Identidad de identidades. Por Santiago Trancón

Identidad de identidades

 

  Cuando la izquierda, desconcertada ante la fuerza del capitalismo, que creó la clase media, no supo qué hacer con «la lucha de clases», se apuntó a la «lucha por la identidad», por cualquier tipo de identidad, pues surgieron identidades como Ítacas a las que cada colectivo, más o menos desamparado, debía llegar para encontrar su salvación. Sin ton ni son, sin entender ni definir qué sea la identidad, bastó que una causa se presentara como «revolucionaria», opuesta al poder dominante (patriarcal, global, estatal, de la casta o las élites corruptas), para convertirla en faro que guía al «pueblo» hacia su liberación. Un «totum revolutum» en el que han acabado conviviendo la ultraderecha y la izquierda radical, el puritanismo protestante con el catolicismo de sotana y sacristía, la progresía con la más rancia burguesía.

  En España, a la vanguardia de esta confusión se puso enseguida el nacionalismo catalán, el padre, la madre y el cordero del guisado retroprogresista con el que se han alimentado varias generaciones posfranquistas que han acabado desplazando a los pocos verdaderos antifranquistas que quedan, la mayoría tan noqueados que apenas se atreven a levantar la voz contra tanto «desaguisado». Vivimos en los estertores de esta izquierda descarriada, desnortada, desbrujulada, aunque pueda todavía pasar una década hasta que definitivamente desaparezca o se redefina, se redima, se quite de encima la carcundia esencialista de las identidades.

  Aclaremos las cosas. Aceptemos que existe una identidad personal en la medida en que cada uno tiene conciencia de sí mismo como alguien único y diferente. No indaguemos mucho sobre si esa conciencia individual se basa en una diferencia genética o adquirida, sustancial o fenoménica. Aceptémonos como individuos (in-divisibles), aunque nuestra individualidad sea mera metafísica si no se convierte en libertad y autonomía real. Olvidémonos de que en esta sociedad, ante todo y sobre todo, somos individuos en la medida en que somos consumidores, todos, y en esto, tan parecidos como gotas de agua. Pasemos a lo que hoy más y mejor se vende en el mercado de las falsificaciones: las identidades colectivas. La pregunta inicial es: ¿Pero existen esas identidades? Seré un poco arrogante: no, no existen las identidades colectivas. Y no añado «en mi opinión», que es lítotes de Perogrullo, que suele confundir opinión con idea, que es casi lo contrario.

  Imposible definir, diferenciar, constatar la existencia de una realidad, hecho o esencia a la que atribuir con propiedad el término de «identidad colectiva», un rasgo único que distinga de modo inequívoco a un grupo humano de otro. Un rasgo esencial y diferenciador que caracterice a todos los individuos pertenecientes a un grupo o colectivo. No existe, y sin embargo…

  Sin embargo, y aquí viene el verdadero problema, todos los grupos necesitan construir una identidad imaginaria con que identificarse. Lo primero que hay que entender es que se trata de una construcción basada en cualquier elemento, visible o invisible, sobre el que se proyecta esa identidad inventada. Cualquier cosa sirve, basta con erigirla en símbolo, manifestación o expresión de esa identidad. Bastan dos o tres «señas de identidad» y ya tenemos una identidad campante, rampante y sonante dispuesta a defender su derecho, no ya a existir, sino a ser reconocida y respetada por todos (y subvencionada por el Estado, claro).

  Lo que importa, más que la identidad en sí, es el sentimiento de identificación. Soy aquello con lo que me identifico. Por eso, para la creación de cualquier nueva identidad se necesita un grupo impulsor que acabe teniendo suficiente poder como para propagar ese sentimiento de identificación. Es aquí donde las ideas de la izquierda encuentran su acomodo: «opresión/liberación», «víctima/revanchismo», «exclusión/discriminación compensatoria», etc. Es así como el discurso de las identidades acaba desplazando al discurso de la igualdad.

  En nuestra sociedad, basada en leyes que aseguran derechos e imponen obligaciones, el discurso de las identidades (lingüísticas, culturales, étnicas, históricas, territoriales) nunca debiera invadir ni invalidar la única identidad social hoy posible: la identidad política, o sea, la que nace de la condición común de ciudadano y nos hace a todos iguales. Iguales, no idénticos. El Estado democrático, que tiene su fundamento en la nación política, no debiera meterse en ese laberinto de las identidades, sean individuales o colectivas, ni convertirlas en sujeto de ningún derecho contrario al de la igualdad. La igualdad, sí, sigue siendo una seña de identificación de la izquierda (que no de ninguna identidad). Eso de «ser» de izquierdas, y más exhibirlo como superioridad moral, es otra fantasía identitaria; cosa distinta es «tener» ideas de izquierdas, que éstas sí que siguen existiendo.

 

Santiago Trancón

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