Y encima describir el delirio… las voces que al pobre tipo le mordían las sienes, las imágenes blandas que lo rodeaban, los espectros con nombre y apellido que se le presentaban sin necesidad de truenos y lluvias nocturnas, ni de viejos castillos fantasmales de leyendas sajonas.
Lo cierto es que, cada vez que he contado la historia de este viaje, jamás pude comprender por qué lo hicimos, por qué el riesgo, por qué la insistencia, por qué esa absurda convicción de que unos días, más o menos pasados con tranquilidad, podían borrar el maldito recuerdo que lo destrozaba -acaso una carrera compelida para un chico golpeado, con el fin de demostrar que las caídas son efímeras, que los moretones desaparecen con hielo y tiempo-.
Nos creímos ese absurdo. Peligrosos esos dogmatismos donde el propio embaucador se esperanza con sus mentiras…
Lo cierto –y creo que nunca lo entendimos- es que Eduardo jamás fue el mismo después de aquello. Se culpó de todo, se cargó con esa muerte, se la adhirió a la piel, a la boca, a sus ojos, a cada palabra.
Fue absurdo, sí, e injusto; a fin de cuentas podría haber sido yo, o Alberto, o Luis… o cualquiera de los que pasamos ese fin de semana adolescente, de pocas monedas en los bolsillos, mochilas con mapas roídos y el bronceador de mamá. Pero fue él, o la fatalidad, o la mala suerte, o él, o él, o él…; lamento decir que, aunque busco, no encuentro otras opciones.
El paso fatigoso, el cansancio que nos humedecía los huesos, el almacén desvencijado a nuestra vista…: toda una tentación para culminar nuestro fallido periplo de supervivencia y vender el alma a la Coca Cola y a los paquetes de Oreo.
Ella era hermosa, frágil, casi un ángel vacío detrás del mostrador. Nos sonrió apenas entramos, y Eduardo, de puro bueno, de puro no se qué, tocó su mano con lástima, quizá para demostrarle un afecto más allá de las barreras, más alto que las vallas de la minusvalía mental de la chiquita.
La criatura corrió asustada, saliendo del lugar -ante la sorpresa de su papá, quien en ese momento nos cobraba las provisiones-. A los pocos metros tropezó; su cabeza se deshebró como una tela amarillenta…
Nada de lo que viene a cuento puede desligarse de aquellas escenas.
Había pasado el tiempo, el que emparcha, el que consuela, el que a veces cura. Pensamos que reunirnos le exorcizaría las sombras a Eduardo, esas manchas inmensas que cruzaban sus sueños, esas imágenes que se derramaban en plena vigilia produciéndole dolor, miedo y accesos de fiebre.
El encuentro fue lindo, también lo era la zona elegida para el paseo de estos ahora adultos en auto, con víveres, celulares y cabelleras escasas.
Fue angustiante verlo rogar que no nos detuviéramos, decir que la fiebre le pasaría sólo alejándose de ese lugar…
Comenzamos a mirarnos mutuamente, a dudar del futuro inmediato de nuestro amigo si no recibía atención, aunque fuera solamente el rudimentario descanso de una cama en lugar fresco.
Comprendimos -más bien intuimos- que confundía el pueblo al que nos acercábamos con el fatídico sitio de aquella vez. Lo comprobamos cuando nos paramos en una despensa para pedir ayuda.
Una mujer joven nos recibió con las dudas de quien ve entrar a un grupo de hombres angustiados. Nos explicó que la temporada de pesca había comenzado y que, por ser domingo, hasta el médico del pueblo sería inhallable.
Accedió a facilitarnos un pequeño cuarto vacío de su casa. Entre gritos casi indescifrables bajamos a Eduardo del auto. “No quiero verla”, repetía con voz pastosa de vocales cerradas y agudos imprevistos.
Ya acostado comenzó a tener convulsiones y derribó el vaso de agua que ella nos alcanzó. Debí traer una bebida de mi bolso para que se calmara momentáneamente y accediera a tragar un paracetamol, con la esperanza de que la temperatura le soltara el cuerpo.
La espera fue oscura, silenciosa. Queríamos estar en Buenos Aires, olvidarnos de Eduardo, dejarlo con su carga sin necesidad de reprocharnos esta absurda cura fallida. Yo extrañé mis papeles, mi balcón de Pasco y Belgrano, mi tesis adeudada y aun sin empezar (el realismo mágico: la breve obra de Rulfo, el Reino de Carpentier, la influencia de Foulkner, y el Macondo de Gabo; todo sin haber pasado del párrafo en que Aureliano Buendía recordaba aquella tarde remota en el pelotón de fusilamiento.)
La noche fue ganando los cuerpos, una llovizna se desmayaba sobre los techos. La mujer nos sirvió sardinas que comimos con pan tierno, y una ensalada de tomate y cebolla que salpicó con hojas de orégano fresco –parece mentira que recuerde ese detalle-. Era el momento de explicarle… Durante minutos parecimos afásicos arrancándonos pedazos de frases de la lengua, tomando palabras elegidas con asepsia, con duda, con miedo a decir que nuestro viejo amigo había enloquecido, y que la confundía a ella con una niña fallecida accidentalmente hacía años.
La mañana se despertó con el humo del café, con la brisa de los álamos. Fuimos a ver a Eduardo, su descanso había sido tranquilo, silencioso. Se anilló a mi cuello para hablarme al oído, lo hizo con claridad, ya estaba mejor; me rogó que nos fuéramos.
Se vistió rápidamente, sin quitar la vista de su ropa, como escapando a todo contacto visual con el lugar.
La mujer nos esperaba silenciosa en el comedor humilde, sonrió al saber que lo peor había pasado. Eduardo se dirigió a la puerta abrochándose el abrigo, sin levantar los ojos. Su hermetismo y su desagradecimiento nos incomodaban a todos. Decidí acercarme a ella, susurrarle un saludo, una disculpa, decirle que nuestro amigo todavía no estaba bien, pero que jamás la olvidaríamos.
-Yo tampoco me olvidaré de él –dijo ella, con frialdad, sacando el arma y disparándole, desapareciendo luego, misteriosamente, delante de nuestros ojos-.