Nº72- Nudista. Por Lolita

De pequeña, tenía la costumbre de pasearse desnuda por todas las habitaciones del gran caserón de su abuela. Al llegar del colegio, apenas dejaba la mochila, abandonaba progresivamente cada una de las prendas que Josefina le había planchado con esmero por la mañana. Era como las serpientes que en una determinada época del año mudan de piel. Cambiaba la epidermis cada mañana al ponerse la ropa y cada tarde al despojarse de ella, al tiempo que dejaba un reguero de piel antigua en cada uno de las amplias estancias de la casa: la gorra y el abrigo, en el recibidor; los zapatos y calcetines, en el pasillo; los pantalones en la sala de estar; el jersey en la cocina —donde tomaba la merienda ya sólo en bragas, fuera invierno o verano. Finalmente, cuando ya subía la escalera se quitaba también las bragas dejándolas caer por encima de la balaustrada con cierto ademán despreocupado. Tan ensimismada como estaba en su propio ritual metamórfico, se desembarazaba de todo aquello que le molestaba sin considerar quién pudiera visitarlas en ese preciso instante.

El tío Antonio de Murcia, tan solo diez años mayor que ella, era su tío segundo y el sobrino preferido de la abuela. Su padre era un rico terrateniente y en cada uno de sus movimientos se percibía esa confianza en sí mismo que le habían conferido los años en escuelas privadas, las horas en el club de tenis y las estancias en el extranjero para aprender inglés. Se había licenciado en Derecho aquel mismo año y la familia esperaba que se convirtiera en el administrador de los negocios de su padre. El tío Antonio, en apariencia, jamás quiso contrariar el camino ya trazado ni las costumbres familiares. Sin embargo, cuando hablaba con su padre, surgía un rictus en el labio inferior que indicaba cierto desprecio por las ideas que él representaba. Su padre nunca se percató de esos sentimientos y, por el contrario, creía que su hijo le profesaba una admiración y confianza ciegas. Casi todos los veranos, Antonio visitaba a su tía Mercedes. Su madre había muerto cuando era un niño y había encontrado en ella una suerte de figura materna alejada en kilómetros pero muy cercana en afecto. Ella lo mimaba en exceso, igual que a su nieta. A veces, cuando volvía de los bares del pueblo, lo esperaba despierta para servirle chorizos al vino o un poco de jamón mientras él le explicaba las aventuras con las jóvenes locales: Conchita, la menor de los Peña, que le hablaba de las novedades del pueblo mientras se aproximaba más de lo que resultaba decoroso o de Laura, la vecina de toda la vida, que lo ignoraba con cierto desprecio pero que, en el fondo, no le quitaba ojo durante toda la noche.

Hacía dos años que no veía a su sobrina y notó con asombro cómo había crecido desde la última vez. Los primero días no dejó de observar todos sus movimientos. Fruncía el ceño y fijaba la vista mientras le hablaban y eso hacía que el otro se sintiera halagado a la vez que abrumado ante tanta atención. Aparte de sus evidentes cambios físicos, se comportaba de forma habitual. Se ausentaba cada tarde unas cuatro horas para ir al pantano, como solía hacer cada verano, y volvía sobre las nueve, justo antes de que oscureciera. Al regresar, ayudaba a Josefina a poner la mesa y cenaban todos juntos. No salía con amigas, no parecía tenerlas, y se quedaba leyendo con la abuela antes de irse a dormir. No estaba alterada por los cambios físicos de la adolescencia ni presentaba síntomas de inquietud ni desobediencia. Su cuerpo grácil y alargado comenzó a despertarle una curiosidad obsesiva como si el tío Antonio hubiera sido objeto de un ritual vudú a la vez que su ausencia le provocaba una desazón difícil de justificar, perderse un gesto suyo significaba extraviar la llave que le abriría un sendero nuevo en su vida.

El tío Antonio no podía quitarse de la cabeza las visitas al pantano, lo que antes le había parecido una actividad saludable ahora le inquietaba y este desasosiego fue en aumento a medida que pasaban las semanas. Se debatía entre no dejarla ni a sol ni a sombra y pretender que todo seguía igual a los años anteriores. Ella, antes de marchar y ya de espaldas, extendía la mano por encima del hombro en forma de saludo antes de salir por la puerta llevando un ligero vestido de tirantes con el bañador por debajo y una toalla. Sentía que los años pasados viéndola crecer y cuidándola le daban un derecho carnal sobre ella. No era su tío abnegado sino un Otelo instigado por su propio Yago interior, quien le decía que su sobrina le pertenecía y que seguramente no estaría sola en el pantano sino que se encontraría con algún chico del pueblo. El hijo del panadero, por ejemplo. Juntos, cogidos de la mano, buscarían un lugar escondido entre los matorrales y allí él le levantaría el vestido para acariciarla mientras ella le mordía el lóbulo de la oreja. Aunque también estaba el maestro, un hombre culto que visitaba a menudo a la tía Mercedes y que estaba casado con esa mujer cotilla y poco agraciada. La dejaría con la excusa de irse a pescar y encontrarse con su sobrina a escondidas. Mientras Yago elaboraba toda clase de teorías, Otelo se sentía cada vez más traicionado. ¿Cómo podía haberle hecho esto a él? Por las noches, mientras pensaba, daba grandes zancadas por la habitación, como un prisionero incomunicado, el mechón negro del flequillo le caía por la frente y él lo apartaba violentamente como si le impidiera urdir con tranquilidad su estrategia de descubrimiento.

Una tarde, cuando ella cogió la toalla, se la echó al hombro y se despidió de todos con una sonrisa, el tío Antonio ya había decidido esperar media hora para seguirla y sorprenderla con su supuesto amante. Mientras su tía le contaba que su padre le había llamado esa misma mañana para saber cuándo regresaría, él contestaba como si estuviera al corriente del tema pero, en realidad, no paraba de mirar las agujas del reloj que estaba por encima de la chimenea. Cuando éste marcó las cinco y media, Antonio se incorporó con tanta prisa que hizo temblar las tazas del café y dejó a su tía boquiabierta tras apenas un fugaz saludo de despedida.

El pantano estaba a unos cuatro kilómetros del pueblo y se llegaba hasta él a través de un camino sin asfaltar, rodeado de plátanos. Los domingos, era el paseo obligado después de comer pero los días de la semana estaba prácticamente desierto. Los del pueblo trabajaban y los visitantes pasaban el día en la playa más próxima. Durante el trayecto, Antonio se imaginó a su sobrina y sus amantes en distintas posiciones sobre la hierba o en el pantano ocultados por el agua. El camino se le hizo insoportable. Hacía sol y el cielo estaba despejado, tanto que casi se confundían cielo y pantano en una degradación de azul. Pero él se dirigió a la orilla como un perro de caza en busca de la presa que su amo acaba de derribar.

A medida que se acercaba agudizaba los sentidos. Al principio no logró verla pero luego atisbó a lo lejos el vestido colgado de una rama. Más adelante encontró el bañador abandonado sobre una piedra. Siguió las prendas como si fueran el hilo de Ariadna hasta que entre los arbustos, vio las piernas de su sobrina extendidas sobre la toalla. Se acercó y descubrió su cuerpo desnudo tumbado boca abajo, un cuerpo joven y glorioso. Tenía el pelo mojado y recogido, y el brazo izquierdo extendido por encima de la cabeza. Parecía dormida. No oyó a su tío hasta que éste se le acercó y con un movimiento certero la cogió por las nalgas, ella intentó incorporarse mientras él le tocaba los senos incipientes y le besaba el cuello. Ella forcejeó hasta librarse de su abrazo.

          —¿Dónde está? ¿Dónde lo has metido?

          —¡Déjame! Pero ¿de quién me hablas? ¿No ves que estoy sola? —gritó colérica.

El grito actuó como la orden de un coronel, él se detuvo y se puso de pie tambaleándose mientras ella lo miraba como un animal que se enfrenta al hombre y, aun temiéndolo, está dispuesto a todo antes que dejarse reducir. El tío Antonio corrió los cuatro kilómetros que lo separaban del pueblo sin detenerse. Nunca volvió a visitar a su tía Mercedes. Le fue fácil fingir que sus innumerables compromisos como responsable de los negocios de su padre no le dejaban tiempo para vacaciones. Aunque no lo admitiría jamás, a menudo recordaría el olor de su sobrina aquella tarde en el pantano, esa combinación pegajosa de agua dulce mezclada con las hierbas silvestres de la orilla y el crujiente aroma de la piel desnuda. Quizás si ese día no se hubiese dado tanta prisa, se hubiera topado de frente con Pablo, el hijo del panadero, quien se dirigía al encuentro de su sobrina como cada tarde. Ella lo esperaba tostada por el sol de la tarde y desnuda, como de costumbre, después de un largo baño en el pantano.

 

 

9 comentarios

  1. Odiseo González

    Suerte en el certámen Lolita.

  2. De modo que nada es lo que parece, o lo que parece nunca es la única realidad. Las vergüenzas y desvergüenzas del tío Antonio con su sobrina a quien le gusta mostrarse tal como es. Me ha gustado especialmente el primer párrafo, ese irse desvistiendo por la casa cargado de simbolismo. Como las serpientes mudan de piel ella cambiaba de epidermis.

    Suerte, Lolita

  3. Un relato bien escrito, salpicado con la magia de las pasiones prohibidas y vergonzosas.
    Una vez más se plantea lo subjetiva que es la verdad. Hay una para cada individuo.

  4. Interesante relato, bien escrito y enlazado sobre los pensamientos que revolotean en la mente, que no se expresan o no se pueden expresar y van creciendo y desbordándose como un pantano que se abre de repente.
    Me ha gustado.
    Suerte

  5. Al final la represión de los los propios deseos, el engaño y el espejismo del «yo» con su hipocresía muy bien desarrollado a través del personaje tío de la jovencita. Mucho simbolismo en una historia que se deja leer con gusto.
    Te felicito.

  6. Me ha gustado mucho. Muy bien escrito y muy sugerente. Muy acertada la expresión de los celos y su proyección sicológica. Enhorabuena y suerte.

  7. Buen relato, te felicito.

    Me parecio muy sugerente el desnudo y el deprenderse de la ropa como metáfora simbólica. Queda maravillosamente reflejada en la muda de piel de la serpiente. Y la ropa como hilo conductor del deseo del tío.

    También me sorprendió como se ilustra el mecanismo de proyectar el propio deseo en otros, cuando el tío corre supuestamente a descubrir a la sobrina con otro chico y acaba encontrandose con su propio deseo.

    Se condensa en un espacio relatado breve mucho simbolismo, muy sugerente.

    Me gusto mucho y me removio cosas. Suerte en el certamen!

  8. Una de esas historias inconfesables que tanto abundan en la realidad, aunque yo creo que la realidad supera la ficción. Alguien dijo algo así como que las personas tenemos secretos que solo contamos a los más íntimos, otros que nunca contaremos a nadie, y secretos que ni nos atrevemos a pensar. suerte

  9. «el crujiente aroma de la piel desnuda». Hallazgo literario, imagen poética y receta culinaria. Fuera bromas, me ha gustado mucho tu Otelo-Lolita-incestuoso. Suerte en el certamen.

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