8- El mosaico. Por LUZA
Al despertar aquella madrugada todos sus pensamientos giraban en torno al recuerdo de un solo objeto: el mosaico. Tenía la sensación de haber pasado la noche entera viviendo peripecias que de una u otra forma tenían que ver con él, y su imagen se le aparecía de forma recurrente acompañada de una sensación de bienestar. Se sentía satisfecho por el hecho de haberlo encontrado, de poseerlo, de tenerlo consigo.
Son muy pocas las veces en las que Juan se había interesado por alguna otra obra de arte, menos aún hasta el punto de llegar a comprarla, y desde luego en ninguna ocasión se había dado el caso de sentir una fascinación tan inexplicable como la que sintió desde el mismo momento en que le echó la vista encima. La vendedora de la tienda de antigüedades debió leer en la mirada que Juan le dedicaba al mosaico que allí había negocio, porque se había apresurado a abandonar la tarea que le ocupaba en ese momento y se había lanzado en picado hacia su presa. “Una pieza preciosa”, dijo observando un tanto teatralmente el mosaico mientras se situaba al lado de Juan para poder admirar juntos la obra. “Es del siglo XIX”. Juan seguía como hipnotizado observando el mosaico, sin prestar mucha atención a la vendedora. “Lo trajeron de un palacete de la calle Caballeros. Estaba en el patio a la intemperie y hemos tenido que restaurar algunas partes….”. Era una pieza rectangular de aproximadamente un metro de ancho por medio de alto, encastrada con bastante poca fortuna en un marco de madera oscura que resultaba un tanto disonante en el conjunto. Sobre un fondo formado por multitud de teselitas de mármol blanco destacaba la imagen central del mosaico, compuesta por un gran ojo humano sobre el cual pendía desde la esquina superior del cuadro la cabeza de una gran serpiente, y flanqueando la imagen central del ojo había sendas serpientes más pequeñas, todas ellas, la de arriba y las dos de abajo, con la lengua viperina fuera.
Mientras la sagaz vendedora se deshacía en explicaciones técnicas y referencias al origen noble de la obra, Juan seguía contemplando fascinado el ojo central del mosaico, sin prestar gran atención al discurso de la marchante, aunque asintiendo cortésmente con la cabeza.
– ¿Cuánto pide por él?- preguntó Juan apartando la vista del mosaico y depositándola por primera vez en los ojos de la vendedora.
– Tenga usted en cuenta que es una pieza única, de antigüedad acreditada, y que ha costado mucho trabajo sacarla de la pared del patio donde se encontraba y prepararla así, lista para colgar en cualquier pared,…
– ¿Cuánto pide entonces?- insistió Juan, cortando la música de fondo producida por el monólogo de la vendedora.
– 1900 euros – informó por fin la tratante de antigüedades, antes de soltar el colofón preceptivo para rematar su actuación: ¡es una preciosidad!
Juan pensó que de aquél dibujo se podría haber dicho cualquier cosa: raro, inquietante, enigmático, y hasta podría resultar a alguien incluso repulsivo, pero… ¿preciosidad? ¡Es lo último que se le habría ocurrido decir, al ver aquellas lenguas viperinas y aquél ojazo enorme que miraba todo el rato! Resultaba una pieza extraña, extirpada de su entorno natural y confinada en un triste marco para formar parte de un conjunto heterogéneo de objetos amontonados; había sido despojada de la belleza de la espontaneidad como una flor silvestre enlatada en un jarrón, pero a pesar de ello poseía un inexplicable poder de atracción; despertaba una serie sensaciones placenteras de naturaleza indefinible; transportaba de repente a lugares recónditos de la memoria y del tiempo, a recuerdos imprecisos de experiencias vividas en un pasado muy remoto o en las profundidades abisales del mundo de los sueños. Definitivamente no era bonito, era demasiado caro y no tendría ningún lugar donde colocarlo después, pero un capricho es un capricho y nunca es tarde para dejarse seducir por el incomprensible atractivo de alguna fealdad.
– Está bien, me lo quedo – concluyó Juan, acercándose más al mosaico y atreviéndose, ahora que estaba legitimado para ello, a pasar sus dedos por la superficie fría y accidentada que formaban las teselas.
– Una magnífica elección – sentenció la experta, exultante ante la constatación de sus poderosas dotes persuasivas. – Pase por aquí, si es tan amable – añadió, comenzando acto seguido un afectado desfile hacia el mostrador, exagerando el vaivén de sus caderas y taconeando ruidosamente contra el parqué.
Todavía era muy temprano para levantarse en una mañana de domingo, y tampoco estaba del todo despierto, pero en cuanto tomaba algo de conciencia recordaba el mosaico y trataba de despejarse para poder acudir cuanto antes a contemplarlo de nuevo, aunque para ello hubiera que despellejarle primero varias capas de embalaje. Daba entonces una vuelta en la cama, se acomodaba enroscado en el lado contrario y caía de nuevo durante un rato en el letargo del sueño, hasta que, durante el transcurso del duermevela, tuvo de repente un relámpago de lucidez – de esos que se producen a menudo en el subconsciente y que resultan ser mucho más lúcidos que los discernidos en la consciencia -, que le reveló de pronto el motivo del misterioso hechizo producido por un objeto decorativo tan alejado de sus gustos, descubrió por qué había captado poderosamente su atención, desdibujando por completo a los demás objetos entre los que se encontraba en aquella tienda, y no precisamente por su belleza, bastante cuestionable, sino por haberle removido sentimientos inexplicables y profundos de familiaridad, como si aquél objeto le hubiera pertenecido desde siempre.
Se enderezó entonces de golpe, quedando por un momento sentado sobre el colchón en la posición de loto, se apresuró inmediatamente después a levantarse de la cama con una agilidad gimnástica, y se precipitó sobre el pasillo, recorriéndolo con ligereza hasta alcanzar el salón. Allí se dirigió hacia el aparador y extrajo de uno de sus cajones una vieja caja de latón heredada de su madre, que en su día debió contener galletas, pero que había pasado a sus manos albergando en su interior una colección de fotografías antiguas. Empezó a revisarlas una por una hasta que por fin encontró la que buscaba, la tomó con delicadeza y la sostuvo delante de sus ojos, esbozando una sonrisa cargada de nostalgia. Era una fotografía en blanco y negro tomada muchos años atrás en el patio de la casa de sus abuelos, que mostraba un hombre moreno de unos treinta años con un niño pequeño en sus brazos. El hombre sonreía con la cara vuelta hacia el niño, y el niño miraba a la cámara mientras señalaba con su dedito gordezuelo el dibujo que adornaba la pared que tenía detrás: un ojo de tamaño superior a su cabeza, custodiado por el veneno de varias serpientes.