Dejadme creer en un sueño. Por Ana Mª Tomás Olivares

Dejadme creer en un sueño

Es posible que no exista, que sea verdad que más que “Espíritu de Navidad” sea “espíritu de almacén”, de consumo, que sea estúpido felicitarse porque no brota del corazón ese deseo de felicidad hacia el prójimo, que seguimos insensibles al sufrimiento de los demás y que, aún solidarizándonos, no vale de nada esa solidaridad si es de fracción de tiempo, de sólo unos días (tan sólo son unas monedas que compran el silencio de nuestras conciencias). Es posible que sigamos tan egoístas, tan vacíos, tan envidiosos y tan malas personas como el resto del año. Es posible que la celebración haya pasado, cual meretriz infiel, de los brazos de la Iglesia a los del consumismo, que los ricos, envidiosos de lo único que podían tener gratuitamente los pobres (unión, armonía y felicidad en su pobreza) se hayan inventado una Navidad en la que es preciso gastar, consumir, derrochar, engullir, beber sin medida, et caetera, para ser feliz, es decir, apropiarse por medio de la utilización del dinero de aquello que no es posible comprar.

Es posible que estos días, tradicionalmente familiares, en los que los niños son más reyes que aquellos Magos esperados y soñados, muchos de esos niños, más que reyes, se sientan camellos con la inmensa joroba que causa considerarse objeto de las disputas de unos padres separados, ¿quién se llevara el botín, el papá o la mamá?. Me imagino que la criatura se preguntará por qué no puede estar, al menos en Navidad, con los dos; y, es posible…, no, es seguro que otros niños seguirán explotados, torturados, utilizados y asesinados.

Es posible que, por mucha Navidad que nos diga el calendario, sean muchos a los que sólo les llegue el frío de estos días y de los corazones de aquellos que estén cerca (recuérdense los orfanatos sembrados a lo largo y ancho de la geografía mundial, en donde los niños se encuentran en condiciones infrahumanas). Y, también es posible que la noche que conmemoramos el nacimiento del Amor y de la Luz, sean muchos los indigentes que mueran a oscuras, sin amor y solos.

Es posible que ni estos supuestos familiares días consigan sacar a muchos ancianos de los asilos en donde se encuentran recluidos, que en lugar de abrazar a sus hijos y nietos tengan que estrechar entre sus brazos la amargura de unos recuerdos lejanos en donde ellos eran el timón, la alegría, el sustento, los enfermeros, el “todo” de su familia, antes de que pasaran a ser la “nada”… Estoy escribiendo esto a sólo una hora de conversación con uno de esos ancianos. Estaba sentado en un banco de un pequeño jardín, al tibio sol de nuestro frío Altiplano, al pasar, me ha mirado y me ha sonreído. Y yo, que siempre voy con prisas, como el conejo de “Alicia en el país de las maravillas”, he dejado mis urgencias para atender a algo incomprensible: una sonrisa y una llamada desde unos ojos cansados. Me he sentado a su lado y he comenzado a hablar de algo tan insustancial como el tiempo atmosférico para terminar hablando de otro tiempo de recuerdos. De otro tiempo de carencias económicas en donde su mujer y él subsistían con lo mínimo para poder dotar a sus cinco hijos de carreras. Nunca había tenido riquezas materiales, pero sí tenía la inmensa fortuna de tener a todos sus hijos con cátedra y bien situados. Su mujer y él “que no sabían hacer una o con un canuto” (Anciano dixit) vivían austeramente, pero felices. Hasta que hace cinco años murió su mujer y los hijos consideraron que estaría mucho mejor en una residencia que “solo en casa” –por lo visto no habían visto la película de lo bien que se lo puede montar un niño “desvalido” que es lo que viene a ser un anciano- así que vendieron lo poco que tenían los padres, se repartieron la pasta gansa e ingresaron a nuestro viejico en la residencia. De pronto, ha parado de hablar y se ha preguntado en voz alta ¿Y por qué te cuento yo todo esto…? Yo lo he mirado, me he encogido de hombros, le he sonreído y le he abrazado. Cuando volvía a retomar mi “Hay prisa, hay prisa…”, con los ojillos brillantes por unas lágrimas que hacían esfuerzos por no salir, me ha dicho: “Ya sé… para que una zagala guapa como tú me diera un abrazo”.

Es posible… Es posible que ni la Navidad salve a muchas mujeres de morir a manos de los canallas malnacidos de sus maridos.

Sí, es posible que todo siga igual, que no se produzca ningún cambio… Pero, por favor, déjenme creer en un sueño: creer que no es estúpido pretender que todo mejore, aunque sea un poco; creer en la bondad del hombre, creer que aún es posible que se produzca un milagro en nuestros corazones… y esperarlo.

Asociación Canal Literatura
Ana Mª Tomás Olivares
Blog de la autora

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