«In medium virtus». Por Elena Marqués

Últimamente he leído varios artículos sobre lo imbéciles que nos hemos vuelto con eso de las redes sociales. Y, por supuesto, tengo que darles la razón. No solo colgamos aquellas actividades que consideramos importantes en el ámbito que nos interesa (en ese grupo me incluyo yo, aunque puede que los asuntos a los que doy publicidad no revistan tanto valor informativo como una se cree), ya sea literario, deportivo, artístico, político (esfera peliaguda esta, donde a veces nos retratamos como intransigentes y sectarios y/o provocamos una ristra de comentarios que darían vergüenza al más pintao), o en cualquier noticia mundial que nos afecte por el hecho de formar parte de la humanidad, sino lo bien que nos han salido los salmorejos, los gazpachos y las pipirranas; lo bonita que está la playa a horas prontas y no digamos a la puesta de sol; lo acogedor que es Japón en esta época del año (y en cualquiera, que famosos son los nipones por su hospitalidad y otras rarezas); lo bien que se come en tal restaurante y lo estupenda que es su bodega y lo bien que marida con (todos nos hemos vuelto entendidos en las materias gastronómica y enológica; si no, eres hombre muerto), y un largo etcétera de cuestiones que nos muestran como rostros radiantes y, a ser posible, jóvenes y hermosos.

Sí, por lo visto, es obligación del ser humano ser feliz, o al menos parecerlo, y para ello se ha inventado ese género fotográfico del selfie que a veces da más disgustos que una mala suegra. Porque destrozar una exposición en el Hirshorn Museum de Washington o la estatua del siglo XVI de un gobernante luso para hacerse una autofoto puede suponer una multa difícil de asumir; pero mucho peor es que el coste de esta imbecilidad ególatra acabe con un señor o señora despeñándose por un acantilado, atropellado por un tren o un astado en los sanfermines o devorado por un escualo en las límpidas aguas del Caribe.

Y es el avance tecnológico el que nos ha conducido hasta ahí, un avance que a veces da más miedo que otra cosa (véase al respecto algún capítulo al azar de la serie Black Mirror). Se acabaron los tiempos en que hacer una foto nos costaba dinero y decisión. Había que elegir el encuadre, la situación, el momento… y el día en que revelar el carrete, y nos encontrábamos entonces con imágenes borrosas que no había manera de aprovechar ni para felicitar a los parientes por Navidades.

Pero me desvío del tema. Yo quería ahondar en ese asunto de la obligación de ser felices, que no es moco de pavo. No digo yo que no sea un buen propósito; pero para ser felices hay que aprender a ser infelices también, pues no de otro modo reconoceríamos ese estado de paz interior y bienestar reales en los que no será necesario el autobombo, la autofoto ni el autógrafo, sino disfrutar en silencio del frescor del gazpacho, la hospitalidad del país del Sol Naciente o los atardeceres mágicos en la costa de Cádiz.

Y eso que no he mencionado a esa otra gente que encuentra la felicidad en la desventura y se levanta a diario con el propósito de entablar una buena polémica feisbuquiana o tuitear sus desventuras habituales, ese otro género de los eternamente cabreados; una especie de la que tengo miembros cerca y os aseguro que resulta agotadora.

Reconozco que a mí no me gusta crear ese clima irrespirable de que todo es una porquería, que el mundo se va al garete; ni tampoco la frivolidad gastro-turístico-egolátrica de la que he hablado. Como siempre, la respuesta está en los clásicos. In medium virtus, San Agustín dixit, o en ese cada vez más exótico arte de disfrutar en discreto silencio de las pequeñas cosas de la vida.

Elena Marqués

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