EL DIRECTOR. Por Antonio Prado

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El líder camina decidido. Es muy temprano, hace mucho frío. Sus colaboradores le siguen a distancia prudente. Inicia el discurso de todos los días a la misma hora. Al líder le disgusta la discrepancia. No hace mucho tiempo que tuvo que poner en su lugar a su más directo colaborador. Se estaba equivocando, no era posible aquella estrategia de ventas cuando el mercado se estaba desplomando. Pero es mejor olvidarse. Y luego está  el asunto del tráfico. Una enorme cantidad de semáforos con los que siempre tropieza cuando están en rojo, como ahora. Se ve obligado a esperar, a perder el tiempo, cuando todo podría solucionarse si le hicieran caso. Mientras aguarda, enreda en el bolsillo de la gabardina.  Revisará su agenda y hará un hueco para reunirse con el responsable de semejante desaguisado. Le conoce bien. Le ha visto en más de una ocasión arrastrarse de noche, alegre, cuando  se cree a salvo, camuflado entre la manada de bestias que se desbocan los fines de semana. Pero  él le vigila. Es trascendental tener controladas a las personas importantes, las que toman decisiones.

Se impacienta, el semáforo sigue en rojo, no circula ni un solo vehículo  a esas horas de la mañana. ¿Cómo es posible?  Debería  pasar al otro lado. No hay peligro, ni necesidad de seguir perdiendo el tiempo. Pero es necesario respetar las normas, el principio de autoridad. Sus colaboradores, siempre atentos a las decisiones del director, porque ahora ya es director, y eso conviene recalcarlo, el ascenso ha llegado, era inevitable, hace muy poco. De momento director. Es un puesto conveniente. Sólo un escalón, un paso más en su brillante carrera.

Por fin, el semáforo cambia  y él y sus silenciosos subordinados reanudan la marcha. Mientras camina, comienza a hablarles. Tiene compromisos y reuniones esa misma mañana que no puede retrasar,  deben ir tomando nota, adelantándose a los acontecimientos. En primer lugar, está el problema de la regulación semafórica para lo que ya ha pensado un nuevo sistema  automático que debe solucionar esa permanente descoordinación entre  tiempos de espera y tráfico existente de una vez por todas. Y se explaya en voz tan alta que los transeúntes le miran asombrados. Es natural. La gente se está acostumbrando al silencio. Es un asunto curioso al que conviene prestar atención. Se camina en silencio, a veces, cada vez con más frecuencia, la gente habla sola, susurrante, expulsa los pensamientos que la agobian, pero ya volverá sobre esa extraña costumbre. Lo que ahora le preocupa son cuestiones complejas, de alta dirección, incluso de gobierno. Hace poco le han propuesto encabezar un nuevo partido político. Ideas no le faltan, y capacidad de convencimiento. De hecho,  todo el mundo a su alrededor asiente a cualquier propuesta que realiza. Propuestas siempre acertadas, también es verdad. ¿Cómo alguien va a oponerse a semejante evidencia?, y el director sonríe para sí mismo, y aprieta el paso. Comienza a lloviznar, es lo malo de la pequeña ciudad que se asoma al Cantábrico, no sólo eso, sino que incluso se adentra en  terrenos propios del mar. Él sabe que al final el mar reclama lo que le pertenece. Eso le decía su abuelo que fue marino. Pero no debe distraerse. El director  tiene que centrarse en lo inmediato, en los problemas a corto plazo que requieren soluciones drásticas y efectivas. Se detiene al borde del pretil que separa el paseo de la playa. Espera que sus colaboradores de acerquen mientras se entretiene mirando los surferos  que cabalgan, o descansan, o nadan, o esperan las olas adecuadas, los momentos precisos para ponerse de pie sobre las frágiles tablas  y deslizarse a favor de las corrientes del mar norteño.

Ya están a su lado, puede comenzar a explicarles el nuevo plan de acción, el nuevo desafío que se cierne sobre la humanidad. Los extraterrestres, él los ha visto mientras se dirigía a un merendero cerrado y abandonado.

Le golpea entonces, de improviso, un aliento nauseabundo, un malestar sorprendente, un mal aire gélido, cargado de un perfume de recuerdo asqueroso que se incrusta entre sus pensamientos y, sin que pueda evitarlo, le marea. Corre asustado a uno de los bancos, todavía  húmedos  por el rocío nocturno, que el Ayuntamiento pone a disposición de los paseantes.  Ahora puede mirarle sin peligro de desplomarse. Ha pasado a su lado y ni siquiera le ha visto. Figura alta y escuálida,  nariz ganchuda y protuberante,  pelo escaso, bigote poblado y blanquinegro. Viste un traje oscuro como su alma de banquero depredador.  Le recuerda un empleado de pompas fúnebres. Un miserable enterrador, el mismo que ofició su propio funeral.

Y el director cae sin que pueda evitarlo, desde el mundo de sus fantásticos proyectos  a los tristes recuerdos de la figura de muerte y mentira con la que tuvo la desgracia de cruzarse. La persona en la que confió, cuando su mujer, siempre más lista, le advirtió que no lo hiciera. Vendió su negocio en el momento oportuno, ya con cincuenta y muchos años. La crisis todavía se escondía en la esperanza de los brotes verdes. Suficiente dinero para constituir un fondo que le permitiría una pensión digna, suficiente. El director de la oficina bancaria le advirtió acerca de lo que se venía encima. «Has hecho muy bien. Tienes un capital capaz de sostenerse por sí mismo, dentro de poco los inmuebles, las cosas sólidas no valdrán nada.  Sólo el dinero puesto a buen recaudo puede asegurar un rendimiento suficiente».

¿Cómo no creer en él cuando le habló de las preferentes?  Movió todo su capital a aquellas cuentas que prometían un rendimiento colosal, «sólo para clientes especiales, los que saben lo que deben  hacer». Le dijo, mientras expelía el mismo mareante perfume de esa mañana. Y él, por supuesto, le  creyó.

Su mujer murió hacía ya dos años. A raíz de que  fueran expulsados de su vivienda que tuvieron que hipotecar una segunda vez. A la pobre le asaltó una pena corrosiva de la que ya no pudo librarse. Luego  la vergüenza del  mendicante a merced de los fondos públicos. El piso de acogida que el Ayuntamiento puso a su disposición, por un par de años como mucho. Elena no pudo soportarlo.

Al director comienzan a temblarle las manos. El frío se apodera de su cuerpo. El miedo, la vergüenza, el remordimiento. «¿Por qué no le hice caso? Pobre Elena». Sus colaboradores han desaparecido y se siente abrumado por la soledad, el desconsuelo. Corre en busca de Martín, y Eladio, y Roque. Estarán como siempre a esa hora, en uno de los bancos que rodean la catedral.

Martín le saluda alegre y le ofrece el vino en caja de cartón que consumen habitualmente. También un cigarro. Y todos charlan y fuman y beben con la alegría de los que no tienen otra cosa que hacer.

«Hasta la hora de comer», comenta Martín. «A ver qué ponen hoy los de cáritas».

«Después de todo es un trato justo», dice Eladio. «Ellos nos salvan del hambre y nosotros les damos entrada preferente para el reino de los cielos».

Todos ríen y echan otro trago del vino peleón.

Antonio Prado

 

 

José Ramon Aguirre de Prado

Cincuenta y cinco años. Me gusta la literatura. Soy lector de casi todo lo que cae en mis manos. Vivo en San Sebastián, ciudad bella, brumosa, lluviosa, de montes verdes y boscosos. construcciones antiguas en el Centro. Cierto sabor parisino, con puentes que unen la ciudad y sobrevuelan la desembocadura del Urumea. Merece la pena una visita.

Un comentario:

  1. Un relato cuyo contenido y estructura nos introducen perfectamente en lo que cuenta y lo que, desgraciadamente, se vive: una absoluta pesadilla.
    El final es trágico y real, triste y desgarrador a pesar de las risas frente a un vino peleón. O precisamente por eso.

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