Cuando caiga la lluvia en nuestras lápidas. Por Miguel Sánchez Robles

Cuando caiga la lluvia en nuestras lápidas

“Uno no puede hacer nada por las personas que ama, salvo seguir amándolas”
Fernando Savater

 

    Me senté junto a Celia Narboni durante todo primero de bachillerato de Letras. Celia era triste, mustia y delicada. Le pintaba lágrimas negras a todo, unas lágrimas negras como las de Alice Cooper y besaba con lengua como si esa cosa fuera lo mejor que supiera hacer en la vida. Sin embargo, yo me hubiera quedado a vivir para siempre en el nido de sus muslos perfectos, aquellos muslos tersos que le veía todas las mañanas al final de sus vaqueros cortos, aquellos muslos limpios y blancos como la carne de Ashley Judd que yo siempre quise poder besar un día. Si me hubiesen dado a elegir, hubiese besado antes la piel de aquellos muslos que su boca, incluso me hubiese abrazado a ellos llorando de mucha pena cuando murió mamá. Mamá que olía muy bien a madre y se sabía cada pespunte de hasta el último ojal de mis camisas. Mamá que aquel año me dejó tan roto y solo en el mundo.
Celia era una muchacha con los ojos de color miel que vestía siempre con camisas muy blancas. Parecía extirpada de un altar romántico, traída de alguno de esos cuentos rusos de Chejov o de alguna de esas películas complicadas llenas de fatigada desidia de existir. Era callada y parca como yo. Los dos éramos tristes, turbios, sin caber. Éramos de esas personas que nacen para sentarse tranquilas junto a los ríos o saber mucho de Bécquer o de células, o para querer vivir dentro de un relámpago, pertenecíamos al subconjunto de alumnos que no se integran nunca en el fragor humano de los institutos. Ni siquiera sabíamos ponernos una máscara tonta llevada con astucia como hacía todo el mundo.

    No sé por qué algo nos condujo a sentarnos allí, en los pupitres sucios del final. Y aguantamos el curso entero así porque no dábamos remo y pasábamos casi inadvertidos para los profesores. Los primeros días no hablamos nada entre Celia y yo, sólo estábamos allí. Ni siquiera nos levantábamos en los cambios de clase para salir al pasillo o hacer estupideces como los demás. Seguíamos allí, aferrados a nuestras libretas y a nuestros libros de texto, haciendo como que estábamos muy ocupados en vivir.
La primera vez que Celia Narboni se dirigió a mí fue para decirme al final de una clase de Historia:
Me dan miedo las montañas rusas, pero creo en los ángeles y en las bibliotecas. ¿Y tú?
¿Yo qué?- Pregunté como un tonto. Y ella, decepcionada, continuó repasando con su rotulador las lágrimas negras que le estaba pintando al rostro de Fernando VII en el libro de texto. Entonces dije:
-Yo no soy mariquita, pero me gusta mucho Jesucristo.
Y se partió de risa. Reía como una diosa. Reía con la alegría muy limpia de un panadero humilde con delantal muy blanco o algo así.
Celia tenía ese rostro triste de muchacha sin suerte que tienen algunos autistas y una carne pálida como si se hubiera desnudado en uno de esos cuadros del Prado a una muchacha de Veemer, pero cuando reía por algo lo hacía muy vital, tenía una risa limpia y auténtica.
Mientras que los demás alumnos de primero de letras se ponían casi todos sus pins de cosas progres y sus camisetas baratas que pedían el fin de la virginidad en inglés o llevaban pintada la lengua de los rolling y tenían las cejas y las narices llenas de piercing, Celia vestía siempre con camisas muy blancas y pantalones de peto hippies o con vaqueros muy rotos y muy cortos que enseñaban su piernas perfectas y delgadas.

    Recuerdo que usaba un aerosol contra su faringitis y eso la hacía también muy especial. Yo nunca había visto a nadie usar algo así, ni llevar pulseras de bronce en el tobillo a esa edad, ni cambiar tan pronto de ánimo y ponerse a llorar sin hacer ruido, mojando de lágrimas sus pómulos sin que absolutamente nadie se enterase. Un día me di cuenta de que estaba llorando mientras copiábamos los apuntes de Historia. Dejé de escribir para mirarla preocupado y me dijo:
El Universo es tan enorme y misterioso que simplemente no podremos llegar a comprenderlo nunca del todo. Lloro por eso…- Pero enseguida añadió:

    Te he mentido. En realidad no sé muy bien por qué lloro. Déjame llorar así. Finjo todos los días, Javier, por favor, no me hagas que también tenga que fingir contigo.
Y me quedé noqueado e intrigado. No supe qué pensar o responder. Me sentí vulgar. Muy vulgar. Muy lejos de lo que hubiera de verdad en su su alma. Pero también enamorado de su belleza interior.
Celia no tenía amigas. Iba siempre sola y con sus siete kilos de material escolar de la mochila cargados a la espalda como si fuese un sherpa de la realidad o un precioso sísifo núbil. Por eso me atreví un día a preguntarle:
– ¿En qué piensas cuando vas por ahí tan sola y cargada con todos esos kilos a la espalda y sin hablar con nadie?- Y respondió:
No pienso. Recuerdo. Los recuerdos son las miguitas de pan que sirven para volver a casa o a la vida.
Y ¿qué recuerdas?

    Si supieras lo que recuerdo a lo mejor te cortabas las venas o te metías vestido con tu abrigo en el mar y con todos los bolsillos llenos de piedras- Y aquella respuesta nos dejó a ambos mudos y hundidos para el resto del día.
Sus preguntas y sus palabras siempre ganaban a las mías, eran más poderosas y enigmáticas, tenían más enjundia. Entonces comprendí, como decía mamá, después de que le diagnosticaran su cáncer y se cansara mucho por las tardes, que yo no tenía mano para lo menudo. Ni papá ni yo, según mamá, teníamos mano para lo menudo. Nosotros echábamos la ropa al suelo, ella la recogía, la metía en la lavadora o donde fuera y luego aparecía muy bien doblada y oliendo a suavizante en los cajones. ¡Me fascinaba cómo volvía en casa la ropa a los cajones! Aquel espíritu silencioso de hacer cosas pequeñas y producir con ellas esos milagros humildes de aparecer así la ropa en los cajones, era también una virtud que yo atribuía a Celia.
Mi amistad con Celia Narboni me resucitó de pronto entre los ninguneados y comencé a sentirme mayor, seguro de mí mismo, enamorado. Celia tenía ese prestigio de no hablar nunca con nadie y bastarse a sí misma, saber ir a lo suyo. Un halo místico que los demás respetaban y además sacaba ceros en todo y eso molaba mucho entre el chiquillerío. Nunca aprobaba nada. Era infalible sacando unos y ceros, abandonando muy pronto las materias y dedicándose a lo que de verdad le gustaba. También era insurgente, lo cuestionaba todo. Un día le preguntó a la profesora de Filosofía:

    ¿De qué sirve que un niño sepa colocar Júpiter correctamente en el Sistema solar?
Y otro día le inquirió a nuestro anciano y decaído profesor de Historia:
Nadie en España quiere saber ya nada de los oscuros y tediosos reinados de los visigodos o de los desiertos judaicos o de los tártaros de Crimea. ¿Por qué no nos enseñan de qué va de verdad la vida?- Y tampoco supieron contestarle, pero ganaba puntos en belleza interior y osadía. Esas preguntas me enamoraban mucho más de ella.
Celia llevaba un diario. Era un cuaderno cárdeno de pastas estrambóticas que le habían regalado en un taller de poesía al que asistía por las tardes. A mitad de curso se cansó y no echaba ya los libros en su mochila, sólo algunas libretas y aquel cuaderno en el que no paraba de escribir.

cuando caiga la lluvia

 Morimos cada día, y a veces, sólo a veces, nos salvan las palabras.- Me dijo sin que yo le preguntase nada. Y después me leyó:
Todos somos ángeles en La Tierra que hacen las cosas con una especie de fatigada desidia de vivir. Odio cuando la gente hace palmas y aplaude con una aire de secta idiotizada. El sentido común pa quien lo quiera, yo prefiero una flor.
Celia me aceptaba y eso era muy importante para mí. Que te aceptara Celia era como ser elegido de entre los mortales. Incluso creo que comenzó a quererme a su manera y se unió mucho más a mí desde el día en que murió mamá. Ese día vino a casa, se metió a mi habitación donde yo lloraba sin consuelo, me acarició mucho el pelo mientras me decía: “Pobre, Javier, tú tampoco vas a saber nunca divertirte”. Me cogió la cara y me besó en la boca. Su lengua sabía a fiebre de vivir y aquel beso y en aquellas condiciones me dejó perdidamente enamorado o trastornado. Ya no volví a dar bola nunca más en la vida.
A partir de entonces comencé a acompañarla algunas tardes al taller de poesía de la parroquia. Incluso comencé también a escribir en un cuaderno que me regalaron. Recuerdo que lo primero que puse en él fue esta frase de Óscar Wilde que trazó con tiza y letra picuda una becaria joven en la pizarra para que fuésemos pensando: “Hay dos tragedias: Una es no conseguir lo que deseas. Y la otra es: conseguirlo”. Y comenzó a ocurrir en mí eso que sucede cuando los hijos de los obreros leen Literatura en vez de aprender a estudiar una carrera o a prepararse bien para ser menestrales. Comencé a suspender como ella, a hacerme cáustico y desconsiderado con la sociedad en que vivía. Un rebelde sin causa como diría papá.

    A partir de ahí nos hicimos amigos de una manera siamesamente unida. Éramos listos y nos burlábamos de todo, pero hacía siempre frío en los alrededores de nuestros corazones. Teníamos esa tristeza irremediable de planetas alejándose de otros planetas, esa tristeza de solos que van por el mundo como aturdidas mariposas ebrias que apenas sabían volar, que apenas sabían de qué iba esto de nacer y morirse. Todos tenemos después esa amargura retrospectiva de no haber entendido a tiempo de qué va de verdad la vida, pero Celia y yo comenzamos a poseerla pronto, demasiado pronto.
Fracasábamos muy bien en los exámenes y aquello nos hizo un poco míticos en el instituto. Nos intercambiábamos libros. Por las tardes yo estaba solo siempre y ella venía a casa y poníamos música muy alta y nos besábamos con lengua. ¡Qué bien besaba Celia! Me preguntaba a mí mismo dónde habría aprendido a besar así. A pesar de que mamá siempre me había aconsejado en ese sentido: “Quédate siempre con quien te bese el alma, hijo mío. La piel te la besa cualquiera”, yo me quedaba con aquellos besos carnales de Celia que sabían mucho a esa fiebre absoluta de vivir que hay en el sexo. “Hacer por última vez el amor es lo único que desean los que van a morir”, había leído y subrayado alguna vez en uno de esos libros que me prestaba ella.
Un día nos bebimos entera una botella de Martini que había en la despensa y nos brillaba la piel debajo de los ojos. Nos miramos mucho y ella me enseñó sus tetas. Pero no me dejó que las tocase. Ni tampoco que besará sus dulces muslos blancos. Y volvió a llorar de esa manera sorda y surgente en que solía hacerlo, sin secarse las lágrimas y mojando sin ruido sus pómulos preciosos y brillantes. Entonces se puso a decir cosas inconexas, como hablando sólo para ella o como intentado llegar con sus palabras a alguien que no fuese del mundo, que no estuviese con nosotros en el tercer planeta del Sistema solar:
-Dicen que cuando das mucho sin esperar nada a cambio y de repente dejas de dar, te conviertes en una hija de puta. Duermo tan poco que no me da tiempo a soñar. Me gusta solo el agua haciendo ruido. Leí una vez que hay personas que más que pasar por la vida son atropelladas por ella. Yo soy una de esas personas- Y de pronto se volvió hacia mí, y mirándome con sus ojos llenos de esa gasa que dejan las lágrimas, me preguntó:
¿Cuando eras niño, nunca le rompiste las alas a una mariposa? Mis alas están rotas, Javier- Y sin darme tiempo a responder, cogió todas sus cosas y se marchó de casa.
En los días siguientes Celia no fue al instituto. La eché mucho de menos y comprendí lo perdidamente enamorado que estaba. Sin ella, yo me volvía pequeño, triste, ensimismado. Sin Celia y sin mamá no sabía seguir en la vida. Se me ponía cuesta arriba la existencia y me refugiaba leyendo o escribiendo en el cuaderno del taller de poesía, fracasando muy bien en los estudios y en todo. “Fracasa bien. Fracasa mejor”, fue otra de las cosas que leí y subrayé en uno de los libros de Cioran o Bekett que ella me prestó algún día.
Un lunes llegó a clase muy pintada, con carmín en los labios y rimel en los ojos. Iba vestida con una cazadora de piel llena de cierres y de hebillas inútiles. Faltaba muy poco para terminar el curso y era su cumpleaños. Acababa de cumplir dieciocho y me lo dijo muy contenta, como queriendo transmitirme la impresión de que el porvenir sería un lugar para estar felices o algo así. Esa mañana la dedicó entera a grabar con una pequeña navaja en su pupitre esta frase de Teresa de Jesús: “Si deseas algo y no existe, sólo hay un camino: Créalo”.
Por la tarde vino a casa y nos bebimos otra botella de vermú de las que había en la despensa. Y volvieron a ponérsenos brillantes los ojos y la piel de debajo de los ojos. Esa tarde me besó mucho. Me besó como nunca me ha besado nadie. Con fiebre. Con pasión. Con lengua. Aquellos besos que eran como un preámbulo hermoso o un ensayo general de lo que podría llegar a hacer con un muchacho desnudo. Pero también me besó como sabiendo que nunca más volveríamos a vernos, a cruzar nuestras vidas y a unirnos en la carne.
Me besó tan bien que sentí unos terribles celos retrospectivos y me vi impelido a preguntarle donde había aprendido a besar así. Mi pregunta la devolvió a aquel estado suyo de autismo y desconsuelo del que nunca parecía poder escapar. Se puso muy triste y los ojos se le volvieron a llenar de gasa de las lágrimas. Entonces me cogió la cara con ambas manos. Me miró fijamente con mucha compasión y dolor y me dijo despacio, muy suave y muy despacio:
-¡Odio el olor de mi padre! Cuando papá se acerca a mí por las noches el corazón me late como si fuera un conejo atrapado en un saco. Tú no sabes cómo huele el bestia de papá, el pelo de papá, las manos de papá, ni qué horribles lunares hay en sus muslos. Odio su semen mustio y pegajoso. Incluso odio ver esos medicamentos que oscurecen su orina.
Se abrazó mucho a mí como un animal inconsolable. Y se puso a llorar haciendo ruido. Luego cogió sus cosas y se fue como siempre. Desde ese momento, mi vida acababa de ser alcanzada por un disparo perfecto.
No la volví a ver más. Nadie aquí la volvió a ver más. Desapareció de mi vida y de la vida en general. Se fue de casa. Su madre, una mujer atolondrada y cursi con las uñas lacadas que se ponía pestañas postizas y fumaba Kool mentolado extra largo, una de esas mujeres que en realidad no le prestan atención a nada que no sea a ellas mismas, salió hablando por la televisión sobre su desaparición. Se pusieron carteles en los cajeros automáticos y en los escaparates. Salió en los periódicos… Pero nunca supimos nada más de Celia.
El último día del curso, lleno de esa clase de amor que te arranca vivo de ti mismo, escribí en su pupitre raspando con navaja: “¿Quién me salvará de tu belleza?”. Pero nada ni nadie me salvó. Me quedó para siempre esa tristeza de los que se quedan solos en La Tierra, esa tristeza espesa y sucesiva de cuando cae la lluvia encima de las lápidas.

Miguel Sánchez Robles

(Premio de cuentos «Ciudad de Marbella 2019)

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