San Marcos

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Sonny_Kaplan
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San Marcos

Mensaje por Sonny_Kaplan »

I

A cierta distancia de las costas españolas, a bordo de una fragata arrebatada a la marina francesa, Abou Rachid Al Bakr, llamado el carnicero, lanzaba sus órdenes a la tripulación.

- ¡Lanzad una andanada!

Poco después, se oyó el trueno derivado de los cañonazos, y el barco mercante vio como caía su palo mayor. Se terminaban sus esperanzas de huida. Al verlo, el carnicero mandó lanzar su nave sobre la presa.

- ¡Preparad los ganchos! - gritó.

Sus hombres, todos piratas experimentados, se prepararon para atacar la pequeña nave de transportes.

- ¡Al abordaje!

El primero que lanzó su gancho fue el propio Abou Rachid Al Bakr. Enseguida, los dos barcos se unieron. El pirata beréber saltó, y comenzó la lucha contra los marineros que lo esperaban y que acuchilló sin piedad. La lucha fue corta. Los tripulantes de la nave Luarca no eran soldados, sino unos pobres marinos. El que no cayó bajo las espadas moriscas, se rindió al enemigo.

Los hombres del beréber registraron el barco que acababan de asaltar, y fueron cargando en el suyo todo lo que encontraron de valor, incluido los hombres. Terminaban de cargar el botín, cuando apareció un gran navío.

- ¡Capitán, capitán, un navío se acerca por poniente!

- ¿De qué bandera es? – le gritó el carnicero.

- ¡No lo sé, no consigo verlo!

Abou Rachid Al Bakr se acercó al tripulante y le arrancó el catalejo de las manos. Lo apuntó en dirección a poniente, tras un par de minutos, soltó:

- Es un galeón español, ¡rápido, izad las velas!

Los bereberes se pusieron manos a la obra, en tres minutos el bajel tenía todas las velas fuera. Entonces, el carnicero lanzó a su timonel:

- ¡Rumbo a Argel, rápido! – y volvió a mirar en dirección al galeón.

- ¿Nos han visto, capitán? – le preguntó su segundo, que se había acercado.

- Seguramente el humo del mercante no les habrá pasado desapercibido.

- Entonces, ¿vienen a por nosotros?

- Creo que sí, aunque están tan lejos que no lo puedo certificar. De todos modos, somos más rápidos que ellos, rápidamente estaremos lejos. Vamos, en marcha.

Al girar el barco para tomar el rumbo, las velas se hincharon y poco a poco la fragata fue ganando velocidad, alejándose así del lugar de la batalla.

II

El galeón San Marcos había salido del puerto de Cartagena y poco después, a la altura del cabo de Palos, mar adentro, divisaron una columna de humo.

- Capitán, una columna de humo por levante.

El teniente Navarro le ofreció el catalejo a su superior. El capitán Álvaro Fernández de Luzón, un hombre de cuarenta años, alto, moreno, tanto de pelo como de piel y nombrado recientemente capitán del navío San Marcos, cogió el instrumento que le tendían y miró en dirección al siniestro.

- Gracias teniente.

- ¿Cree que puede ser un ataque beréber? – le preguntó su subordinado.

- No lo sé teniente, pero lo sabremos rápidamente. Dé la orden de poner rumbo a la columna de humo.

El teniente se puso a gritar órdenes, enseguida se oyó la orden repetida, y los marineros pusieron el enorme barco en dirección a levante. El capitán vigiló la maniobra, después, volvió a otear el horizonte con su catalejo en busca del siniestro.

Con el velamen henchido por el viento, el barco navegaba a buena velocidad y se aproximaba rápidamente a su objetivo. El marinero Lánzarete estaba en su puesto de vigía y escrutaba atentamente el horizonte. Al fin, vio el barco en llamas, pero desde esa distancia no llegaba a distinguir de que nave se trataba. El San Marcos recorrió otra decena de millas y pudo divisar su pabellón.

- ¡Es un barco español! – gritó –, ¡Mi teniente, es un barco español!

En pocos minutos, la información llegó al capitán. Después, un segundo mensaje, el que se temía, llegó a sus oídos. El teniente Navarro se acercó.

- Mi capitán, el vigía ha visto un segundo barco, tiene en el pabellón el emblema de Abou Rachid Al Bakr.

- Mande preparad las culebrinas, cuando estemos lo suficientemente cerca, les mandaremos una andanada.

- A la orden.

Las culebrinas eran unos cañones mucho más largos, pero de menor calibre, aunque de mayor acierto. El teniente desapareció y comenzó el zafarrancho de combate.
El beréber llevaba varios meses asaltando todo tipo de barcos en el Mare Nostrum. Y la orden estaba dada a todos los barcos de la Armada española de hacerlo preso, y si no, hundirlo con su barco. El capitán Álvaro Fernández de Luzón sonrió para sus adentros. No era posible que fuera él, el capitán más novel de la Armada, el que fuera a dar caza al pirata beréber.

Álvaro siguió las evoluciones de su barco, y poco después lo avisaron que el morisco emprendía la huida. Así que mandó perseguirlo. Si llegaba a Argel estaría a salvo, y no quería que escapara tan fácilmente. Intentaría cortarle el paso, pero lo primero era lo primero.

- Teniente Navarro, ¿está preparada la artillería?

- Sí, mi capitán.

- Pues cuando le dé la orden, mande abrir fuego.

El capitán Fernández de Luzón observó la maniobra de su enemigo, parecía que le había leído el pensamiento. Con un poco de suerte, le impediría llegar a su destino.

- Teniente Navarro, mande girar a babor noventa grados.

El teniente gritó la orden y pudo oírla repetida aún varias veces, hasta que el barco comenzó a girar. Enseguida estuvo en posición. Entonces, el capitán gritó:

- ¡Fuego!

Las doce culebrinas de estribor escupieron su hierro mortal a la vez.

- ¡Teniente Navarro!, mande dar media vuelta sobre el ancla.

El teniente se quedó atónito unos segundos, pero ladró la orden, y en pocos minutos el San Marcos quedó mirando al morisco con sus cañones de babor. Una vez más, el capitán mandó abrir fuego. Doce proyectiles de veinte libras salieron disparados contra el beréber.

III

Confiando en la velocidad de su fragata, Abou Rachid Al Bakr nunca llegó a pensar que el galeón español fuera capaz de lanzarle una salva, y menos aún dos, pero era lo que había sucedido. En espacio de tres minutos le habían lanzado dos andanadas. Algunos proyectiles dieron en el blanco y frenaron su marcha. En el barco hubo un tiempo de desorganización y perdió parte de su ventaja. En cuanto a los desperfectos, en su conjunto eran menores. Aunque la mesana, el palo de popa, había sufrido grandes daños y estaba inservible.

Sin las velas de popa, la velocidad se igualaba con la del galeón. Ahora, llegar a Argel era ardua tarea. El carnicero apuntó su catalejo hacia el San Marcos y lo maldijo. Éste había desplegado todo su velamen y venía derecho hacia ellos.

- ¡Timonel, cambia de rumbo! Derecho hacia el canal de Sicilia, vamos a intentar aprovechar las corrientes de las Baleares para escapar.

El teniente Navarro observaba la maniobra del bajel enemigo, y no tardó mucho en adivinar la intención del beréber.

- Mi capitán, creo que el pirata intenta coger las corrientes Baleares para huir.

- Bien, hemos conseguido que cambie el rumbo. Ya no se dirige a Argel, veamos donde nos lleva. ¿Teniente?

- Sí, mi capitán.

- Mande seguirlo por estribor, no quiero que nos sorprenda cambiando el rumbo de repente.

La fragata de Abou Rachid Al Bakr dejó las Baleares a su izquierda y siguió su camino hacia la isla de Cerdeña. Las corrientes lo llevaban a buen ritmo, pero no escapaba del galeón español. Pasó el canal de Sicilia dejando la isla atrás.

A lo largo de tres días, los dos barcos siguieron el mismo rumbo. Dirigiéndose recto hacía el mar Egeo. El Carnicero no quería enfrentarse directamente con un barco que lo doblaba en artillería y que además de la tripulación, llevaba a bordo un centenar de infantes de marina. Eso sería un suicidio.

El barco de Abou Rachid Al Bakr pasó cerca de la isla de Creta, a cierta distancia del cabo de Spada y entró en el mar Egeo. Ahí, cambió ligeramente el rumbo hacia las Cícladas. En el gran navío español, su movimiento no pasó desapercibido, y a su vez, cambiaron el rumbo.

- Timonel, pon rumbo a la isla Cormorán. Intenta despistarlos entre las islas, tienen más calado que nosotros, tendrán que tomar más precauciones – dijo el carnicero.

- Van derecho a las Cícladas mi capitán – dijo el teniente Navarro - , tendremos problemas para seguirlos.

- Cuando estemos en las islas, mande arriad la mitad de las velas, intentaremos seguirlos a menor velocidad.

- Pero así lo perderemos mi capitán.

- Es un riesgo que hay que tomar.

Unas horas más tarde, justo cuando empezaba a anochecer, los dos barcos se adentraron en el archipiélago de las Cícladas. Al reducir el velamen, la fragata comenzó a estirarse, con gran satisfacción del beréber.

IV

- Se están escapando mi capitán.

- Lo estoy viendo, pero no creo que vayan muy lejos, es probable que aprovechen la noche para esconderse en alguna isla.

Ya de noche, el bajel de Abou Rachid Al Bakr desapareció. Entonces, el capitán Álvaro Fernández de Luzón mandó arriar prácticamente todas las velas. El galeón San Marcos fue navegando muy despacio. Cuando amaneció, el capitán decidió inspeccionar las islas por las que pasaban. Pocas horas más tarde, el gran navío pasó delante de una ensenada en la que tres barcos estaban fondeados. Enseguida reconocieron la fragata de Abou Rachid Al Bakr.
Al fondo, se podía ver unas construcciones formando un pequeño pueblo.

- ¡Teniente!

- Sí, mi capitán.

- Mande zafarrancho de combate, sitúe el navío en la entrada de la ensenada, vamos a hundir los barcos. Quiero una cadencia de disparo de tres minutos. Y que las tropas del Tercio Nuevo del Mar de Nápoles estén preparadas para el desembarco.

- A la orden mi capitán.

Cinco minutos más tarde, el galeón San Marcos estaba en posición. Solo faltaba la orden del capitán.

- Todo está listo y preparado mi capitán.

- Mande abrir fuego teniente – ordenó el capitán Álvaro Fernández de Luzón.

La orden se repitió y los treinta y cinco cañones de estribor escupieron su fuego. Los pocos piratas que se habían quedado de guardia en los barcos, se percataron demasiado tarde de la presencia del galeón. El tiro iba dirigido a los barcos. En una primera andanada, la fragata beréber sufrió grandes destrozos. Y cada tres minutos la andanada se repetía. Treinta minutos más tarde, la fragata, que había tenido mejor vida a manos de los franceses, se hundió. Poco después, los otros dos bajeles tuvieron la misma suerte. Entonces, se echaron los botes al agua, y los valerosos infantes de marina españoles se dirigieron a tierra.

El capitán Francisco Estrada Giménez y Campoo, al mando de sus ciento veinte infantes de marina, desembarcó en el muelle. Dejó una retaguardia de veinte hombre, dividió el resto de las fuerzas en grupo de veinte soldados y se adentraron en la pequeña localidad.

Encontraron una fuerte resistencia, pero poco a poco fueron conquistando las calles. Los piratas, mal equipados, mal entrenados y sin disciplina, terminaron, unos, rindiéndose y otros, sucumbiendo bajo el acero español.

En los alrededores de la taberna, el capitán Estrada se encontró con Abou Rachid Al Bakr. No tuvo problema en reconocerlo, una gran cicatriz le cruzaba la mejilla izquierda. Se enzarzaron en una lucha sin tregua. Al final, el beréber rindió el último suspiro tras recibir una gran cuchillada en el pecho.

Los combates duraron aún un buen rato, pero la infantería de marina consiguió vencer y tomar el pueblo. Poco después, el capitán Estrada mandaba un correo al galeón San Marcos.

He tomado la plaza, me quedaré con mis hombres hasta la llegada de tropas de ocupación. Abou Rachid Al Bakr ha muerto, podéis notificarlo al almirantazgo. Os mando con el correo, los prisioneros para que sean juzgados en España, y sus rehenes.
Capitán, Francisco Estrada Giménez y Campoo.

Poco después, dejando los infantes de marina del Tercio Nuevo del Mar de Nápoles ocupando Isla Cormorán, el galeón San Marcos puso rumbo hacia España.
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