La lengua como patrimonio indefenso. Por Luis Javier Fernández

La lengua como patrimonio indefenso

 

La lengua como patrimonio indefenso

Toda civilización ha sembrado sus formas de vida, y con ellas, al mismo tiempo, la manera de representarlas por medio de su concerniente lengua. Esta manifestación –lo que implica, también, el conocimiento del propio ser humano y de sus hechos históricos– se ha plasmado no sólo en el arte construido por la propia civilización en sí, sino además en su lengua dilatándose a lo largo del tiempo; y es que la lengua siempre ha sido el resorte perfecto para el autoconocimiento de una sociedad o de un país. Mucho antes de la aparición de la Literatura (hablamos de los tiempos de la cultura Mesopotámica) el lenguaje se empleaba para representar acciones administrativas, por eso mismo se utilizaba la escritura cuneiforme, es decir, la grafía a través de cuñas y clavos para capitalizar las rentas. Esta forma de comunicación siempre se hacía por medio de tablillas de arcilla moldeable; más tarde, cuando, surge la necesidad de interpretar o explicar hechos, vivencias, sensaciones, percepciones, etc., el lenguaje se iba convirtiendo en algo más complejo, en cuanto a la hora de escribirlo y de hablarlo.

La invención de la escritura alfabética no fue hasta la Edad del Hierro en el año (aproximadamente) 1050 a. C. La lengua indoeuropea –hablada en la región central de Europa, de ahí su nombre–, dio origen a las lenguas de Occidente. Fue, sin embargo, el alfabeto griego el que atribuyó sonidos vocálicos y consonánticos, haciendo distinción entre ellos en función de su pronunciación y diferenciación genérica. Toda esta catarsis ha constituido a lo largo de muchos siglos la evolución de un patrimonio en continuo desarrollo, porque, como bien es sabido, la lengua nunca es hermética y su naturaleza endógena, que parte del hablante, se demuda minuto a minuto insoslayablemente. Ni los filólogos ni los lingüistas son capaces de apostillar si los hablantes de hoy, son o no son, más respetuosos con el patrimonio de la lengua respecto a dos o tres siglos del pasado. Y digo patrimonio al entender, como afirma la RAE, que el patrimonio es, entre sus variadas acepciones: Hacienda que alguien ha heredado de sus ascendientes. Pero también se encuentra sobre el mismo concepto una acepción destacada: Conjunto de bienes de una nación acumulado a lo largo de los siglos, que, por su significado artístico, arqueológico, etc., son objeto de protección especial por la legislación. Sí; la lengua es algo que en teoría se defiende, pues la UNESCO proclamó en el 2000 El Día Internacional de la Lengua Materna, celebrado el 21 de febrero. También, al menos en el caso del castellano, la Constitución española de 1978 estipula de manera preceptiva en el artículo 3. apartado 3 del Título Preliminar: La riqueza de las distintas modalidades lingüísticas de España es un patrimonio cultural que será objeto de especial respeto y protección. Pero el planteamiento importante es si la lengua, como tal, está protegida realmente de maltrato, esputos, denigraciones, de transgresiones, del uso infame que se hace de ella (como por ejemplo, mandamases y colectivos sectarios) que utilizan, explícita o implícitamente, la lengua como mecanismo de manipulación, de exhortación y en casos mayores, con fines muy macabros y perversos. Todo patrimonio, al menos material, tiene una legislación que lo ampara, que lo protege y que lo custodia frente a los atacantes que reprenden, verbigracia, contra el medioambiente, parques naturales, fortalezas, castillos, templos, ecosistemas, etc. Todo atentado contra el patrimonio material, como digo, alberga las actuaciones, sanciones o consideraciones jurídicas pertinentes; pero, en el caso de la lengua, se produce un vacío legal que deja a ésta muy desprotegida, casi indefensa. Hablo específicamente del castellano y me atrevería a decir sin posibilidad de equívoco del resto de idiomas que, en el orbe, tienen vida hablada y escrita. No sucede esto con nuestro lenguaje que por desgracia está eximido de protección porque, cualquier atentado hacia él, queda impune. No existe colectivo que defienda el idioma de una nación allende de la manifestación cultural y lexicográfica. Sobre todo porque en la actualidad son muchos, casi incontables, los usos beligerantes que se comenten contra el idioma, ya sea por parte de los medios de comunicación, de la publicidad, palabras que son maltratadas, sacrilegiadas, recalcadas, tergiversadas, deformadas, sobreexplotadas, etc. En mayor o menor grado ocurre que las nuevas tecnologías han creado una forma de comunicación cuyo medio no es tanto los recursos audiovisuales (que también), sino es la escritura misma la que se articula como agente comunicador. De ahí que, en la actualidad, se escriba mucho pero al mismo tiempo se escribe peor que en otros momentos del pasado. Resulta abrumador la cantidad de palabras visibles en las redes sociales con contundentes faltas de ortografía; más irritable es (literalmente) la cantidad de políticos y personajes públicos que aparecen en televisión con severas carencias lingüísticas, incapaces de construir oraciones sintácticamente correctas. Y, ¿acaso eso no es un atentado a la lengua? ¿No ocurre que ésta pueda quedar al libre albedrío de agresión? ¿O es que no existe el vapuleo de un idioma? ¿No es la lengua, por lo tanto, el patrimonio más indefenso que existe? En contra de lo que puedan pensar muchas personas, la lengua es una manifestación del hablante, cierto. Y el hablante tiene toda la libertad para conformar con su lengua materna el uso que le plazca. Pero acorde a esta analogía, ¿dónde está la diferencia entre el buen uso que se hace de un idioma frente a la vulnerabilidad o transgresión de éste?

Sin frivolizar. La patria más auténtica es aquella que se hereda de una generación a otra. Y el castellano es el símbolo patriótico de más de 500 millones de hispanoparlantes que, tras cada generación, van tomando como herencia unas de otras diacrónicamente. Ha ocurrido en las regiones más paupérrimas del continente africano, e incluso países de América Latina donde predominan las tribus y aborígenes; muchos de sus dialectos han quedado absolutamente desprotegidos, por lo que, dentro de unos años, nadie o ningún hablante conocerá el cayuse; el eselen; el salinero; el na-dené; el panche; el natú; y otras muchísimas lenguas que van quedando a tientas en el olvido. Claro está, que todas estas lenguas han ido feneciendo principalmente por el descenso de su población, sepultando casi a la inexistencia su lexicografía. No quiere decir esto que sea reacio al plurilingüismo, ni a los neologismos. Más bien me refiero a la desprotección de nuestro idioma: mecanismo con el describimos nuestro mundo interior y exterior, y en el que fundimos nuestra vida. Un idioma que se nos ha dejado de herencia y que, por esta misma razón, dejaremos también nosotros como herederos. Motivo por el cual, y con mayor justificación aún, las generaciones venideras tienen derecho a recibir como legado un lenguaje respetado y protegido, exento de vapuleos y malformaciones.

 

Los hablantes son libLa lengua como patrimonio indefensores y, por tanto, son los que conforman el uso del idioma, lo cual es legítimo.Pero también implica que la lengua queda en uso más libérrimo de ser violentada. También, en contra de muchas creencias, la RAE junto con las academias de América Latina no son, bajo ninguna causa, las instituciones que arbitran el uso de la palabra, ni tienen potestad para patentar, suprimir, prohibir o habilitar un determinado vocablo; en todo caso, las academias realizan un registro ecuánime sobre el empleo que los hablantes hagan de su idioma; porque no hay mayor democracia que la lengua de una nación. La misma democracia, por lo visto, que nadie defiende. Esto es, un patrimonio indefenso.

 

Luis Javier Fernández

 

Luis Javier Fernández Jiménez

Es graduado en Pedagogía y máster en Investigación, Evaluación y Calidad en Educación por la Universidad de Murcia. En 2019, finaliza sus estudios de Doctorado en la misma institución. Autor de la novela 'El camino hacia nada'. Articulista, colaborador en medios de comunicación, supervisor de proyectos educativos y culturales. Compagina su vida entre la música y la literatura.

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