Cine experimental. Por Marcelo Galliano

-Está bien, la voy a ver.
La respuesta fue automática, casi un reflejo; ni siquiera tuvo ganas de rebatirle a Pablo sus teorías, de discutir sobre sus raros gustos cinematográficos: esos cascotes indescifrables que cada tanto le recomienda poniéndole cara de “esto es imperdible”, “no hay que quedarse solamente con lo que hace Hollywood”. Y ahí: el momento en que él, sin siquiera mirar la etiqueta, deja caer el DVD en el portafolio como una tira de bayaspirinas y, ya alejado cinco o seis pasos de su amigo, alza el brazo para agradecerle la última frase, la reiteración del consejo que todo cinéfilo esgrime para subrayar el carácter de maravilloso de lo que acaba de recomendar, para dejar en claro que el mundo no sería igual sin en ese mediometraje que seguramente un director latinoamericano filmó por consejo de su terapeuta:
-¡No te vayas a perder eso!
Y, entonces, él camina y sonríe, alejándose más, dejando evaporar en su cabeza las palabras de Pablo, sabiendo, sin necesidad de comprobar, que se lleva en el portafolio una película que no verá, que a lo sumo “picará” de apuro como treinta años atrás lo hacía con los long plays desconocidos en las cabinitas del Centro Cultural del Disco, o que como mucho la pondrá y la mirará un rato para comprobar lo que ya sabe: que esas cosas no son para él, que cuando un arte se llama experimental es porque el experimento falló.

Está cansado. En los huesos le pesan las cadenas del día: el agitado derby de papeles, de problemas, de llamados…; quiere llegar y echarse como un perro herido a olvidarse del mundo, a comer cualquier cosa, a aflojarse la camisa, a airearse la carne dolorida y confirmar que sigue teniendo pies, sí, que aunque no los sienta sigue teniendo pies.
Avenida San Juan 1928. El edificio exhala su sueño de crepúsculo, su silencio de luna venidera en el cual los pasos agigantan su ruido. “Al fin solos” piensa al verse en el espejo del ascensor, mirándose la boca, los ojos, esforzándose por encontrar en ellos un pedacito de alma ilesa.
El cimbronazo le anuncia el quinto piso. Va hacia el departamento A y abre la puerta, su puerta, y esboza una sonrisa ante la olorosa penumbra de persianas cerradas, ante esa porción irreductible de mundo que nada ni nadie puede invadirle.
Se arroja en su sillón para desaparecer, para oscurecerse en los negros ojos de su living. Piensa en nada, y ahora el dolor, ese dolor en el cuerpo, es un tibio mordisco de goma espuma, de sombra a salvo, de alivio, de olor a uno mismo, de jornada no sucedida.
Al rato, y a ciegas, tantea el maletín y vuelve a sonreír:
-¿Qué me deparará esta vez? -se pregunta pensado en el DVD de Pablo-. ¿Un hombre que se cree canguro? ¿Una cena en donde todos se duermen con la comida servida en los platos? ¿Una adolescente que se convierte en Nerón? (Bodrios que su amigo consigue habitualmente en las mesas de los festivales underground.)
Casi por diversión prende una luz y rebusca en la valija. Ahora, gracias a la lámpara, su living es piadosamente amarillo, y amarillos también el teléfono, y la terrosa copia de un Velazquez que dormita en una de las paredes, y los discos apilados, y el jarrón con un clavel enfermo, y el stand de libros ilegibles y el aparato… el aparato donde él coloca el DVD.
Los títulos son escasos como en toda producción independiente. En la primera escena: un hombre, quizá un asesino a sueldo, guarda un arma en el interior de su saco y sale a caminar… Parece Buenos Aires. Es Buenos Aires. El protagonista anda por Avenida Callao, las imágenes parecen tomadas por una filmadora casera, o por un teléfono celular.
“¡No te vayas a perder eso!” Las palabras de Pablo vuelven a su cabeza y él se ríe y aguanta las ganas de agarrar el teléfono y llamarlo y putearlo de arriba a abajo, pero también fantasea con esperar a verlo mañana y mentirle, decirle que la película le pareció maravillosa, que no deje de recomendarle otra cuando esté seguro de una calidad semejante. Mientras, en el plasma, el tipo sigue caminado por Avenida Callao, y ya a esa altura pasa Las Heras y, en un rato, en solamente pocos minutos, va a cruzar Avenida Santa Fe…
Él tiene ganas de sacarla, pero algo se lo impide, quiere saber hasta cuándo va seguir eso. “Eso”, sí, cómo llamarle, si no, a un tipo mal filmado y caminando y caminando y caminando…, caminando por Callao y ahora llegando a Avenida Córdoba…
Él se levanta de su sillón y deja la película corriendo. Va hasta el modular, se sirve un trago de whisky y de lejos, de reojo, ve que el tipo sigue, y sigue, pasando delante de pizzerías, de negocios de ropas, de árboles. Él va a la cocina y busca hielo y echa una piedra que se hace ámbar apenas cae en el vaso; al volver vuelve a ojear el plasma para darse cuenta de que el tipo continúa caminando por Callao y ya está por llegar a Corrientes… Él se estira en su sillón y aunque tiene ganas de apagar y dormir, resiste, sí, resiste para saber cómo termina esa ridiculez, o quizá para poder plantarse mañana delante de Pablo, con toda la rabia, o para llegar al final y hacer lo que no hizo al principio: fijarse quién es el director de ese disparate y quién te dice buscarlo en la guía telefónica y decirle que se dedique a pasear perros o que se ponga una rosticería. Pero el tipo, el enigmático tipo ya llega a Rivadavia, ya va a pasar el Congreso y, claro, ahí la película va a variar, se dice él con ironía, ahí Callao deja de llamarse Callao y pasa a ser Entre Ríos…
El tipo ahora va por Entre Ríos y él piensa seriamente en sacar el DVD, pero va de nuevo al modular y se sirve otro trago, aunque quiere dormir y los párpados le pesan se sirve otro trago y vuelve a recostarse en el sillón, el sillón que ahora ha tomado el calor de su cuerpo y tácitamente lo invita a dormirse…; pero él sigue mirando y mirando, mirando al tipo que camina por Entre Ríos y que dentro de un rato llegará a Avenida Belgrano, sí, a Avenida Belgrano… Y él tiene ganas de cerrar los ojos, de olvidarse de esa película estúpida y cerrar los ojos, esos ojos que ahora se atreve a entornar y que observan, apenas, que el tipo persiste caminando y caminando por Entre Ríos, y que sigue y que sigue… y que de un momento a otro cruzará Independencia y pasará por delante de otras caras, de otras puertas, de otros puestos de flores…
Cerrar los ojos… sí… dormir, dejar que ese tipo siga caminado en su idiota película y dormir… Ahora el plasma muestra al tipo llegando a Avenida San Juan, pero él ya se ha dormido, ya ha derramado el resto de whisky y se ha olvidado de esa película inextricable que sigue rodando delante de él, esa película en donde un tipo camina y camina y ahora toma Avenida San Juan y sigue y sigue…, él ya no lo ve pero el tipo camina por Avenida San Juan… y sigue y sigue … y llega al 1928 y entra al edificio, y sube al quinto piso y fuerza la puerta del Departamento A. Adentro: una luz amarillea ese living, y el teléfono, y la terrosa copia de un Velazquez, y unos discos apilados, y un jarrón con un clavel enfermo, y un stand de libros ilegibles y un hombre… un hombre dormido en un sillón con un whisky derramado…, ese hombre para el cual el tipo saca el arma, ese hombre al que apunta…

 Marcelo Galliano
Derechos registrados
Argentina

Jurado del VIII Certamen «Poemas sin Rostro»

 

Un comentario:

  1. Una moderna «Continuidad de los parques» que brilla con luz propia.
    Enhorabuena.

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