La leyenda del cazador. Por Dorotea Fulde Benke

LA LEYENDA DEL CAZADOR

In memoriam Ousmane Kote, senegalés de 19 años, asesinado en Almería

 

 

El semáforo está en rojo. Ousmane Kote de Senegal, que lleva cuatro años en Málaga malviviendo de trabajos eventuales, se acerca sonriente a las ventanillas de los coches parados. Mientras avanza entre los vehículos, saluda y ofrece paquetes de pañuelos de papel, manteniendo siempre una actitud respetuosa. A pesar de ello, tampoco esta vez ha tenido suerte; nadie le ha hecho caso. Cuando el semáforo cambia de color, él tiene que apartarse rápidamente porque a algunos conductores no les parece importar atropellarlo. Andando por la acera vuelve al cruce, y se entretiene un momento junto al jubilado que como cada tarde está sentado en el banco que hay en medio de una franja de césped. El viejo le mira fijamente sin decir nada, pero el senegalés sabe lo que está esperando.
—Buenos días, abuelo —le saluda pronunciando con cuidado los extraños sonidos de la lengua de este país. El viejo no responde, no lo hace nunca porque desde que tuvo un infarto hablar le cuesta igual o más que al senegalés.
Ousmane bebe de su botella de agua, no sin antes ofrecerle al jubilado, que niega con la cabeza. Después, alto y enjuto, regresa al semáforo que se ha vuelto a poner en rojo. Levanta dos paquetitos cuya blancura deslumbra en sus manos morenas, y pasa entre los coches esperando que alguien le dé una propina a cambio de unos pañuelos. A sus espaldas un conductor se baja de su vehículo para quitarse la cazadora. La presencia de Ousmane le parece sospechosa y tira la prenda con rapidez sobre el asiento de atrás, se vuelve a montar y asegura las puertas con el cierre centralizado, por si acaso. En ese momento, el temporizador del semáforo cambia las luces a verde. Los coches que estaban parados arrancan, salvo algunos que tienen que esperar porque al de la cazadora se le ha calado el motor. Le pitan con impaciencia y él responde mediante un gesto soez; pocos segundos después no queda ni un vehículo por este lado del cruce.
la leyenda del cazadorOtra vez Ousmane se pone en marcha; camina hacia atrás, donde está el poste del semáforo. Le parece notar una gota en su cabeza y mira al cielo que está encapotado; luego al pavimento de la calzada, que no muestra huellas de la deseada lluvia. Lo que sí ve en el suelo es un objeto marrón que antes no estaba. Sus largas piernas, acostumbradas a vencer grandes distancias sin apenas esforzarse, le acercan en dos zancadas. Se agacha y lo coge: es una cartera de cuero. Cartera equivale a dinero, poco o mucho, y él tiene hambre y sed, aparte de otras necesidades. Su mano grande se cierra alrededor del monedero. Mira de reojo al jubilado que tiene la cabeza gacha y se apoya en su tacataca. ¿Cómo ha podido aparecer una cartera en medio de la calzada sin un peatón a la vista? Ousmane se encoge de hombros. Quisiera creer que es un regalo para él, una ayuda para seguir la lucha por la supervivencia. Sin embargo, sabe que no es suyo lo que aprietan sus dedos, y que para evitar tentaciones lo mejor será entregarlo directamente a la policía. Con rapidez se dirige a la calle que va a la comisaría pero a los poco pasos ralentiza la marcha. ¿Y si mira cuánto hay? A lo mejor está vacía y podrían pensar que él se ha quedado con el dinero… Aprovechando que sale una mujer de un portal, se mete en la entrada. Junto a los buzones –cubriéndose con el cuerpo contra cualquier mirada indiscreta– abre el billetero y repasa su contenido: dinero, mucho dinero, billetes, tarjetas de crédito y un talón. Su cara, normalmente abierta y sonriente, se nubla, se cierra. Piensa que hasta ahora apenas ha podido mandar dinero a casa, y en la sorpresa que se llevarían si les mandase una fortuna como la que ha encontrado. El tío podría poner en marcha su taller de mecánica comprando…; pero inmediatamente lo descarta porque se acuerda del cura, un padre francés que le enseñó a leer y escribir y le aconsejó muchas veces, hasta que sin ningún motivo unos niñatos le mataran a la puerta de la iglesia. No te quedes lo que no es tuyo, le parece oír de nuevo, como cuando era chaval y había ganado en una pelea los deportivos de otro niño. Ousmane suda y en un arrebato mete los billetes sin ton ni son en el monedero. Tanta prisa tiene que algunas tarjetas se le caen y las tiene que recoger y volver a colocar bien. Sujetando su hallazgo con firmeza, sale del portal y sigue calle abajo en dirección a la comisaría.
A medida que se aproxima a su destino, su paso se va aletargando de nuevo; en su memoria bullen cruentos recuerdos de soldados y milicianos, de hombres arbitrarios envalentonados por el uniforme, pero se obliga a continuar e intenta serenarse cuando sube los escalones de la comisaría. Los dos policías que están delante de la entrada le miran de reojo, pero le dejan pasar; la puerta automática que se abre silenciosamente, se cierra tras él con un ruido seco. Titubeante se acerca al mostrador donde el agente Muñoz Doblado, un hombre corpulento y algo mayor, lleva todo el día escuchando denuncias y mentiras, mentiras y denuncias… Le pregunta qué quiere, el senegalés no acierta a responder y Muñoz repite su pregunta con un toque de impaciencia. Agobiado por el ambiente, Ousmane mira hacia la puerta; quisiera salir corriendo y es con un gran esfuerzo que consigue hablar:
–Cartera, en calle, –dice buscando las palabras que el miedo bloquea en su cerebro. –Yo… traer aquí.
Muñoz le sonríe y contesta con amabilidad. Se pone guantes por sí resulta que es un ladrón arrepentido que ante una cartera con poco dinero prefiere entregarla para conseguir una recompensa. Todo se ha visto ya en la comisaría, todo y más. Pero esta vez no es así, el billetero está lleno: 700 € en efectivo, un talón firmado de 3.000 € y varias tarjetas de crédito y de visita; al final, el DNI del propietario de la cartera. Menos mal, piensa Muñoz, así le localizo y no hay que dar entrada al dinero a caja, con el lío de papeleo que eso trae. Manda a Ousmane sentarse en una de las sillas del fondo, y va a su escritorio para llamar por teléfono. Solo suena dos veces antes de que responda una voz masculina. Muñoz se identifica y explica la razón de su llamada. No le agrada la reacción de la persona al otro lado de la línea:
—Vale, voy para allá —dice el hombre—. ¿No faltará nada, verdad?
—Lo tendrá que comprobar cuando llegue —contesta Muñoz con sequedad, y el otro cuelga sin más.
Cuando el policía se levanta para atender en el mostrador, se le ha borrado la sonrisa de su cara redonda y simpática.
Pasa una hora; Ousmane está en ayunas y se siente mareado, no deja de preguntarse si la decisión de entregar la cartera fue un acierto o una beatería más propia de un monaguillo. Con los ojos cerrados reza pero no se le aclaran los pensamientos. Finalmente se queda traspuesto porque en el asilo donde duerme hay que compartir habitación con otras personas y él no consigue descansar bien.
Martín Hoyos ha tenido que dar dos vueltas a la manzana antes de encontrar aparcamiento. No es una persona muy respetuosa con ordenanzas y prohibiciones pero le parece exagerado dejar su coche en el vado de la comisaría. No se ha vuelto a poner la cazadora y aun así su camisa está manchada de sudor. El agente Muñoz procede a confirmar su identidad y antes de entregarle la cartera le hace anotar su contenido en un formulario. Ya con la cartera en mano, Martín recuenta rápidamente el dinero y repasa las tarjetas y el talón; luego firma haber recibido todo. No le gustan las comisarías; su ex mujer le denunció en un par de ocasiones y él conserva algo de repelús al ambiente policial; cuanto antes salga por la puerta, mejor.
—¿Eso es todo? —pregunta al agente. Muñoz se da media vuelta y va a las sillas del fondo donde despierta a Ousmane que está dormitando. Le trae al mostrador y le presenta.

—Este señor encontró su cartera y la entregó aquí sin tocar nada —dice y mira fijamente a Martín, que se encuentra entre la espada y la pared y tendrá que soltar una recompensa. Primero piensa darle la mano al negro, que para él tiene toda la pinta de un ‘sinpapeles’, pero como no le apetece tocarle, le ofrece sin decir nada un billete de 50 euros —no lleva encima ninguno de valor inferior y no se atreve a pedirle al policía que le cambie—.
Ousmane mira el billete sin decidirse a cogerlo porque sigue sin entender muchas de las costumbres de este país donde siempre le rechazan cuando quiere compartir comida, y no quiere equivocarse. Martín está a punto de volver a guardarse los 50 euros porque si el negro no los quiere, no es culpa suya, pero de nuevo interviene Muñoz que está claramente de parte de Ousmane. Le mete el billete en la mano y le indica que ya puede irse. Él conoce muy bien la expresión de cara con la que el senegalés mira la puerta.
Ousmane se va a paso ligero hacia el parque del barrio, su refugio en momentos de tristeza y confusión. Pronto tendrá que buscarse otro, porque el tiempo ya ha refrescado y parece que va a llover. Aun así se sienta en un banco y contempla el billete antes de doblarlo con cuidado y guardarlo. Cuando echa de nuevo a andar, estirando sus largas piernas, caen las primeras gotas y de pronto le embarga desde muy adentro una felicidad cristalina: nunca desde que ha llegado a este país se ha sentido tan contento. Ha resistido la tentación como Jesús en el desierto; igual que San Jorge ha vencido al dragón… Tan fuerte es su alegría que rompe a cantar.
Los caminos del parque están desiertos, pero incluso si hubiera gente nadie entendería lo que canta en su lengua, lo que les cuenta a los árboles, los arbustos y la hierba: Yo era un cazador sin suerte, canta, llevaba semanas sin coger ninguna presa. Tenía hambre y sed y solo la lluvia me acompañaba. Sus manos describen un círculo y la bolsa de los pañuelos revolotea. Encontré un ave moribunda, continúa al estilo de su pueblo, pude quedármela pero la flecha que la derribó no era mía, era de otro cazador, de un rival.
La propia historia le emociona y con lágrimas en los ojos se agacha cogiendo el ave imaginaria, la acaricia y la levanta como si fuera un regalo y no una bolsa de plástico. Caminé durante horas hasta llegar a la cabaña de mi rival y le entregué su presa. Se para en seco y saluda respetuosamente al árbol más viejo del parque. El otro cazador me invitó a compartir el festín; asamos el ave y la comimos entre los dos. Me ofreció los mejores bocados… ahora somos amigos para toda la vida.
Con los brazos en alto, Ousmane da gracias por el buen final de la aventura; promete traer un trago de leche o de cerveza como ofrenda y verterlo a los pies del viejo árbol. Todavía llora, pero cuando recapitula la bella leyenda que él mismo acaba de inventar, la sonrisa vuelve a su cara. A la salida del parque respira hondo antes de adentrarse en las calles para comprar algo de comida y bebida. Luego se pondrá a la cola del centro para transeúntes para solicitar cama, como todas las noches.

 

Dorotea Fulde Benke

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