>En mil novecientos noventa y nueve, en un pueblo del levante, la sequía azotaba de forma implacable y los expertos vaticinaban que la situación no mejoraría ya con el paso de los años. Enviaron a dos especialistas para estudiar el terreno que posteriormente sería la ubicación de un centro comercial. En una de tantas excavaciones que hicieron, encontraron una caja metálica enterrada a unos cinco metros de profundidad. La caja que no era mayor que una de zapatos, contenía unas hojas manuscritas con excelente caligrafía y cuyo contenido literal relato a continuación. No es posible fechar el momento en el que fueron escritas ni quien es su autor o autora, solo cabe decir a titulo informativo, que junto a las hojas de papel se encontraba una hoja de limonero, un jazmín y un geranio perfectamente conservados como si se hubiesen cortado esa misma mañana.
Me acosté sin tener sueño entregándome a la noche que entraba por la ventana en forma de brisa fresca. Traía olores a piel de naranja, clorofila y jazmín que pronto envolvieron mi cuerpo como los brazos de una amante entregada. Permanecí así durante horas mientras la huerta se fundía con la noche y ambas me hicieron el amor en un silencio que estaba rebosante de vida.
Esta vida que permanecía oculta en la noche explotó nada más despuntar el alba. Cientos de pájaros anunciaban que aquella noche, única, distinta a todas las demás como distintos son dos hijos de un mismo padre y de una misma madre, había llegado a su fin para dar paso a uno más de los días que componían este interminable ciclo de sueño, brisa fresca y olores mezclados en perfecta y natural armonía.
Aquella mañana era mi primer día en aquel pueblo rodeado de huertos, pero el tiempo se dilató tal y como le pasara a Ulises en la ciudad de la diosa Calipso, donde cada día se convertía en un año para los mortales.
Paseé por sus calles tal y como lo hicieran tiempo atrás cartagineses conquistadores, romanos eficientes y árabes implacables, percibiendo en cada rincón esta mezcla de querer hacer cada uno las cosas a su manera. Percibí en sus gentes esta mezcla de culturas en sus costumbres cedidas por aquellos dueños, conquistadores sin miedo a adentrarse en tierras desconocidas y lejanas, constructores de ciudades y sociedades, filósofos implacables con su dios y a la vez experimentadores de los placeres de la vida.
Cualquiera puede ver esto si sabe interpretar las señales que el tiempo, con su paso injusto y constante, trata de borrar a toda costa. Hay que mirar a la gente porque es ahí donde está tatuado, en la personalidad de cada uno de sus habitantes, en su comida, en su lenguaje y en sus creencias. Porque una persona no es más que lo que come, lo que dice y lo que cree.
Seguí paseando durantes días, hablando con cualquiera que quisiera hablar de aquel pueblo rodeado de huertos, rezando con ellos y comiendo su comida, buscando una historia que contar al resto de los mortales ajenos a como transcurre la vida en un sitio como este.
Es curioso como la gente en este sitio o en cualquier otro, solo tiene recuerdos de cómo máximo dos generaciones anteriores. Es como si algún ser superior limitara nuestra memoria, llenando de blanco todo lo anterior a nuestros abuelos, como un pintor llena de blanco el fondo de un cuadro en que solo quiere que los protagonistas tengan el privilegio de los colores.
La comida tiene más memoria. Se cocinaban los mismos platos desde siglos dándole cada persona su toque particular a más de un centenar de guisos, ensaladas y postres. Cada plato sabía a la historia de quien lo trajo, porque aquí todo es fruto de una importación bien recibida.
He visto pueblos que defienden la pureza de su raza y sus costumbres. Aquí tener sangre de cartagineses, romanos o árabes, hace a las gentes más sabias, tolerantes y conocedoras de lo que ha sido de este mundo a lo largo de su historia. Mientras que en los pueblos de razas puras se divertían haciendo concursos para ver quien levantaba la piedra más grande, por aquí pasaban elefantes con largos colmillos, sultanes que salían en cortejo engalanados con sedas de Asia y fieras de África sabiamente domesticadas. Romanos que los enseñaban a transportar el agua de una zona más baja a otra más elevada para aprovechar cualquier trozo de tierra por lejos que este se encuentre.
El mestizaje no solo es un orgullo para ellos, si no que ha sido muy práctico puesto que es más útil aprender que tratar de enseñar. La gente escucha atentamente cuando le hablas siendo respetuosos con todas las opiniones, las compartan o no. No tratan de imponer su criterio porque la historia les ha enseñado que es justamente lo que hay que hacer para que venga otro más fuerte y lo cambie con el filo de una espada. No son sumisos, son el extremo más avanzado de nuestra evolución, puesto que la evolución del ser humano y de cualquier ser vivo se basa en su capacidad de adaptación al entorno.
Este pueblo rodeado de huertos tiene sonidos para cada momento del día. Por la mañana los pájaros son los encargados de despertar a todo el mundo. Los mirlos, aquí llamados merlas, son los primeros en hacerse notar. Conocí a un viejo huertano que tenía uno enjaulado junto a su aljibe y lo había enseñado a imitar la voz humana de forma que cada vez que alguien se acercaba, repetía la palabra “agua” sin parar. A la hora de la siesta las cigarras, aquí conocidas como chicharras y que solo viven un verano, te advierten, como de si de una alarma se tratara, del calor que hace con su canto estridente y monótono. Por la noche los grillos con su canto suave, acompañan el sueño hasta que lo rompen de nuevo los pájaros.
También hay un olor para cada momento del día. Por las mañanas que casi todas son soleadas, se huele a tierra húmeda y a hierba. Al medio día se huele a leña de limonero quemada avisándote de que es la hora de comer. Por la tarde es la fruta madura la que te invita a que tomes lo que aquí llaman la merienda directamente de su árbol. Por la noche los geranios, jazmines y las damas de noche proporcionan el dulzor que el olfato necesita para acompañar un dulce sueño.
Seguí buscando mi historia en cada rincón de este pueblo. Hablé con el viejo Tomás, con el viejo José, con la vieja Mercedes, porque aquí todos tienen historias y todos son viejos. La vida les marca la cara sumando los años de tres en tres y las experiencias vividas también se sufren más intensamente.
Me hablaron del Tío Saín, un personaje inventado o no, que secuestraba a los niños que estaban en la calle a la hora de la siesta para no devolverlos jamás. Me hablaron de que muchos años atrás, encontraron algunos vecinos muertos y sin sangre con dos punzadas en el cuello similares a las de unos colmillos. Me hablaron del alma de una novia que vagaba por los huertos en la noche, vestida con su traje blanco buscando a su novio que había muerto ahogado mientras se bañaba en una acequia la mañana de su boda. Me hablaron de personajes ilustres que habían pasado por allí de incógnito, de tesoros escondidos en los huertos, de árboles que hablaban a sus dueños quejándose del trato que les daba, y estos asustados, corrían y corrían hasta caer muertos.
Había cientos de historias propiedad de antiguos dueños que las habían regalado a sus generaciones posteriores con cualquier propósito. Todos las creían y todos las respetaban, porque en este pueblo rodeado de huertos, la gente respetaba lo que era de todos. Nadie se reía de otro si este no se reía primero. Nadie cogia lo que era de otro sin permiso de su dueño. Todos ayudaban a todos y nunca nadie estaba solo. Si alguien moría todos lloraban, si alguien nacía todos reían, si alguien se marchaba todos salían a despedirlo.
La gente se sentaba en sus puertas por la tarde nada más bajar el sol formándose grandes corros de tertulia. Sacaban cordiales de almendra y agua de limón para hacer más dulce la velada que en algunos casos duraba hasta bien entrada la madrugada. Los niños jugaban al escondite mientras las niñas saltaban encima de un elástico. Los hombres soñaban con recoger kilos y kilos de limones en la cosecha y las mujeres hacían bonitos trapos de ganchillo o bordaban sabanas para el ajuar de sus hijas. Era una fiesta diaria de la que uno no se cansaba nunca.
Sigo sin contar una historia concreta, pero ya me da igual. He decidido que jamás nadie vea estas palabras encadenadas. Siento una mordedura en mi estomago desde hace unos días, creo que es el egoísmo que me impide enseñar el paraíso a nadie más. Decido esto mientras que con las manos apoyadas en el brocal de un pozo adelanto mi cabeza para mirar a su interior. Es negro y frío como una noche sin estrellas ni luna. Como una noche donde el silencio advierte de la ausencia de vida en su interior. No, no pienso permitir que nadie lea estas páginas. Solo las he escrito por necesidad que sentimos los que escribimos de escribir, de poner palabras unas detrás de otras con algún sentido y entretener un rato a quien las mira. Es una necesidad que solo la entiende el que la ha sentido alguna vez. Contar detalles de una situación para dejar constancia eterna y que no caigan en el olvido que tan propio es de los humanos. Pero este caso es distinto a todos los demás. No quiero dejar constancia de lo que he visto y vivido en este pueblo rodeado de huertos, porque no quiero que cambie nunca. Algo en mi interior me dice que será así siempre, con sus calles angostas y sus gentes amables y confiadas. Se que Dios no permitirá que uno de sus paraísos cambie nunca. Algo tan bello no puede desaparecer, porque si desaparece, es que no hay belleza en el mundo que no perezca, y los artistas no podemos si no buscar la belleza a lo largo de nuestra vida.
Voy a poner fin a mi vida en este pozo. Espero que nadie sienta lastima por mi, porque los que la sientan jamás encontraran un sitio mejor para morir que este pueblo rodeado de huertos. Soy muy mayor y creo que todo lo que tenía que ver y hacer, ya lo he visto y lo he hecho. No quiero otro último recuerdo en mi memoria, si es que la tenemos en el más allá, que el de los limoneros copados de azahar y las abejas robando su dulce corazón de néctar. Con este recuerdo en mi olfato del olor de azahar, en mis oídos con el zumbido de las abejas y en mi paladar con el dulce sabor del néctar me despido de este mundo, donde he tenido la suerte de encontrar la belleza.
FIN