Royal Mile. Por Anita Noire

Royal Mile

Royal Mile

Dime que sí, que sí, como me dices
que no con la tristeza arrinconada
cuando ya el beso se convierte en nada
en los mártires labios aprendices.
Luis Rosales

Después de repetir en infinidad de ocasiones que lo que mejor había hecho en la vida había sido marcharme de allí, acabé volviendo. Era enero, tal vez febrero. Llegué de noche. Hacía un frío intenso y tuve la impresión, como entonces, de que la vida discurría a escondidas del sol. Me debatía entre las diferentes maneras de enfrentarme a un regreso que no había planeado y por el que, sin embargo, había terminado subiendo a un avión, atravesado medio país y plantado la maleta frente a aquella puerta. Quizá fuera la noticia de tu muerte inminente, quizá fuera la necesidad de encontrar, pasados los años, una explicación a aquella huida hacia delante que no sirvió de nada.

Busqué la llave bajo el felpudo y abrí, despacio.El mal recibir de las casas cerradas me dio la bienvenida con un intenso olor a viejo. Sobre la mesa encontré el listado de indicaciones para encender la calefacción, las horas de recogida de la basura y el teléfono de la persona a la que debía llamar si surgía algún problema con el apartamento durante mi estancia. No iba a necesitar nada de todo aquello. Aquellas cuatro paredes habían sido mi casa hacía ya muchos años. Reconocí los cuatro muebles que llenaban la sala, adecentada con cuatro detalles impersonales, y me senté en el sofá. Todo seguía exactamente igual. Necesitaba fumar. Los últimos diez años habían transcurrido sin un solo cigarrillo en el bolsillo y en cambio, ahora, la necesidad era tan intensa que me puse el abrigo y salí a la calle.

Empezó a nevar. Los pies resbalaban y temí terminar escalabrado y maltrecho en mitad de la calle. No sería la primera vez. Recordé aquella ocasión que volviendo de trabajar, corriendo por verte, terminé en el suelo, con una brecha en la cabeza y la dignidad en el bolsillo. Fue tu cara de espanto la que me dio la medida de aquel tropiezo tan estúpido. Y entonces sonreí, como los locos, como los tontos, como los hombres solos que hablan con los fantasmas de sus vidas pasadas.

Caminé por la avenida, junto al canal. La nieve empezaba a acumularse por los rincones. A lo lejos, solo se veía la inmensa mole blanca de los montes nevados. Di la vuelta para volver casa, con las manos vacías. Me dije que mañana, con las primeras luces del alba, subiría la ladera. Ahí arriba, donde el viento aturde los abedules, debes de sentirte muy sola.

 Anita Noire

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