PAPEL CARBÓN. Por Rafael Borrás

 

Mi padre tenía un almacén de cerámica y en él una pequeña oficina y en la oficina una máquina de escribir Underwood en la que, con toda su paciencia, cuando yo tenía unos doce años me enseñó a teclear a una velocidad aceptable. También me enseñó a conservar, en honor a la ley del «por lo que pueda pasar», un duplicado de todos  mis escritos introduciendo entre cada dos folios Galgo, original sobre copia, una hoja de papel carbón Kores. El aroma de aquel papel carbón resultaba inconfundible y exclusivo, porque bastaba con ventearlo en medio del despacho para que se mezclara con el de la goma de borrar, el de la tinta Pelikan y el tufillo del bocadillo de sardinas que nos preparaba mi madre, y compusiera una mixtura odorífera que siempre asocié a los sudores que me provocaba el esfuerzo de concentración requerido.

Máquina Underwood

Durante años ese olor quedó aletargado en algún recóndito rincón de mi cerebro. Pero la otra noche un acontecimiento imprevisto lo despertó. En un restaurante de postín un maître muy servicial con pajarita nos recomendó para cenar un selecto plato caliente a base de productos naturales sólo levemente maltratados, la última creación de la prolífica fantasía del chef. Poco después el camarero depositaba sobre el mantel frente a mí una bandeja oval con un misterioso bulto en el centro. El maître nos indicó que para degustar el exclusivo manjar que albergaba debíamos rasgar el papel grueso que lo envolvía para enseguida engullirlo, no fuera que se enfriase en exceso y perdiera buqué. Así lo hice. Pero al fraccionar con cuidado el embalaje de papiro, también supuestamente comestible, de repente –se lo estarán imaginando– mi pituitaria reconoció con toda nitidez el aroma de la goma de borrar Milan y el de la tinta para plumillas Pelikan junto al de un fajo completo de papel carbón Kores de la mejor calidad, todos ellos matizados por el perfume a sardina del Cantábrico.

La moderna cocina experimental nos regala estos milagros tan emotivos, inimaginables en un tedioso y previsible bocadillo de calamares, que no puede oler más que a pan, a aceite refrito o, en el peor de los casos, a calamares.

Rafael Borrás Aviñó

Rafael Borrás Aviñó

rafaelborras@canal-literatura.com

Colaborador de Canal Literatura en la sección « Desde mi sillín»  

Blog del autor

10 comentarios:

  1. Me has arrancado una buena sonrisa. Nada, nada, don Borrás, dejémonos de chorradas y milagros emotivos de esta cocina moderna que un día nos va a asar unos visillos y nos los va a presentar como «le dernier cri»… Las sardinas del cantábrico no se degustan como si formaran parte del plumier de un colegial o fueran otro objeto más del cubilete de lápices de la oficina, ¡faltaría más!
    A las próximas le invito yo: a la brasa de una buena barbacoa, bien churruscaditas y regadas con un blanco fresquito o cerveza helada… ¿hace?
    Pobre sardina, merece otro final para conquistar el paladar humano…

    Lo siento mucho pero me quedo con el bocata de sardinas de su infancia o el de calamares, siempre que no huela a aceite rancio, claro 😉

    Me alegra verle por este Café (se le echa de menos)

    • Pues como yo echaba de menos el café, en un arrebato literario extraje esta historia del anecdotario doméstico y la conté. La cocina de diseño da para mucho; en ciertos restaurantes y programas de TV escuchas y ves cosas que, como mínimo, te arrancan una sonrisa de incredulidad. Pero vaya, es lo que ahora mola.
      Gracias por tus palabras, vecina. Agua se me hace la boca pensando en una buena sardinada con su blanco fresquito a mano.

  2. Yo también aprendí a escribir con una máquina de escribir no electrónica, en una academia en la que coincidía con compañeros de primero de BUP, y también conseguí escribir con una velocidad aceptable, aceptable para que la musiquita que sonara durante el tecleo mostrara mi gran dominio, hasta que me delataban esos silencios por la superposición de teclas en las que, para levantar mi autoestima, me decía: “si es que soy más rápida que la máquina”. Creo que los que aprendimos así apretaremos siempre con más ganas las teclas.

    Si algún genio de la cocina moderna experimental consigue un plato que sepa como el clásico bocadillo de calamares, incluso con aceite refrito, y que te consiga transportar a esa famosa plaza madrileña, con ambiente incluido, ¡me lo pido!

    Leerte da ganas de leerte más. Se echan de menos estas amplias sonrisas que nos dibujan tus historias. El próximo menos corto, por favor, que con el don que tienes para que se me suelten los dedos delante de un teclado…

    ¡Buen fin de semana!

    • Muy agradecido por aparecer y leerme.
      Seguiré aportando textos, prometido. Con mayor razón si con ello te empujo a que tú también te sientes delante del ordenador y le quites el freno a tu imaginación. Los teclados son muy sufridos y aguantarán tu ímpetu percutor.
      En cuanto a la temática de mis cuentos, siempre he pensado que la sociedad, y más la actual, ya nos proporciona suficientes visiones de sufrimientos y desgracias como para encima reproducirlas en historias de ficción tristes.
      Merece la pena buscar la manera de sacarle le vena humorística -o respetuosamente irónica, o tal vez romántica- al día a día. Reconforta y es gratis.

  3. Manuel de Mágina

    «Productos naturales sólo levemente maltratados» ya merece por sí solo quitarse el sombrero. Magnífico el costumbrismo, admirado Rafael. Un abrazo.

    • Encantado de que volvamos a cruzarnos las palabras, Manuel. El costumbrismo es todo un género artístico en sí mismo, como sabes, y además inagotable. Es muy fácil mirar alrededor nuestro o simplemente escarbar en la propia memoria.
      Celebro que sigas ahí. La admiración es mutua.

  4. Nada, nada, don Rafael. Creo que deberíamos seriamente eliminar barreras entre las artes y que una rama de la nouvelle cuisine se especializara en recuerdos olfativos más allá de las consabidas magdalenas.
    Si algún gurú de esos encuentra una receta (imprescindible la mayonesa) que me transporte a la casa de mis abuelos e incluso reproduzca el sonido del suelo hidráulico bajo mis pies, tendrá en mí una clienta incondicional.
    Como siempre, implecable y con más miga de la que a primera vista somos capaces de digerir.
    Miles de besos.

    • Poca gente hay que no recuerde una casa de sus abuelos a la que le gustaría volver. Olores, sonidos, texturas, colores, canciones, sabores…
      Lo de la mayonesa tiene su punto peculiar.
      Muchísimas gracias, Elena.

  5. Una verdadera belleza de máquina de escribir, y de relato. Yo aprendí en otro modelo algo más moderno, pero lo de las copias lo tengo grabado a «tinta». Original y tres copias era lo habitual. Y cuando te equivocabas a borrar cada ejemplar con el lápiz de goma y pincel, poniendo entre calco y calco un papelito…
    Un bonito recuerdo y una alusión a esta cocina, tan moderna en apariencia. que pretende inventar lo de toda la vida. Mi enhorabuena y es un gusto volver a leerte.

    • Agradecido por el comentario, Biznaga.
      Te cuento. Una máquina de escribir, compañera de la de la foto aunque de la marca «Royal», duerme en una vitrina de mi casa desde hace años. La tengo ahora mismo frente a mí. No pretendo utilizarla para redactar nada, por supuesto, pero la miro y me recuerda que hubo un tiempo, no hace tanto, en el que lo que cualquiera escribía con ellas sobre un papel en negro sobre blanco: sus pensamientos, sus cartas, sus opiniones, sus sueños, con sus aciertos y errores, en el peor de los supuestos si finalmente no nos gustaba podía romperse en pedazos y echarse a la papelera, sin más consecuencias. Pero no acababa en un recóndito espacio virtual de un misterioso y lejano servidor de internet en el que, junto con miles de millones de datos más, quedará en poder y podrá ser revelado por mentes ajenas sin que nos enteremos ni podamos hacer nada para evitarlo, ahora y en el futuro y por los siglos de los siglos.
      Y sabes igual que yo que no hablo de ciencia ficción.
      Escalofriante, ¿no?
      Digamos que esa máquina Royal es mi consejera de prudencia.

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