La última leyenda de Córdoba. Por José Fernández Belmonte

Mucha gente pensará que todo cuanto voy a relatar, a continuación, es fruto de mi desenfrenada imaginación, pero me gustaría que me brindarán un margen de confianza y, por una vez, creyeran en mí.
Todo sucedió el pasado sábado en la noche. Habíamos llegado, mi esposa y yo, al cuarto del hotel, en plena judería de la Medina de Córdoba, cuando echamos en falta mi teléfono móvil. Ya era bastante tarde. La neblina cubría la milenaria ciudad y una luz tenue, proveniente de sus típicos faroles, impregnaba de misterio las estrechas y empedradas callejuelas de la vieja ciudad árabe.
Abrigándome todo lo que pude, salí en dirección a las afueras del recinto amurallado en busca de mi coche con la intención de recuperar mi teléfono, del que, desgraciadamente, no puedo separarme nunca.
El húmedo suelo estaba formado por un sinfín de guijarros, más adecuado, quizás, para el trotar de los caballos que para el caminar de las personas. Me fijé en sus estrechos callejones, en lo sinuoso de su trazado, en sus paredes encaladas y en los portones centenarios y majestuosos que dan acceso a palacetes de familias nobles, cuya historia, en la mayoría de los casos, se remonta a la oscura y triste época de la reconquista y, tras ello, a la expulsión de los musulmanes y los judíos que cambió la historia de la ciudad para siempre.
He de reconocer, en cierto modo, que mi mente se hallaba sugestionada por el hechizo de la ciudad, embelesado en su nocturna y solitaria belleza, cuando, de entre las sombras, surgió a lo lejos, la figura de una extraña mujer que pronto comenzó a pronunciar mi nombre como si me conociese de toda la vida. Aunque no soy muy dado a tales excesos de confianza, me paré a escuchar lo que decía:
-José, José, ven por favor, necesito tu ayuda – dijo tuteándome aquella mujer que, ataviada con un vaporoso vestido, había salido del Callejón de la Luna.
Sin dudarlo, dando rienda suelta al caballero -de la oronda figura- que llevo dentro, me dirigí hacia el callejón por donde se había adentrado la misteriosa dama, cuyo vestido me resultó mucho más antiguo, si cabe, que los que se compran a precio de saldo en los modernos outlet.
-José, José, por aquí, ven raudo, por favor – volvió a chillar la señora, mientras su silueta se difuminaba entre las sombras de una callejuela contigua.
Sin saber por qué, decidí seguirla. Por momentos me sentía más confundido y angustiado entre aquel laberíntico entramado de origen Omeya. Era poco más de la una de madrugada y me extrañó no encontrarme con nadie por aquel barrio donde los judíos vivieron sus últimos días en Córdoba antes de su forzado éxodo hacia el norte de África.
-Estoy aquiiií, síguemeeeé, ya casi llegaaaamos -dijo la misteriosa mujer adentrándose por un callejón aún más estrecho que todos los demás.
Entré, con más miedo que ganas de cenar, por aquel angosto callejón, el cual, a mitad de su recorrido se estrechaba dramáticamente. Pensé, de manera espontánea qué, un obeso norteamericano adicto a mcdonald´s se habría quedado allí atrapado de haber intentado perseguir a tal escurridiza fémina. Yo conseguí pasar por la estrechez, a duras penas, y continué con la persecución de aquel espectro vestido de tul. Me encontré, sin saber si tenía o no relación con aquel enigma, una zapatilla Converse de pequeño tamaño, lo que me hizo suponer que podría ser de una chica joven, pero al no encontrarle relación al objeto con mi perseguida la dejé en su sitio por si su despistada propietaria regresaba a buscarla.
Mi sorpresa fue mayúscula cuando, unos pocos metros más adelante, el callejón se ampliaba para acoger, caprichosamente, a un limonero que se mostraba rebosante de molludos y olorosos limones. Tras él, un soberbio muro con un vieja puerta cerrada con un oxidado candado daba por finalizado aquel laberinto, sin dama ni fauno. Enganchado a una rama del resguardado limonero, como si fuese una señal del más allá, encontré un pañuelo arabesco que al acercarme a mi prominente nariz me brindó un dulce olor a jazmín.
De esa guisa, con el enigmático pañuelo arrimado a mi napia, regresé compungido sobre mis pasos. De pronto, escuché un grito que casi me provocó un ictus:
-¡Oye colega! Hip ¿Has visto por ahí una zapatilla? Hip -me preguntó una chica que parecía haber ingerido, al menos, una arroba de calimocho.
-Sí, joven, aquí está -le dije mientras me agachaba a cogerla del suelo.
-Pónmela, hip, colega, que si me agacho me caigo, tronco, hip -dijo la jovencita.
Tonto de mí, me puse a complacer a la adolescente, como antes me dio por perseguir a aquella misteriosa señora del vestido vaporoso de color blanco isabelino, con la desdicha de que la intoxicación etílica que llevaba la puber le provocó -mientras yo ajustaba la Converse a su apestoso y ennegrecido calcetín- un tumultuoso vómito, el cual, me impregno, completamente, con una mezcla fétida de calimocho, salmorejo y restos magros de dudosa procedencia y condición.
Curiosamente, al salir de aquel callejón muerto de asco, leí sorprendido un letrero que ponía: Callejón del pañuelo.
Así fue como regresé al hotel, con la fortuna de que mi esposa, que tiene tan fácil el dormir como el comer, estaba ya durmiendo a pata suelta.
Aprovechando la coyuntura que me brindaba su sosiego, me desnudé a la velocidad del rayo, metí la vomitada ropa en la bolsa de la tintorería que siempre hay en los armarios de los hoteles, que todo el mundo usa para meter la ropa sucia, y, vistiéndome de nuevo a la misma velocidad, salí de la habitación, con la apestosa bolsa en la mano, en dirección a un contenedor de basuras.
Cuando me hallaba levantando la tapa de aquel metálico basurero, escuché, de nuevo, la misteriosa voz femenina que me reclamaba:
-José, José, ven, ayúdame por favor -dijo insistente la mujer.
Ahí fue cuando -discúlpenme mis queridos lectores- tuve que decirle a aquella puñetera señora, perdiendo un poco la compostura:
-¡Qué te ayude tu puta madre, mi niña! -le respondí con cierto toque andaluz.
Así fue como sucedió todo. A buen seguro que muchos lectores dirán que nada de todo esto sucedió. De cualquier manera les aconsejaría que, si vienen a pasar unos días de vacaciones a alguno de los numerosos hoteles o pensiones que hay dentro de la antigua Medina de Córdoba, lleven mucho cuidado con la Señora de las Sombras, odia tanto a los turistas como odió, en su día, a la Santa Inquisición.

José Fernández Belmonte
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