Hasta en las ruinas crece el jaramago. Por Ana María Tomás

Ana María Tomás 2011

Se pertrechó bien de sus armas: ojo avizor, presto, alerta, dispuesto, vigilante; oído atento, observador, preparado; pulso firme, seguro, constante… baterías… y su inseparable cámara de vídeo, y se internó en la batalla.

Respiró varias veces profundamente, sentía en el estómago una sensación indescriptible, probablemente era miedo, pero no a las balas que silbaban tan cerca de sus oídos, ni a la muerte que atravesaba con su cámara mientras rodaba cuerpos mutilados, tirados, irreconocibles en la cuneta de aquella carretera… su miedo, si es que aquello era miedo, consistía en permitir que el hedor a sangre fresca, a pólvora, a cuerpos en descomposición le hicieran temblar el pulso; su desasosiego era que un fallo técnico o suyo propio no captara la imagen de horror que él estaba viendo, que sus superiores, que confiaban en él, y la fracción de mundo que esperaba sus crónicas se sintiesen defraudados; no dar la talla era su mayor preocupación. Sonreía para sí con satisfacción reconociendo que al principio mantenía un ojo cerrado mientras el otro veía el mundo a través del diminuto visor de su cámara: obviamente el horizonte se recortaba considerablemente. Sin embargo, con el tiempo adquirió la habilidad de grabar con un suave pestañeo que le indicaba adónde debía girar su máquina para no perder ni uno solo de los detalles que ocurrían a su alrededor.

Nunca hasta entonces el dolor que había ido cruzando le había hecho oscilar el peso de la cámara sobre su hombro, pero aquella mañana el sufrimiento de unos niños agonizantes, la impotencia de sus madres, el llanto de aquella mujer que miraba al cielo mientras, derrotada y derrengada en el suelo, mantenía el cadáver de su único hijo… Él no era practicante, pero sus padres le habían educado en la religión católica, y aquella imagen le recordaba la escultura de la Piedad que había a la entrada de la iglesia de su pequeño pueblo… Nunca hasta entonces había dejado la cámara para acercarse a prestar sus brazos, sus ojos, sus oídos… La dejó en el suelo, pero había tanta amargura, tanto desconsuelo, que por encima de su vocación de periodista estaba el hombre, y ese hombre tenía que gritar a través del periodista y de la imagen de su máquina de vídeo la tragedia que estaban sufriendo tantos inocentes, así que retornó rápidamente, y, con un nudo en la garganta que amenazaba con estrangularle o hacerle estallar los oídos, grabó aquellas imágenes.

No pensaba en la muerte, no se la planteaba, como esos rudos legionarios, cuyo trabajo consistía en un coqueteo continuo con la muerte, no se le pasó por la cabeza que es peligroso mantenerse demasiado tiempo cerca de ella porque termina enamorándose de quienes la rondan y concluye empeñada en llevárselos con ella.

Entre tal cantidad de desdicha, de miseria, de desgracias y desventuras se impone la solidaridad entre todos los periodistas que cubren el mismo conflicto para diferentes partes del mundo y distintos medios de comunicación. En las reuniones para comer o descansar es necesario un poco de sentido del humor que distancia y restituye algo el maltrecho espíritu. La noche no siempre permite el descanso, porque si hay ataque hay que tener la cámara lista para grabarlo y mostrarlo al mundo. La luz del día ilumina, una vez más, incursiones, bombardeos, muerte, más muerte… Siempre es la muerte de los otros. De momento un calor abrasador le baja por la pierna, sin dejar de grabar mira hacia abajo y contempla como su propia sangre empapa a velocidad vertiginosa el pantalón y la bota. Corta la imagen y sin soltar la máquina pide ayuda, ahora el calor es el hombro, “el hombro y la pierna están lejos del corazón”, piensa, pero de pronto el día se le oscurece y siente que el brazo le pierde fuerza para poder seguir sosteniendo su cámara. Un soldado grita cerca de él pidiendo ayuda, mientras, entre el griterío y la confusión, un llanto de bebé emerge de las ruinas de una casa. Él piensa en la viejas ruinas de una ermita, allá en su no tan lejana infancia, y recuerda cómo el jaramago se abría paso entre las piedras derruidas. De pronto el dolor se hace insufrible para cesar poco después mientras parece sentir como unas manos llenas de arena empujan sus párpados o ponen algo negro en sus ojos que le impiden seguir mirando por el visor de su cámara.

Ana María Tomás
Blog de la autora

3 comentarios:

  1. Un texto muy hermoso. Y ¿sabes lo que me ha pasado al leerlo? Que en la frase «Sonreía para sí con satisfacción reconociendo que al principio mantenía un ojo cerrado mientras el otro veía el mundo a través del diminuto visor de su cámara» (tengo que justificarme: lo estaba leyendo a las siete de la mañana) he tenido un cruce de cables y he visto, en vez de al periodista, a un hombre armado mirando por el visor de su ametralladora.
    Pero eso me ha hecho pensar en lo cegados que estamos por nuestros diminutos puntos de vista. Apenas observamos la vida desde la mirilla de nuestra puerta y solo conocemos lo que queremos conocer.
    Admiro la labor de esos periodistas que se exponen para enseñarnos lo que ocurre en el mundo. Y, por encima de todo, de quienes demuestran cada día su humanidad.
    Un abrazo.

  2. Hermoso texto: derroche de emoción, de fuerza, de plasticidad. Tiempo hacía que quería leer algo así. Siempre admiré a los reporteros de guerra, sus crónicas tartamudeantes, entrecortadas por el estruendo insensato de las máquinas de matar, por el cansancio de una carrera buscando un parapeto frente a la metralla.
    Leyendo este texto también nos falta el aire, es la pura emoción ante la muerte, la muerte de los inocentes, lo que nos aprieta este nudo en el pecho.
    Y la estremecedora belleza del lenguaje.
    Y las eternas preguntas que borbotean: ¿son inevitables las guerras?, ¿qué mano oculta se empeña en alimentar de sangre y violencia esta tierra sedienta?, ¿debe prevalecer el deber de la información, de la denuncia sobre el deber de la piedad?
    Las eternas preguntas siguen ahí, sin respuesta, flotando, zumbando como moscardones, en esta tarde cálida de otoño.

  3. Entrañable texto. Es difícil reflejar tan bien la dura elección a la que deben enfrentarse todos los días los reporteros de guerra en las zonas de conflicto: grabar el horror (¿para concienciar al mundo?), o dejar la cámara y atender al que sufre. Has logrado emocionarme y me digo: “Yo qué haría”. La piedad, primero; siempre he pensado que dar auxilio está por encima de cualquier otra consideración. Pero de la mano de tus palabras me he visto en su lugar, y he dudado también (¿mostrarnos su dolor es avivar nuestras conciencias? ¿De ahí puede derivarse también el socorro, aunque sea a largo plazo?), y he entrado en crisis: se me ha caído la venda de los ojos y se ha anudado en mi garganta, en mi corazón… Y no sabes cómo aprieta.

    Enhorabuena.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *