Trovador de madrugada. Por Isidro R. Ayestarán

Escribir un poema en una de esas noches
en las que uno no es buena compañía,
rehusando el abrazo del amante anhelante
que le espera desde su orilla de la ciudad.

Humo de cigarrillo, voz ronca de blues,
luz de estrellas de neón donde se lee
“no perdiste la cabeza, amigo, tan
sólo tienes destrozado el corazón”.

Qué razón, compañera Chavela,
cuando uno no aprende de los errores
por mucho que pasen los años y los
regustos amargos se pudren en el alma.

Y vas perdiendo la cuenta de los tragos
de absenta – en mi caso – que se almacenan
en lo profundo de la mirada opaca y triste
del sentimiento de un amor perdido.

Y qué ingenuo, colega, al haber pretendido
que algún ángel te transportara a rincones
de fantasía donde la ternura es la asignatura
pendiente de los soñadores nocturnos del alba.

Esta noche escribo sobre ti,
te evoco en cada verso y cada letra,
te lloro en cada nota musical que truena
en los cascos que uso para huir del mundo real,

en esos momentos en los que plasmo
en una hoja en blanco lo que podría seguir
a esos puntos suspensivos que tan sólo
conocemos los que nos bebemos los versos,

los que vivimos la noche de la ciudad.
“Leaving in the dark city”, se llamaría la película,
y la prostituta quedaría llorando ante nuestro
cadáver antes del fundido a negro final.

Porque en las películas de ahora,
como en la vida real, no se pone “the end”
ni “fin”… y ni si sabemos si todo se ha acabado
o es que la vida es así de dura y cruel.

Sólo vemos a la chica alejarse cuesta arriba,
mientras el nudo en la garganta hace que
nos aferremos a la butaca para,
lentamente, con pasos derrumbados,

llegar hasta nuestro barman favorito
para cantarle el himno del trovador
de la madrugada…

ese que se entona al cerrar la verja,
al apagar las luces, y no tener a quien
dar un beso de buenas noches.

© Isidro R. Ayestarán, 2009
El Cabaret de los Sueños

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