Me niego. Por Ana MªTomás

Me niego

Ana MªTomás

He escuchado varias veces la canción titulada “Vivir” que Rozalén y Estopa cantan para apoyar la lucha contra el cáncer de mama. Dice la autora que durante meses habló con enfermas y que finalmente se encerró varios días con esas vivencias para intentar ponerse en su piel. Evidentemente, la reflexión que brota de la canción no puede ser más hermosa, aunque… hay estrofas con las que estoy en total desacuerdo. Dice la canción que cada día habría que levantarse mirando al cielo, dando gracias por la vida, siendo consciente de que lo que no nos ayude a ser feliz, todo aquello que nos lastre, incluidas las personas tóxicas que nos rodean que suelen ser, en muchos casos, multitud, sepamos mantenerlas lejos sin permitir que nadie nos paralice y, de ocurrir eso, si alguien detiene nuestros pies, saltar por encima del obstáculo, es decir, aprender a volar. En frases cortas, pero llenas de fuerza se recuerda  que la vida es demasiado breve para malgastarla en odios.

Sin embargo, habla también de otra idea, demasiado frecuente entre las personas que han sufrido un cáncer o cualesquiera otras enfermedades que les han desajustado la vida, que las ha llevado al borde del abismo de la muerte, que, como dice la canción, las han golpeado como una “ola gigante”, arrasándolo todo y dejándolas desnudas, vulnerables, desprotegidas frente a la inmensidad del miedo… La idea a la que me refiero y que cita textualmente la canción es que “Quizá tenía que pasar. No es justo, pero solo así se aprende a valorar”. Y ahí ya si que no. Vamos, que no es que niegue  que la cosa sea así. Lo es. Pero precisamente por eso, porque soy yo quien se niega a que tengamos casi que morir para apreciar la vida. Me niego a que tengamos que enfermar para darnos permiso para quitarnos de encima a tanto plasta que nos rodea,  nos roba el tiempo, la energía, las ilusiones…  nos frena. Me niego a que tengamos que vernos sin vida para apreciarla, para vivirla, para mandar a freír monas convencionalismos sociales, asistencias a actos políticos, culturales, familiares… que nos repatean el hígado. Me niego dar parabienes a quienes nos estamos ciscando en sus muertos, escuchar batallitas, críticas, maledicencias que ni nos van ni nos vienen pero que soportamos estoicamente con una sonrisa crispada sin saber muy bien por qué porque ni siquiera la persona que nos está intoxicando nos importa un pepino… Me niego a considerar como algo lógico y normal tener agua corriente y caliente, poder darme un baño, sumergirme en el mar o en una humilde bañera… porque eso es algo que no pueden hacer durante mucho tiempo los enfermos de cáncer atados a vías en brazos, cuellos y hasta omóplatos. Me niego a dar un “sí” a otros cuando eso supone darme un “no” a mí misma, a complacer a los demás, a cubrir las expectativas que tienen conmigo a costa de renunciar a mi propia fidelidad, a mis principios o, simplemente, a mis gustos… Porque eso… todo eso es lo que nos conduce, precisamente, a enfermarnos. Así que me niego a enfermar para valorar lo que es la salud, lo que es el privilegio de la vida, de las cosas pequeñas que vienen a ser, casi siempre, las más grandes.

Habla la canción de dedicar nuestro tiempo a quienes queremos, de mirar la vida con los ojos de un niño capaz de llenarlo todo de colores brillantes, pero añade también: “Cuando me miren sabrán que me toca ser feliz”. Y no, no podemos esperar la mirada ¿compasiva? ¿permisiva? de los demás dándonos a entender que ya hemos sufrido lo suficiente y que ahora ya sí se nos da permiso, que ya “nos toca” ser feliz. Porque ser feliz es algo que nos toca siempre independientemente de las circunstancia adversas de la vida. Porque para ser feliz es suficiente con conectarnos con nuestra esencia, con mantenernos en nuestro centro. Porque la felicidad no es un sentimiento, es una decisión, personal e intransferible.

La canción de Rozalén y Estopa es una hermosa reflexión para ponernos todos los días y recordarnos lo hermosa que es la Vida. Pero, sobre todo, para revolvernos las tripas del corazón y no esperar a que nada ni nadie detengan nuestros pies y nos impida  aprender a volar.

 

Ana MªTomás

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