Soldados de fortuna. Por Amelia Pérez de Villar

Soldados de fortuna

Se conoce como mercenario (del latín merces, –edis, «pago») al soldado o persona con experiencia militar que lucha o participa en un conflicto bélico por su beneficio económico y personal, normalmente con poca o nula consideración en la ideología, nacionalidad, preferencias políticas o religiosas con el bando para el que lucha. (…) Cuando este término se usa para referirse a un soldado de un ejército regular, se considera normalmente un insulto a su honra. El soldado, que representa a su nación, está dispuesto a luchar por una causa que es de su comunidad o país. Sin embargo, el mercenario lo hace solamente con ánimo de lucro. De ahí que a los mercenarios se les conozca también como soldados de fortuna. También se llama mercenarios a las personas que trabajan o actúan a cambio de dinero o de un beneficio personal, y sin motivaciones políticas, filosóficas, ideológicas o religiosas. (Wikipedia)

Mercenario: adj. Dicho de un soldado o de una tropa: Que por estipendio sirve en la guerra a un poder extranjero. Que percibe un salario por su trabajo o una paga por sus servicios. (DRAE)

soldados de fortuna

Encuentro en un comentario en las redes dos palabras de un colega que me llaman la atención, y que se aportan para definir alguno de los grandes males que aquejan a la profesión de traductor, mi profesión. Intrusismo y mercenariado. Y claro, me dan que pensar. Me dan que pensar en más de un sentido y, quiero aclarar, de forma absolutamente aislada e independiente del comentario que suscita la reflexión, cuyo hilo no seguí después.

Las quejas de los traductores españoles son cotidianas y legendarias. Muchas, incómodas. Dan para mucho. Pero hoy me voy a mantener pegada al léxico casi al ciento por ciento, como intento hacer cuando traduzco, siempre que es posible. Efectivamente, esos dos males son dos de tantos: no sé si los más peligrosos, los más extendidos, o los que más llaman la atención. Uno de ellos tiene que ver con la estulticia, perdónenme que sea tan clara. La traducción es un oficio que ejercen personas con la más variada formación, pero unidas por un denominador común que consta de tres elementos, ninguno prescindible: conocimiento de la lengua (y la cultura) de partida, conocimiento de la lengua (y la cultura) de llegada y capacidad, en parte innata y en parte adquirida por un entrenamiento específico y por la experiencia acumulada, para formular un texto B equiparable al texto A pero con un código diferente. Lo de innato es mayor en unos traductores que en otros. Lo de adquirido es siempre privativo del que opta por dedicarse a esto. Si un editor decide encomendar una traducción a un individuo que no reúne todos estos requisitos, está cayendo en la estulticia. Nadie es investido en su nacimiento con el don de la traducción, como la Bella Durmiente lo fue en la cuna con el de la hermosura. La experiencia, especialmente aquí, es un grado. Ser profesor de inglés no le convierte a uno en buen traductor, ser músico no le capacita para traducir biografías de músicos, ser escritor no siempre es suficiente: me acuerdo en este apartado de Martín Gaite, cuya obra admiro y disfruto (también en traducción, con resevas), y de Borges, cuyo «cuarto propio» nunca fue mío. Son para mí ejemplos, respectivamente, de lo transigible y de lo infumable. Pero encargar una traducción a alguien que empieza, a un profesor o a un músico con tiempo libre, permite a veces pagar otras tarifas que convienen a las dos partes, y encargársela a un escritor de fama garantiza las ventas. Y un escritor puede ser buen traductor (ejemplos tenemos) pero no lo es necesariamente (ejemplos hay, también, así mismo).

Lo del mercenariado me trajo a la cabeza inmediatamente la expresión «soldado de fortuna». No hay que explicar aquí que el término mercenario ni goza de buena fama ni tiene connotaciones positivas, y que en algunas definiciones se da como sinónimo la palabra «sicario» o la expresión «asesino a sueldo». Ahora bien: con la parte del DRAE que dice «que percibe un salario por su trabajo o una paga por sus servicios» no puedo estar más de acuerdo. He defendido, defiendo y defenderé el derecho del traductor a percibir una paga justa por un trabajo que sólo él puede hacer bien. De ese burro no me bajo. La parte de «nula consideración de la ideología, nacionalidad, preferencias políticas o religiosas»… en fin, ¿qué quieren que les diga? Somos traductores. Hacemos traducciones. Nos contratan para ello. Nos pagan por hacerlo (bien). Para mí es una ecuación simple. Otra cosa es que para dedicarse a esto haga falta una dosis de pasión sin la que es imposible mantenerse en la carrera. Quiero pensar que es a eso a lo que algunos colegas se refieren cuando dicen que la traducción es un acto de amor, expresión que para mí no capta en absoluto la esencia de este oficio. Prefiero hablar de vocación, como la de los médicos: eso es lo que nos distingue de quienes sólo son traductores ocasionales, impulsados por la comodidad, la necesidad o la moda, y lo que hace que nuestro trabajo adquiera especial valor. Y ahí es donde desaparecemos, otro caballo de batalla de los debates traductoriles de los últimos tiempos. O de todos los tiempos. Sólo en una traducción hecha por un traductor profesional desaparecen las costuras y el revés queda perfecto, como en el punto de cruz. Los traductores cuyo nombre resuena son aquellos en cuyas traducciones no se transparenta lo que hay detrás. Otra ecuación simple.

Sin embargo, por todo esto, somos soldados de fortuna. Lo somos porque no nos queda otra. Lo somos, porque en castellano la palabra «fortuna» (a diferencia del italiano, donde significa «suerte») tiene un matiz de azar y, por tanto, de incertidumbre. Esos somos nosotros. Somos el resultado de un sistema deficitario, no sólo imperfecto: a veces manifiestamente vergonzante. Un traductor literario no puede subsistir traduciendo libros, menos aún cuanto más elevada es la literatura que traduce. Hay que combinar la actividad con otras que den mejores rendimientos, tener alguien que contribuya a tu manutención o contar con otras formas de ingresos, como rentas, o el famoso «colchón financiero». Para ese viaje, ¿quién necesita alforjas? Hay que trabajar en casa porque no es posible tener una oficina alquilada: ¿en qué otros negocios o actividades profesionales sucede eso? Hay que facturar cuando se acaba el libro y cobrar cuando tiene a bien el departamento de contabilidad de la editorial, también aquí, más complicado cuanto más grande. Hay que disimular cuando las cosas van mal, hacer los pasillos como los cómicos, a ver si cae algo. Llevamos encima lo peor de los creadores (la inseguridad, la falta de continuidad de nuestro trabajo, la poca consideración social, los ingresos exiguos) y lo peor del resto de trabajadores de la sociedad (pagamos impuestos altísimos por lo trabajado, cotizamos a la Seguridad Social cuando no hemos tenido ingresos ni sabemos cuándo los volveremos a tener). Soldados de fortuna ilustrados, una combinación nefasta.

Amelia Pérez de Villar

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