Presentación en Sevilla de «El bastón de avellano», de Jaime Covarsí Carbonero. Por Elena Marqués

El bastón de avellano

El lunes 28 de septiembre, a las 20.00 h, en el Círculo Mercantil e Industrial de Sevilla (C/ Sierpes, n. 65), se presenta la novela de Jaime Covarsí Carbonero El bastón de avellano, que no es sino un homenaje al Roman de Flamenca; obra occitana anónima del siglo XIII donde se reivindica el papel de la mujer dentro del juego del amor cortés. Por otra parte, la novela refleja el trabajo en una editorial, donde el manuscrito es recibido y tres personajes deben encargarse de analizarlo y decidir su publicación. Esta circunstancia los obligará a reflexionar sobre su propio concepto amoroso y erótico. Entre la idealización, el deseo y la procacidad de su comportamiento, la vida y la literatura van superponiéndose hasta que un final sorprendente despierta al lector en una descarnada reflexión sobre la creación literaria y su significado vital.

Yo he tenido la gran suerte de «corregir», si es que había que hacerlo, esta novela, de leerla casi de primera mano, y el privilegio aún mayor de prologarla. Me gustaría, pues, para que conozcáis mi experiencia al enfrentarme a esta obra, dejaros aquí esas palabras preliminares que el libro me ha inspirado por si de ese modo consigo despertar vuestro interés.

Ya os adelanto que Jaime Covarsí (Barcelona,1975) es doctor en Filología Hispánica por la Universidad de Sevilla, donde ha ejercido la docencia hasta el año 2006, y que su tesis doctoral, con la que obtuvo el Premio Extraordinario, consistió precisamente en la traducción y estudio de ese tratado amoroso occitano medieval, el Roman de Flamenca, y que cuenta, además, con numerosas publicaciones en el campo de la literatura medieval y renacentista. O sea, que a su lado quien firma esta entrada es una absoluta «mequetrefa», aunque una que disfruta con estos juegos de palabras y vidas del mismo modo que espero vosotros disfrutéis de este formidable libro que aquí os recomiendo.

ERAN GIGANTES

Siempre he querido vivir de los libros. No tanto de escribirlos como de saborearlos y soñarlos. Tal que un nuevo Alonso Quijano, convertirme en caballero andante, liberar galeotes, atajar desafueros, suspirar por Dulcineas de hermosuras sobrehumanas. Cerrar la última página con la certeza de que el personaje que deambulaba por ellas continúa ahora en mí y que por la mañana, al coger el coche para dirigirme al trabajo, se agitarán como aspas de molino los brazos de los gigantes allá a lo lejos, mientras conduzco en dirección al sol y la horrible calle junto a la estación de Santa Justa se convierte en los dorados e infinitos campos de Montiel.

Si en ese momento alguien me mira a través de la ventanilla de mi Peugeot 206 a punto de derrumbarse, cual viejo Rocinante, no me descubrirá contando las rayas blancas e intermitentes de la carretera como manchas de margarina en el asfalto, ni rebuscando en el dial de la radio la voz de las noticias o la de una música que actúe, cual bálsamo de Fierabrás, en las heridas que el gris de la mañana me va trazando hasta que al fin aparco. (Subir las escaleras de la oficina me trepana lo mismo que las doce campanadas de Cenicienta.)

Despertar de ese cuento es doloroso. Mucho más para quienes creemos en él. Y, según voy entendiendo, somos legión los que sucumbimos a la epidemia.

Por eso, antes que nada, lanzo este aviso. El bastón de avellano no es un libro. Es una enfermedad. No se asuste el lector de lo que digo. Escuche simplemente el olor de las olas en el vestido de la condesa de Trípoli al recibir, en vez de un amor, el rictus de un cadáver. Contemple, desprendido de un tapiz, el rostro de Tristán apoyado en un trozo de árbol. Olfatee las ropas deshojadas de la joven Flamenca. Duélase de la pérdida de Fulberto. Todo nos habla de esa fiebre de amor, de ese mal eterno y endemoniado que, al parecer, solo deambula por la Literatura. Un amor que preexiste a la contemplación del objeto amado, que hechiza con filtros amorosos, que renuncia sin esperar respuesta.

Y ese amor es, pero en los libros. Y, si navega en ellos, en la espuma de sus páginas, atracará luego en nosotros, sin respeto alguno por el tiempo en que vivimos y nuestros anclajes dudosos a la realidad.

Tanto Mar como Mario lo saben, y dejan de ser ellos para convertirse en Flamenca y Guillem. Y tanto creen, que la llama que anima a la primera se arrimará al ascua del segundo y la hará arder. Porque nadie se resiste al amor, y mucho menos al de las novelas, del que bebemos, del que nos alimentamos. El que nos hace felices y verdaderos. Salir a velar armas a las ventas es, pues, algo inevitable.
Y hay ciertos trabajos que no ayudan. Me refiero a superar la crisis, a sanar.

El protagonista de esta novela se gana la vida en una editorial (eso me ha hecho remontarme a mis primeras experiencias en el mundo laboral, que resultaron después las más gratas) y es escritor (quién alcanzara ese título). Sus conversaciones con los compañeros de trabajo giran en torno a la literatura, como si esta fuera una más del grupo. La construcción de un texto promocional sobre una novela nos conduce de un medio a otro, desde el barco en que navega un putrefacto señor de Blaya hasta los muros furibundos de la celda de un canónigo; desde las páginas construidas de la literatura medieval hasta las blancas y por levantar en el siglo XXI, el de los amores de carne y hueso.
All you need is love, dijeron, y quizás sea verdad; pero hay amores invisibles que susurran al oído por las noches, a la luz tenue de una lámpara; que se cuelan como doncellas y gimen a tu lado; que hablan en su idioma propio y, cuando el sueño te vence, te miran desde la esquina del tapiz, se deslizan por la ventana y cruzan el Helesponto a nado a través de los cordeles del tendedero en la estrechez del patio. Porque la vida es cine, y literatura, y las historias nacen a poco que las riegues con filtros y bálsamos mágicos. Y sucumbir a ellas, a la enfermedad de la ficción, reconocerle el sitio en la cabecera de la cama o en el asiento delantero de un Peugeot-Rocinante, no es locura, ni utopía (aunque tales cosas el Quijote jamás las dijo), sino el mejor modo de cabalgar la recta junto a la estación de Santa Justa camino de los dorados e infinitos campos de Montiel.

Elena Marqués

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