El mendigo. Por Doctorv

Mendigando complicidad se arrastra de bar en bar, buscando en los ojos perdidos, en los rostros ajados de arrugas prematuras, de capilares rotos, de angustia cotidiana, la comprensión que nadie le ofrece. Cambia de sitio, pero no de paisaje, almas errantes, sucias de soledad, de autoabandono, de autoflagelamiento, de desesperanza definitiva.

Soldador de profesión, la crisis lo arrinconó en la cuneta de los abandonados, y  una bofetada brutal de realidad convirtió su vida en ceniza; su empresa desapareció traspapelada entre el rincón de algún juzgado  y varios bancos; las facturas impagadas y las citaciones judiciales invadieron su casa, su vida, su matrimonio.pobres-thumb

Tras un tiempo de perplejidad, de irrealidad, vino otro de angustia, de bilis, de narcótica realidad, de abandono, primero propio, y más tarde ajeno, de gritos, de reproches, de excusas, de más abandono, de indolencia, de derrota.

Su vida se esfumó como una oscura niebla, pero sus viejos fantasmas decidieron no abandonarlo, seguir torturándolo hasta el final.

El alcohol se convirtió en su único compañero, fiel desde hacía mucho tiempo; aunque  tuvo otros amantes, ahora no tenía con qué pagarlos. Sin un techo en que cobijarse (su casa se perdió como todo, y después perdió su hogar), se enfrentaba a sus pesadillas en una  vieja caravana desvencijada que un día fue una promesa de viajes inolvidables en familia, de realidades incumplidas. Y combatía estas mismas pesadillas que le acechaban también y con más furor durante el día a base de carajillos y anís, y, cuando era posible, de vino barato, de conversaciones manidas, de compasión indiferente en los rostros ahora cotidianos, pero al final extraños.

A veces, acostado en su maltrecha caravana le golpeaban fragmentos dolorosamente lúcidos de otra vida; de risas infantiles, de abrazos tiernos, de tontos cuentos que irremediablemente terminan con un otra vez papi, cuéntamelo otra vez,  de un niño durmiendo entre sus brazos, de él mismo, a su vez, dormido entre los brazos de una mujer que recuerda hermosa, amada, deseada; juraría que sólo son sueños, si no fuera por el puño que golpea su estómago y aprieta su garganta mientras piensa en ello, del dolor que no desaparece ni aun cuando cae vencido por la correspondiente doble ración de alcohol barato, de la angustia que lo recibe al abrir los ojos, a media mañana del día siguiente.

Hoy, mientras rebuscaba comida caducada en un contenedor de basura  (pues el poco dinero que puede conseguir lo gasta en gasolina, como él llama al vino barato), vio pasar a su hijo; alto, unos diecisiete años (diecisiete exactamente, y dos meses y tres días, recuerda perfectamente), de la mano de una muchacha algo menor que él, a la que el mendigo no conoce. Pese a lo inesperado, y al mareo constante en su cabeza debido al alcohol, el mazazo es impresionante. Intenta levantar una mano a modo de saludo instintivo, y que detiene a medio camino, cuando su hijo, aparentemente ajeno a la situación, acelera inperceptiblemente el paso y dobla la primera esquina que se encuentra.

El dolor que ataca su pecho es insoportable; imediatamente abandona la búsqueda en el contenedor, y abre el cartón de vino barato que lleva en una bolsa, y le da un largo trago, que le resulta terriblemente amargo. Se dirige lentamente a un jardincillo cercano, y, bajo un arbusto que ya conoce de otras veces, y que le brinda cierta protección frente a la curiosidad ajena, se deja caer derrotado.

Cuándo despierta, aún amodorrado, ya ha oscurecido. El cartón de vino descansa vacío junto a su lado, y la tierra cercana está húmeda, con seguridad por sus propios vómitos (a tenor del sabor amargo de su boca), y de su orina (según delata la mancha en su entrepierna). Se levanta tambaleando, y se dirige a las afueras, donde yace su desvencijado hogar.

Tras veinte minutos arrastrando los pies por el pavimento, un olor que no identifica le golpea la nariz, y, como en un mundo irreal, advierte, impasible, cómo las llamas terminan de devorar su caravana. Ni siquiera se pregunta por qué no hay nadie, ni bomberos, ni policía local, nadie; sólo él y la noche, y las llamas que consumen una vez más todo lo que tiene.

 

Doctorv

3 comentarios:

  1. Elena Marqués

    Conmovedora historia sobre los estragos de la crisis y el alcohol. Y cuántas habrá como ella…
    Un abrazo.

  2. Solo pueo decirle con un nudo en la garganta que me he emocionado mucho con su relato.

    Felicidades. Un abrazo.

  3. Y lo peor de todo es que no es ficción… Un saludo.

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