La lección aprendida. Por Marcelo Galliano

Marcelo Galliano

La supe distinta al verla en la infinita escalera de la entrada, una mejilla apoyada en la baranda, hurgando un libro, o más bien descifrándolo con paciencia. Arriba, en el comedor de la pensión, algunos jugaban un truco apenas hablado; la luz amarillenta les sombreaba las caras, las palabras parecían desplomarse pesadas y ocres.
“Catre limpio y baño compartido, se respetan los horarios de comida”, me dijo la vieja como recitando una canción patria, un dogma inamovible, como si dentro de esas paredes las leyes de la existencia fueran otras.
“Ah, no se preocupe, es tontita, pero no molesta”. Mi vista se había desviado hacia la criatura y la mujer me contestaba, desnudándome, anticipándose a la tácita pregunta que yo no pensaba formular. La chica ahora había dejado el libro para observarme, yo giré mi mirada y sentí algo parecido a la vergüenza.

……

“¿Qué escribís?”, me preguntó la primera vez que yo preferí la luz del comedor al silencio de mi cuarto. Lo que puedo, creo que le contesté.
-¡Hay cosas para hacer! –el grito llegó junto al aroma del guiso estirado con agua. La chica corrió ante la orden, dudó un segundo en la puerta de la cocina para volver a mirarme, para esbozar una sonrisa vacía y luego entrar.
-Ya le dije, es tonta.
-¿Perdón? -la frase me había tomado corrigiendo un poema inútil. La anciana se había acercado a mí, en silencio, como reptando.
-Que mi sobrina es tonta…
-Está bien señora, no me molesta.
-No le hable.
-¿Cómo dice?
-Que no hable, no quiero problemas.
-No le entiendo.
-Ella es la que no entiende: es una nena en cuerpo de mujer.
-Es una persona que me hizo una pregunta y…
-No tiene nada que preguntarle, y usted no tiene nada que contestarle.
-¿Es otra de las reglas del lugar? -pregunté algo fastidiado, quizá por la futilidad del poema que no había podido subsanar.
-Es un consejo para el bien de todos –dijo la mujer, ahora alejándose con sonoros pasos.
Una risa flotó a mi espalda; desde uno de los cuartos entreabiertos un tipo la había esgrimido con la suficiencia de un ángel caído al cuidado del cumplimiento de las leyes de ese infierno, ese infierno de 300 pesos por mes con agua caliente de seis a siete. Casi le pregunto de qué se reía, pero fui lo suficientemente cruel para no mirarlo.

…….

Con pedazos de olor a pan tostado llegó aquel amanecer, con un sol redondo, con un aire a jazmines muertos en la noche anterior. La claridad me besó en la boca, en los ojos, yo me incorporé entre riachos de sábanas, entre algunas voces incómodas que me llegaban del comedor.
-¡No, por favor, don Enrique! –la chiquita rogaba y correteaba alrededor de la mesa.
-Vení conmigo, mirá que sos tonta… -intuí que el tipo era el de la risa del día anterior. Parecía querer cazarla como a una perrita, o una muñeca a pilas que se revela en una película de terror de los años ochenta.
-¡No!
-Dale, tontita… tengo un regalito para vos…
-¿Es sordo? –mi grito lo detuvo, y la chica corrió a mis brazos.
-¿Me habla a mí? -dijo el tipo, pausadamente, casi irónico, casi desafiante.
-Adivinó –le dije.
-Es un juego, y no me gustan que me interrumpan los juegos.
-Y a mí no me gusta que las cosas se caigan para abajo, pero me la tengo que aguantar –contesté redoblando el sarcasmo.
-¿Qué pasa acá? ¿Qué hacés vos ahí? -gritó la vieja, entrando en escena, viendo a la chica con la cabeza apoyada en mi pecho.
-Si pregunta una cosa por vez yo le contesto –dije.
-No necesito que usted me conteste nada –replicó, acercándose y tomando a su sobrina de un brazo, haciéndola gritar.
-Llegué al comedor y vi que este señor estaba a solas con…
-Este señor es un viejo inquilino de la pensión –interrumpió-, y no hay más gente porque ya pasó la hora del desayuno y el resto de las personas salieron a trabajar. Se daría cuenta de eso si trabajara –completó, llevándose a la chica.
El tipo volvió a sonreír y enfiló para su cuarto; antes, aprovechó para susurrarme:
-Otra de las cosas que no me gustan es tu cara, poeta.
-¿Ah, no? ¿Por qué un día de éstos no probás a ver si me la podés romper?

……

Me pareció bueno evitar choques. El lugar era sucio, feo, deprimente, pero era lo que podía pagar. Además no era cuestión de meterse donde no me correspondía. La chiquita era linda, es cierto, y tonta, también es cierto, pero contaba con una tía para cuidarla o para arruinarla, y yo ya tenía una vida que arreglar -la mía-, y a Silvia -más que nada a mi Silvia, que ya era más costumbre que deseo, más rutina que riesgo- como para andar buscando encargos ajenos.
Durante dos días comí cualquier cosa en mi pieza y obvié salir, obvié verla, más que nada eso: obvié verla a ella, tan hermosa y tan boba, sí, con esa hermosura inservible que sólo las mujeres realmente bobas pueden tener.
Llovía la noche en que, vanamente, yo consultaba una edición toscana de los sonetos de Dante; la llovizna traía perfume a jardines lejanos y pedazos de luna, y mojaba su cara blanca desvaneciéndose en el vidrio negro de esas horas.
No la escuché entrar. Sé (creo) que pasó una de sus manos por la puerta entornada, acaso atraída por el dedo de luz que se adelgazaba hasta el pasillo. Las bisagras tronaron en la silenciosa garganta de la soledad, del sueño de casi todos.
-¿Quién es?
-No.
-¿No? Lindo nombre.
La sombra (ya por mí descifrada) pareció sonreír ante mi ironía, y respondió:
-No quiero molestar…
-No molestás.
-Yo siempre molesto. Soy tonta.
Algo de esa declaración la hacía querible, única. Se permite en este mundo reconocerse feo, alto, gordo, lento; pero jamás tonto, como si la inteligencia fuera imprescindible para fornicar, para parir, para comer, para morderse la boca desesperadamente; como si sin inteligencia se escaparan los paisajes de nuestros ojos, o desaparecieran todas las rosas del mundo, o se borronearan las calles.
-¿Quién te dijo eso?
-Todos. Don Enrique, por ejemplo. Pero yo sé por qué es.
-¿Ah, sí? ¿Por qué es?
-Porque soy una nena en cuerpo de mujer. ¿No escuchaste a mi tía? Porque no sé hacerlo –completó acuclillándose junto a mí, pegándome en la boca con el olor a jabón de sus bucles amarillos, inquietantemente amarillos.
Unos pasos reverberaron afuera, quizá un inquilino, tal vez la vieja levantada y buscando un vaso de agua. Yo llevé mi mano a los labios de la chiquita, como cerrándoselos a una escultura de plastilina. Las pisadas se desdibujaron y yo quité mis dedos de su rostro:
-Es tarde, va a ser mejor que vuelvas a tu cuarto.
Se incorporó sin agregar nada y se fue. La observé desvanecerse, hacerse negra en el pasillo; y me mordí los dedos como un pedazo de pan.

…….

Al otro día me decidí a desayunar a coro con el resto. La vieja paseaba la jarra de leche de taza en taza, sin dejar de mirarme; tal vez todos me miraban, intuyendo lo de la noche anterior, eso que nadie había visto, eso que a fin de cuentas no había sido nada. La chiquita se movía trayendo pan, manteca, y alguna azucarera cascada de años; el tal Don Enrique repartía sus ojos entre mis ojos y los pechos de ella, desafiándome acaso, probando mis reflejos, mi hombría, diciéndome, en silencio, será mía antes que tuya. Tomé el café con leche de un sorbo y salí, para airearme la cabeza, para arrancarme de las sienes ese imaginario duelo entre este tipo y yo, por esa chica que no era nadie, sólo una mujer hermosa que me recordaba, con gesto de colegiala eterna, que el mundo era algo más que Bertrand Russell, que mis mecanoscritos pudriéndose en los cajones de alguna editorial, que esos encuentros raleados con Silvia en que teorizábamos en cómo cambiar el mundo escribiendo estupideces o usando desodorantes que no atentaran contra la capa de ozono.
Quise dar un paseo pero ella me siguió; el grito de la vieja se escuchó desde la vereda:
-¡Vení para acá!
-¡Quiero ser grande! -respondió mientras se anillaba a mi cintura.
Tuve ganas de decirle que volviera, pero no lo hice; la tomé de la mano, y me la llevé.

……

Caminamos sin criterio aparente, durante horas, después ella me pidió que la llevara a una librería donde tocó las tapas de los libros expuestos como acariciando algo que se quiere sin comprender; tuve ganas de consolarla, de hablarle de ese placer estético de tocar un libro que yo también experimento a veces; me pareció tan torpe la idea que preferí callar. Después nos ensuciamos en un arenero como dos chicos escapados de clase, y tomamos helado, y hasta le regalé un ramito de violetas, lindo y pobre, tan lindo por lo pobre.
Ya al atardecer me lo dijo, sí, en la plaza desierta y tocándome una mejilla, me lo dijo, como si quisiera completar la conversación del día anterior:
-No sé. Por eso soy una nena. Por eso mi tía y Don Enrique y todos me dicen tonta.
Yo le envolví la mano en mi mano, como un pañuelo, como un puñado de azúcar. La luna comenzaba a mostrarse, y nos besamos.

La noche ya había vaciado las calles. Ella entró a la pensión sin saludar y, con la sonrisa tallada en la boca, corrió a poner las flores en agua, susurrando: ya soy grande, ya soy grande. Todos los que cenaban me miraron. Ese fulano Enrique quiso asesinarme con la mirada, morderme la garganta con una dentellada de ojos. Yo lo observé con serenidad y le dije: buen provecho.

…..

Salí antes del alba, tomé café en un tugurio sin medialunas y, con unas monedas, la llamé a Silvia: “quiero verte, sí, necesito que hablemos”.
Caminé hasta el mediodía para elegir las palabras. Fue en vano. Ante dos tostados, y un mozo que orejeaba la escena, le dije que todo había terminado, que para una parodia de amor ya era suficiente. Creo que ella lloró, largo rato, creo que yo le dije que se le iba a pasar y creo, también, que me sentí un reverendo mal nacido.
Escribí hasta tarde en un bar. Más bien me di excusas para decidirme del todo a volver a la pensión a enfrentar el seguro discurso de la vieja por lo de anoche, y mandarla literalmente al carajo a ella y a su pocilga. Pero el crepúsculo me ayudó preocupándome con la lluvia que comenzó a desvanecerse en los vidrios. Llegué al lugar con noche cerrada. Ya terminada la cena, algunos miraban televisión, pero se retiraron apenas entré, después de observarme con una piedad que no entendí.
La vieja continuó sentada, sin hablar, mirándome fijamente, con ese aire de los que triunfan y piensan que el silencio es el mejor castigo para el perdedor.
-¿Dónde está la chiquita? –pregunté, preocupado por tanto misterio.
-Ya no es una chiquita –respondió, con evidente causticidad.
La lluvia, ahora torrencial, hería el patio, sonoramente, como una orquesta de desafinados bronces. Las respiraciones agitadas de dos cuerpos amándose dejaban oírse, con lejanía, tras la puerta hermética del cuarto del tal Don Enrique.

 

Marcelo Galliano
Jurado del VIII Certamen «Poemas sin Rostro»

2 comentarios:

  1. Elena Marqués

    Muy buena descripción de espacios y personajes con un final, para mí, tristísimo. Aunque creo que no podía ser otro.
    Como siempre, me ha gustado mucho, Marcelo.
    Un abrazo.

  2. Me gusta el relato, y el estilo. Extraordinario español, o mejor quizá, argentino. Musical, casi puede escucharse.

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