Sexo azul. Por José Fernández Belmonte

Sexo azul

Saturnino Cifuentes nunca pensó que aquellas pastillas de color azul que comprara por Internet, a un precio cinco veces más baratas que en la farmacia, con la ilusión de que su pito recuperara la hegemonía perdida, iba a provocar el desenlace de todo lo que les voy a narrar a continuación, no sin antes rogarles, por lo que más quieran en este mundo, la debida discreción. Estas cosas son muy delicadas y no se deben ir aireando, por ahí, a la ligera.
Como les decía: Saturnino, mientras visitaba por accidente una de esas páginas que abundan en la red, en las que las parejas hacen desnudos, por devoción, y con la luz prendida, lo que antaño se hacía con ropa de dormir, luz apagada y mero afán reproductivo, descubrió un anuncio en el que se publicitaban unas pastillas, de color azul, sobre las que se afirmaba que quintuplicaban el vigor sexual y, con ello, la capacidad de satisfacer a la pareja y recuperar la autoestima. «¡Cinco veces más fuerza, cinco veces más tiempo, cinco veces más macho!», aseguraba la publicidad.
La cuestión era que Saturnino, tristemente, ni tenía pareja, ni autoestima, ni tenía vigor, pero anhelaba tener de las tres cosas, por lo que decidió empezar por la más sencilla: ¡comprar las pastillas! Y las compró.
Nada más recibir su pedido, y sin leer con el debido detenimiento el prospecto que las acompañaba, decidió zamparse la primera con un zumo de manzana. Y como le pareció escasa la ingesta, se tomó otra. Antes de plantearse con quién utilizarlas, había preferido hacer una prueba en solitario para asegurarse de su eficacia y no incurrir, por su precipitación, en un nuevo y doloroso gatillazo.
Se las tomó y se sentó en el sofá a estudiar, minuto a minuto, las sensaciones que iba experimentando. Como el sofá en cuestión se podía reclinar, lo echó para atrás, acomodó cada uno de sus brazos, porque Saturnino no era un pulpo pero le hubiera gustado serlo, estiró las piernas, colocó un cojín detrás de sus desgastadas cervicales, y tras contar doscientas cincuenta y cuatro ovejas churras, y cuarenta y siete merinas, se quedó plácidamente dormido.
Hasta ahí, todo bien. Lo peor vino después.
Un berrido huracanado, que retumbó en todo el edificio, lo despertó dándole un susto de muerte. Al parecer, al butanero que iba de reparto se le había caído una botella de butano sobre el dedo gordo del pie derecho, y el grito que pegó, el desafortunado operario, se debió de escuchar hasta en el oleoducto de Siberia. Alterado, miró hacia su entrepierna, y no podía dar crédito a lo que contemplaba. Se restregó los ojos con ambas manos. Le pegó dos tragos al zumo de manzana que le quedaba, e, ipso facto, escupió todo su contenido al notar en la boca algo sospechoso que, a la postre, resultó ser un moscardón, negro como la noche, y adicto a la glucosa.
Aturdido, se percató de que todo a su alrededor se veía azulado. Pensó que estaría soñando en un mundo similar al de la película Avatar, pero, pellizcándose en uno de sus mofletes, se dio cuenta de que estaba totalmente despierto y en sus cabales. Bueno, eso último no se lo tomen ustedes al pie de la letra.
Aquel bulto sospechoso, que lucía entre sus piernas, era una genuina versión a escala de la Torre Agbar de Barcelona, que para los que no la conocen les diré que es como un descomunal supositorio que no habría culo en el mundo que lo soportara. Un poco azorado por la situación, se bajó el pantalón del pijama, hizo lo propio con los calzoncillos, y ante sus ojos apareció el miembro viril más espléndido y fabuloso que hubiera visto nunca. Ni cuando jugaba al fútbol, ni cuando estuvo en el ejército, ni en las páginas guarras a las que estaba suscrito. En ningún sitio había contemplado antes semejante homenaje a la virilidad y a la contundencia. Y, si había visto alguno de ese tamaño, como el del famoso Rocko Siffredi, lo que nunca, nunca había visto con anterioridad era un pene de color azul pitufo. En realidad no tenía muy claro si su pene había adquirido ese color o era él quien lo veía todo de ese tono. Exaltado, corrió hasta el cuarto de baño, se miró al espejo y, efectivamente, su cara también lucía de ese infantil azul pitufo. Todo su cuerpo era de color añil. Y el pene, entre tanto, seguía creciendo, y creciendo, y creciendo. Tanto creció que la mayor parte de la sangre del cuerpo se fue acumulando en semejante sitio. Él cada vez se sentía más debilitado por tan vasta desviación sanguínea. De hecho, comenzó a notar como sus manos, que intentaron en vano agarrar su pene para intentar acariciarlo y amortizar en parte la inversión, no tenían la fuerza necesaria para llevar a cabo la tarea masturbatoria. Todo a su alrededor comenzó a darle vueltas. Arrastrando sus pies como un nonagenario, llegó de nuevo hasta el sofá. Se recostó, mirando ojiplático a su devastador e incontestable pene azul, y en un postrero intento de aprovechar aquella histórica erección, puso en la televisión uno de los cincuenta canales porno que tenía contratados por cable, agarró su pene con ambas manos, y se quedó dormido como un bebé abrazado a su muñeco.
Al despertarse, aturdido, aún conservaba la posición ahuecada de sus manos. Una posición manual que los hombres tan sólo utilizan para agarrar el vaso del cubalibre, y semejante parte viril en inconfesable y pecaminoso momento. El pantalón del pijama seguía caído alrededor de sus tobillos, pero de su obelisco azul no quedaba ni rastro.
Saturnino Cifuentes, en un acto de heroicidad doméstica que le honra, agarró el paquete de pastillas, y, sin más contemplaciones, lo arrojó al cubo de la basura.
A mí esto me lo contó anoche, mientras nos tomábamos unos cubatas en la Cafetería Divas, pero, por favor, no vayan ustedes ahora contándolo por ahí, por el amor de Dios. Estos chismes deben tratarse siempre con la debida cautela.

José Fernández Belmonte

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5 comentarios:

  1. Elena Marqués

    Buenísimo. Y no te preocupes, que de aqui y todos los países de habla hispana no sale. Tu amigo Saturnino Cifuentes no tiene nada que temer, salvo los posibles efectos secundarios y alucinógenos de producto tan procaz. Siempre nos haces sonreír, que falta hace. Gracias mil y muchos besos castos y celestes.

  2. Sí que es bueno, sí. Desde la primera palabra me has llevado expectante y con la sonrisa puesta. Me lo he pasado muy bien y es de agradecer lecturas como esta. Enhorabuena. Un abrazo inmenso.

  3. Siempre genial, con un humor único. Enhorabuena.

  4. Oiga: alguien me podría poner en contacto con ese tal Ceferino Cifuentes?

  5. Muchas gracias a las cuatro por vuestras generosas palabras y, sobre todo, por dedicar un ratito de vuestro valioso tiempo a leerme. El humor es un arma infalible contra el desconcierto en el que vivimos. Un abrazo para todas las amigas y los amigos de Canal Literatura.

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