lleno de polvo: no sabe uno muy bien qué nitideces o qué deformidades le devolverá la lámina. Supongo que yo tendría unos 14 o tal vez 15 años cuando, por azar, cogí de la estantería de mi padre esta obra del italiano Giovanni Guareschi, editada por Planeta y traducida por Fernando Anselmi. Y recuerdo que me gustó mucho. No entendí algunas referencias políticas, claro está, pero no importaron para disfrutar con las aventuras de ese cura montaraz, bruto y noblote llamado don Camilo, y del líder comunista del pueblo (Pepón), no menos montaraz, bruto y noblote que él. Me sedujo casi desde el principio (y ha vuelto a hacerlo treinta años más tarde) con ese tono de convivencia caballerosa, dentro de la cazurrería de ambos, con esa divertida rivalidad entrañable, llena de gestos de bonhomía, falsas ferocidades y grandes nexos humanos, superadores de ideologías y de creencias. «Somos dos grandes tipos. Lástima que usted no sea uno de los nuestros», afirma Pepón en una de las páginas del volumen. Don Camilo replica: «Lo mismo pienso yo: lástima que no seas uno de los nuestros».

El cura tiene un punching ball en el desván, caza de forma furtiva, forma un equipo de fútbol para enfrentarse al que tienen los comunistas, interviene como púgil en un combate de boxeo, organiza una procesión en la que participa él solo, renuncia al donativo de una mujer rica a cambio de que ella sufrague la alimentación de los niños necesitados, es sorprendido bañándose en el río y le roban la sotana para ridiculizarlo, compra un periódico revolucionario utilizando un billete falso… Y Pepón, otro que tal baila: dobla hierros con sus manos, organiza huelgas de trabajadores por los motivos más nimios, esconde un pequeño arsenal, defiende a un liberal que va a pronunciar un discurso en el pueblo (y le ofrece su pañuelo cuando un imbécil le arroja un tomate), elogia a don Camilo por considerar que «es un cura, pero no es un cura clerical» (p. 188) y ofrece velas a la Virgen para conseguir la curación de su hijo, porque no se fía de Cristo, que se mete mucho en política.

Pero es que, además de sus dos protagonistas principales, este libro contiene a mi entender muchos elementos más para hacerlo atractivo: la fluidez con la que traslada al lector las historias (es dudoso que sea una novela, como pregona el fajín publicitario), el finísimo sentido del humor que Guareschi inyecta casi en todas sus páginas, los parlamentos que Cristo dirige a don Camilo, bastantes pensamientos interesantes del tomo («La historia no la hacen los hombres, sino que la soportan, como soportan la geografía», «Los hombres son criaturas desdichadas condenadas al progreso», «¡Cuán débil es el hombre fuerte cuando se siente ridículo!») y algunas hipérboles memorables («En su tierra bastaba escupir para que brotasen maíz y trigo dignos de una exposición internacional», «Empezaba a vocear blasfemias capaces de descortezar un roble»).

Me ha alegrado redescubrir a Giovanni Guareschi. Quizá vuelva a algún otro de sus libros más adelante.

Rubén Castillo

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