Vértigo. Por Máximo González Granados

Vértigo

 

Toñi se presenta de la calle con algunas compras hechas, pasta de dientes, cepillos dentales y para el pelo, patatas fritas, taquitos de jamón y unas gafas amarillas de tres aumentos para que yo pueda leer y escribir, pronto llevaré 24 horas en este hospital, que sumadas a las que pasé ayer en el hospital comarcal de Constantina, hacen un total de casi dos días metido en cuerpo y alma en nuestro controvertido sistema sanitario.

La ambulancia que me llevó a Constantina traqueteaba y crujía como una diligencia camino al infierno a través de un valle pedregoso. El trayecto se me hizo larguísimo y no pude por menos que pensar que si hubiera tenido un problema grave de espalda, probablemente no me habría vuelto a poner de pie en toda mi vida. La boca espantosamente seca, trato de sacarme con los dedos las costras, las mucosidades, pido agua pero me dicen que no me conviene beber, me traen unos bastoncitos de algodón húmedo y frío. Ya verás como te refrescan y alivian  me dicen, pero sigo delirando por el agua, me cabrea pensar que quizás no hay ningún motivo objetivo para que me la nieguen. Pero para ellos es una fórmula más de las que aplican mecánicamente, cotidianamente, independientemente de las circunstancias con las que llegue el paciente. Saben a limón, verás que buenos me dice uno de los enfermeros que viste de verde, flequillo rubio en diagonal, dicharachero, homosexual.

Toñi me ha metido en la ducha, me ha sentado en una silla y me dado un buen flete, tenía algo de temor ante la posibilidad de resbalar o sufrir algún tipo de percance, pero ella es tremendamente eficaz y hábil, en estas situaciones, cuando me lleva al váter, me sienta sobre la taza, me jabona y me lava el pelo, me pone ropa limpia y me rocía con colonia. Me recuerda a mi madre, que trababa como auxiliar de enfermería en el Hospital Español de Tánger. Yo era muy chico y me habían dejado ingresado por alguna enfermedad que contraje, una de las muchas, casi siempre estaba malo, en casa decían que estar malito se había convertido en mi condición natural.

Mi madre llegaba a la sala de seis camas donde yo compartía convalecencia con enfermos adultos y era como si la larga noche de temores y vuelos rasantes de aves nocturnas hubiera dejado paso a una actriz de una película americana que corría por un prado con un precioso vestido alado y un ramo de flores amarillas en una mano. Jovial y tintineante daba los buenos días a todo el mundo y luego se acercaba hasta mi cama, plantaba dos sonoros besos encarnados en mis mejillas y acometía la tarea de restregarme todo el cuerpo con agua de colonia, cambiarme la ropa y peinarme y repeinarme hasta que me veía a su gusto. Mientras lo hacía no paraba de contarme cosas, las últimas travesuras de mi hermano, las alucinaciones no exentas de peligro de mi abuela, sus disputas encarnizadas con la mujer de mi tío, empeñada en mantener que nunca los españoles habíamos estado tan bien como con Franco.

No duermo de noche, y la razón es bien sencilla, paso una gran parte de las horas del día durmiendo. Así que aprovecho las horas nocturnas para leer un relato de Álvaro Mutis, escribir estas notas y ver capítulos de series. Por aquí no hay ningún pájaro que anuncie la muerte con su canto de escalofrío estridente, como en el hospital de Tánger, que se encontraba en buena parte de su perímetro rodeado por un bosque de pinos al que llamaban El Coto. «Esta noche se muere alguna», decían las enfermeras de turno del ala de mujeres cuando al caer la tarde, el pajarraco se plantaba en una rama, frente a la sala donde yacía la moribunda y emitía sus desagradables graznidos premonitorios. Alguno de los jardineros se propuso abatirlo con un tiro de escopeta, pero no se lo permitieron, convencidas todas, enfermeras, auxiliares y personal de limpieza y cocina, que matar al pájaro solo podía traer desgracia y mala suerte.

Después de dos días aquí encerrado me ha sentado bien respirar el aire de la calle. Me han llevado en una silla de ruedas hasta un Centro anexo cercano para hacerme pruebas oftalmológicas, en los momentos en que estoy mareado veo borroso o doble. Echo mucho de menos a J. Pablo, aunque sé que está con amigos y van a la piscina y se divierten, sé perfectamente lo que le gusta estar en casa con nosotros, tener intimidad, disfrutar de una soledad que para él es gratificante y productiva; sentirse arrastrado a esa multiplicación de acciones más o menos improvisadas semejante a la algarabía de una bandada de pájaros excitados no es algo que le atraiga.

Tiembla, que mañana te opera el cirujano morfinómano, si ha tomado manejará el bisturí con maestría, se mostrará resolutivo e incluso genial, pero si no tuvo ocasión de meterse su dosis, le temblarán las manos, torpemente moverá sus dedos entre tus vísceras, la sangre manando abundante le impedirá ver el camino a seguir. Un hecho de estas características me servía de motivo para un poema que escribí hace tiempo y que titulé «Teorema del hospital» (Incrustado en una placa de metacrilato). Ignoro el motivo de añadir tan extravagante subtítulo, quizás porque me vino a la cabeza la película 2001, y en un arranque de romanticismo entre nietzscheano y futurista soñé que dentro de mil años mi poema podría ser hallado por viajeros espaciales en una placa semihundida en las arenas de Marte.

vértigo

A mi no me operan mañana, pero me meten en un endiablado tubo en el que se producen los más estruendosos y desagradables ruidos que puedas imaginarte, como si en un abrir y cerrar de ojos te hubieran trasladado a las entrañas del planeta, allí donde se fabrican las más gigantescas calderas del infierno. Ayuno absoluto desde el último desayuno esta mañana a las nueve, ni siquiera agua. Se ha presentado hace un momento una enfermera a traerme una pastilla y le he comentado mi situación de profeta sentado inane en mitad del desierto. Se queda algo indecisa, luego sonríe y me dice que un buche de agua no es cosa que mate a nadie.

Dentro del tubo traté de relajarme, me acordé de la otra vez que pasé por esta experiencia, en esa ocasión mi táctica consistió en tratar de no pensar, en concentrarme en mi respiración, inspira, expira, aire hacia dentro por la nariz y expulsado luego por la boca, pero los atronadores ruidos aplastaban mis aspiraciones de alcanzar la indiferencia propia de los monjes que habitan los monasterios colgados de las montañas tibetanas.

La joven que vimos junto a la Unidad de Cuidados Intensivos ha dejado de llorar, se ve que le han administrado algún tranquilizante, algún producto que la haga dormir o la lleve a un estado de semiinconsciencia que por unas horas le permitan olvidar o al menos situar en una zona muy alejada y difusa de su conciencia la muerte del padre. Producía desazón y desconsuelo y enigma escuchar sus frases de dolor entrecortadas, todas acabadas en repetidos ¿por qué, por qué, por qué?. Después de tantos millones de años de evolución somos muy parecidos a una ameba o un gato o un primate: nacemos, vivimos y morimos sin saber porqué. La ameba y el gato tienen la ventaja de no tener conciencia de ello.

Ha despertado y sigue llorando, ahora de una forma más queda, como aceptando la imposibilidad de entender.

Nos hemos escapado a la cafetería mamita, J. Pablo y yo. En realidad el único fugado soy yo, porque a mamita le dijeron que podía pasear por la planta pero no bajar a la cafetería, de hecho no se ven enfermos allí, únicamente familiares que hablan sin parar y viejas que se lanzan a las mesas vacías como aves carroñeras sobre una vaca muerta. La doctora vino esta mañana a decirme que las pruebas que me han hecho delatan un pequeño infarto cerebral, tendrán que seguir haciéndome otras pruebas y volver a meterme en el tubo. También tengo que empezar a tomar una aspirina diaria, por algún motivo esta vuelta a la aspirina, después de tantos años de seguir caminos tan separados me hace cierta ilusión, la misma que de chico me hacía tener que tomar una cucharada de calcio Sandoz al levantarme por la mañana. Hubo una época en la que yo hacía lo mismo que veía hacer a los actores de la películas americanas, que ante cualquier contrariedad o imprevisto abrían un cajón, sacaban dos aspirinas de una caja, se servían un vaso de agua y las tragaban con una fe absoluta en que a partir de aquel momento todo iba empezar a rodar mucho mejor.

Me han puesto un cinturón con un aparato que recoge durante veinticuatro horas el comportamiento de mi corazón. En una tarjeta azul Toñi apunta las actividades que se me van presentando, lo que como, los medicamentos que tomo y a la hora que se produce todo ello.

Amablemente me preguntan mis compañeros cómo estoy, por unos segundos se solidarizan conmigo para luego olvidarme y volver a sus asuntos, su propia vida que les arrastra como un torrente sobre el que se deslizan más o menos felices.

Para Antonia es muy distinto, se ha echado a llorar mientras me duchaba, sentado yo en una silla y ella maniobrando para poder acceder a todas las partes de mi cuerpo en un pequeño e inadaptado cuarto de baño. Se lamentaba de todas esas ocasiones en las que según ella «me habló mal», enfadada, frustrada, rabiosa contra mi, la paciencia perdida. Me he abrazado a sus piernas y a punto he estado yo también de llorar. «No digas eso cariño, ni se te ocurra pensarlo, tú eres la mujer más buena del mundo, todas tus reprimendas me las he merecido sobradamente, demasiada paciencia has tenido conmigo. Recuerdo una noche cuando éramos novios que se puso a golpear como una loca, fuera de si, el salpicadero del coche, transida de dolor y desesperación por esos agravios frecuentes con los que la mortificaba, a pesar de tener una conciencia tan clara de lo buena que es, una fe absoluta en el amor que me tiene.

Esta noche, a las doce, cumpliré una semana de estancia en este hospital, el mismo en el que nació mi hijo un ocho de octubre hace trece años y unos meses. Me quedé mirándole cuando le sacaron de la sala donde su madre lo trajo al mundo. Pude ver claramente que sonreía, y una señora que pasaba por allí y lo vio expresaba su asombro, «parece increíble, recién nacido y ya sonríe». Esa misma mañana, cuando nos dirigíamos en coche hacia el hospital, empezó a llover después de un gran período de sequía, nos pareció una buena señal, así como el hecho de que a nuestra vuelta, poco antes de llegar al pueblo, numerosos ciervos se asomaran al borde de la carretera, como si quisieran darle la bienvenida al recién nacido.

Me dicen que ya puedo irme esta tarde, ninguna certeza sobre una total recuperación, lo que significa que es posible que no pueda volver a andar con normalidad. Curiosamente ahora mismo estoy tranquilo y no vivo esto como una tragedia, ya veremos cómo lo voy llevando según pase el tiempo y la realidad y sus circunstancias me impongan sus férreas leyes.

Nos autoengañamos: uno está convencido de que nunca le va a dar un ataque al corazón, porque eso les pasa a otros, de que nunca va a sufrir un infarto cerebral, porque eso les pasa a otros, de que la muerte anda muy distante y distraída, y sin embargo te da el infarto, te menoscaba el ictus y te mueres.

Mi madre sufrió algunos microinfartos en aquella época en que ella ya no era ella, cuando el declive de su salud y sus facultades era ya muy evidente. Eso explicaría aquellos momentos en los que nos decía cosas disparatadas y nos hacía reír. Yo pensaba entonces que era mucho mejor que se quedara así, al menos en ese estado no tenía conciencia de su inexorable hundimiento. Fue por aquella época cuando se pinchó un ojo con una palmera del patio y poco después estuvo a punto de echarse un potente pegamento en los ojos al confundirlo con un colirio que usaba habitualmente. Cuando me peino frente al espejo en el cuarto de baño, una mano apoyada en el lavabo para ayudarme a mantener el equilibrio y la otra manejando el peine con torpeza, me acuerdo de la última vez que la tuvimos en casa, cómo apenas podía andar, por la mañana la acompañé al baño y me mantuve junto a ella mientras se acicalaba un poco; me dio pena ver el trabajo que le costaba todo, se peinaba de la misma manera que yo me peino ahora.

Desde que el ictus saltó sobre mi bulbo raquídeo como una araña hambrienta de neuronas y conexiones sinópticas, dejándome sumido en el vértigo y el más absoluto desequilibrio, no he dormido ninguna de las noches que he permanecido en el hospital; y sigo sin dormir ahora que ya estoy en casa. En el hospital me administraban valium, medida que se mostró totalmente ineficaz para sacarme de mi limbo de piernas agitadas, por la mañana la llegada de la luz me proporcionaba alegría y bienestar, porque con ella por fin el sueño me alcanzaba y me escapaba del hospital para ingresar en un mundo sin aristas ni saltos del que no recuerdo nada.

 

Máximo González Granados

maxigonzado

Segundo Premio Certamen Poemas sin Rostro 2016

Un comentario:

  1. El desconcierto de la enfermedad, que bien explicado como se entremezclan miles de imágenes y sensaciones. Existe, así es, como tú lo explicas Máximo.
    Enhorabuena.
    Abrazos
    «Nos autoengañamos: uno está convencido de que nunca le va a dar un ataque al corazón, porque eso les pasa a otros, de que nunca va a sufrir un infarto cerebral, porque eso les pasa a otros, de que la muerte anda muy distante y distraída, y sin embargo te da el infarto, te menoscaba el ictus y te mueres.»

Responder a Luisa Núñez Cancelar la respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *