Este Relato está inspirado de un hecho real; sin embargo, los nombres, las situaciones y acciones son frutos del Árbol de la Imaginación…
A Manuela, mi madre…
Francesca tenía unos ojos glaucos de esperanza. Límpidos. Ella había pensado que no podría tener más hijos. La Doctora Giulia le dijo que todo era psicológico. Cuando la doctora nos dio la buena nueva (luego sería nuestra tragedia), rompimos a llorar de emoción. Abrimos nuestras compuertas a las lágrimas de inercia. Llevábamos cuatro años -los mismos que tiene nuestro hijo Paolo- soñando con la noticia. Francesca no quería que el piccolo Paolo creciera sin un hermano de edad próxima, porque se convertiría en un bambino mimado, caprichoso y tirano. Todavía le temblaban las lágrimas en las pupilas cuando salimos a la Via dei Fori Imperiali. Aunque enlagunados, sus inmarcesibles ojos verdes emanaban una sonrisa de felicidad radiante. Con un silencio cómplice, nuestras manos unidas se apretaron fuertemente al pasar junto al Colosseo…
-Jean Luca -me dijo Francesca-, soy tan feliz que gritaría.
-No te contengas. ¡No creo que molestemos a los gladiadores!
Francesca abrevió el paso, depositó su mirada huidiza en el recoveco de una grieta; serpenteó una idea por su mente:
-Para celebrarlo deberíamos recoger al piccolo Paolo, tomar un taxi hasta el Aeroporto Leonardo da Vinci y allí enlazar con el primer vuelo hacia París.
-En tu nuevo estado no te conviene viajar, recuerda que llevas una bella ragazza en tu interior… -Francesca me sonrió con tanta ternura…
En casa de los abuelos recogimos a Paolo. Allí, todos nos encadenamos en un abrazo emotivo. Nuestro hijo le regaló un beso dulce y tibio a Francesca y ella no se pudo contener y derramó de nuevo (esta vez con una mansedumbre consciente) sus perlas de agua, densas, pulposas, prietas. El abuelo -el padre de Francesca- sacó una botella de amaretto y brindamos por el devenir.
Mientras caminábamos despaciosamente por la Via San Giovanni in Laterano, embriagados en una aura de nostalgia, Paolo daba saltos a nuestro alrededor como un tiovivo de feria. Sus ojitos vivarachos no podían demorar su entusiasmo. Colocamos al piccolo entre los dos y le dimos la mano para sujetar un poco (con riendas invisibles) su euforia. Era imposible. Un puro nervio. Al llegar a la Basílica de San Giovanni, Francesca entró a rezar una oración por el desarrollo normal del embrión. La vi arrodillarse frente al altar y susurrar devotamente unas jaculatorias. Francesca, iluminada por los cirios encendidos, estaba tan hermosa como todo aquel arte antiguo que encerraba la chiesa. Al salir…, cuando el imperioso sol se derramaba abrasador sobre nuestras cabezas, me dijo:
-¿Sabías que esta Basílica fue fundada por el Papa Melquiades en el siglo IV?
-Pues…, no.
De vez en cuando le salía su ramalazo de historiadora del arte. Trabajaba en Tivoli, en un pequeño Instituto de Secundaria a 31 km. de la Ciudad de las Siete Colinas, Roma, donde vivíamos. Allí, en Tivoli, era muy querida por sus alumnos. Tenía como código deontológico no suspender a nadie; y cuando alguna vez lo hacía… mostraba su originaria testuz etrusca. Sus excursiones constantes a la Galleria Borghese, Museo Nazionale Romano, Museo Nacionale di Castel Sant´Angelo, Museo della Cività Romana y la Galleria Nazionale d´Arte Moderna les encantaban. Para los alumnos, salir de las aulas era una liberación. Y aprendían mucho. Más por el magnetismo que irradiaba la magistral Francesca que por visitar y ver el arte en directo. La adoraban…
La parada del autobús que estaba al otro lado de la Via de la Spezia le despertó la idea a Francesca.
-¡Ese autobús nos llevará a la Piazza Colonna!
-¿Qué hay allí? -le pregunté intrigado.
-Unos grandes almacenes. Le compraremos al bebé que va a nacer su primer regalo -sus ojos glaucos reverdecieron más si cabe y emitieron destellos provocados por el implacable sol del mediodía y por su emoción contenida.
Llegamos a La Rinascente, el más grande de los almacenes comerciales de Roma. No se podía dar un paso. Subimos los tres por las escaleras mecánicas hasta la primera planta; atacamos la sección de ropa infantil, sin contemplaciones. Francesca compró calzines rosas. Ella quería un ricordi de ese día tan maravilloso en el que su expectativa, su proyección, por fin se vería completada. Aquellos diminutos calcetines rosas parecían de muñeca. Francesca aseguraba que sería una niña. Y nos mirábamos cómplices. Y nos entrecruzábamos los dedos con dúctil presión. Y amábamos esos instantes deliciosos. Y sonreíamos por todo…
Nos fuimos a celebrarlo al Sabatini in Trastevere, uno de los mejores restaurantes de la ciudad. Pedimos pizza napolitana y un caldo italiano de la mejor calidad el Torre Ercolana. Paolo devoró su pizza y su zumo de naranja en un santiamén, como si no hubiera comido desde la decadencia del imperio.
Por la tarde estuvimos paseando serenamente por la Piazza del Popolo cruzamos por el Ponte Margherita el río Tevere y un autobús nos llevó hasta la Città del Vaticano. Allí, Francesca se extendió dándome explicaciones sobre la Columnata de Bernini y el Obelisco de Fontana en la Plaza de San Pedro; continuó hablándome de la Basílica de Miguel Ángel…
-¿No podríamos hablar de algún artista contemporáneo…, que no haya fallecido?
-Si quieres… -y apremiante…-. ¡Era, era un decir, hombre! -Francesca me regaló otra peculiar sonrisa de su gama.
Francesca se acarició el vientre. Meditabunda en la inquietud… empezó a morderse las uñas…
-¡Así empezó la Venus de Milo! –me aventuré a decirle… expectante.
Su risa fue hermosa como el mejor de los amaneceres romanos.
Aquella noche estuvimos en la Fontana di Trevi embelesados con la luna llena. Tiramos unas monedas a la fuente mentando el futuro próximo mientras Paolo mojaba la yema de sus deditos introduciéndolos en el agua para recuperar aquellas monedas de la suerte depositadas al fondo como un ánfora. Estuvimos en la Piazza Navota y en la Piazza Spagna; en ésta última pedimos a uno de los numerosos artistas que había en la escalinata que nos hiciera una caricatura de Francesca. El piccolo Paolo se enfadó mucho, decía que su madre no tenía los labios tan grandes como en el dibujo. Después nos fuimos a la Stazione de Termini. Nos sentamos los tres en un banco. Teníamos los pies hinchados de tanto andar todo el día. Francesca se quitó los zapatos. Me enseñó con un gesto consternado sus doloridos pies.
– Con esos pies tan inflamados puedes dormir de pie que no te caerás.
El bambino estalló con una risa contagiosa que se encaramó con el eco hasta la bóveda de la estación. Nuestras risas también eran incontenibles…
Llegamos a casa y los tres brindamos con un gran vaso de leche. Aquella noche dormimos como benditos.
Tanta felicidad le parecía a Francesca <>. Sus tres primeros meses de embarazo fueron armoniosos; no tuvo apenas dolores ni arcadas. Vivíamos en un mar de tranquilidad, de serenidad envolvente. Cuando visitamos a la Doctora Giulia hizo una ecografía a Francesca. El diminuto feto tenía los miembros definidos, aunque por la posición no se sabía el sexo. Habría que esperar hasta el cuarto mes. La doctora le dijo a Francesca que si sabía que las ecografías las habían utilizado por primera vez los submarinos alemanes durante la Segunda Guerra Mundial…
-Quisiera saber… -conminó Francesca-, si nacerá sano.
-Puedes estar tranquila…, está muy bien formado.
Exhalamos un suspiro de alivio. Pero fue a partir de aquel día que las cosas empezaron a cambiar. Por las noches Francesca se quejaba de un dolor agudo y pertinaz que no la dejaba dormir. La quinta noche de insomnio y dolor tuvimos que ir a Urgencias. El bambino estaba adormilado sobre mis brazos en la Sala de Espera cuando oí gritar a Francesca.
-¡No ven que estoy embarazada!
Había salido de una dependencia de Rayos X. Querían hacerle una radiografía y podían dañar al ser vivo que albergaba. Menos mal que Francesca era una mujer despierta que se enfrentó a aquellos médicos principiantes y aviesos. Es verdad que después nos pidieron disculpas. Pero estuvieron <> de propiciar un error irreversible. Luego le hicieron un chequeo general y no detectaron nada maligno…Durante tres semanas más Francesca tuvo malestar. Según ella no era insufrible. Se podía soportar. Mi esposa, abnegadamente, no dejó las clases. Yo estaba muy intranquilo y le consulté telefónicamente mi preocupación a la Doctora Giulia. Nos citó al día siguiente en su consultorio. Frente a una nueva ecografía, la doctora, nos aseguró que no detectaba ningún síntoma que alterara la evolución normal del embarazo y que para más tranquilidad nuestra fuéramos a visitar a un amigo suyo que era una eminencia y Presidente de no sé qué Asociación Médica de la CEE. El eminente doctor le hizo a Francesca una <> y no detectó nada ni en aquel complejo mecanismo, ni en los análisis de sangre y orina. Yo, aún así, no estaba satisfecho…
Nos marchamos cabizbajos. Ella ya no hablaba. Ni de Borromini (que fue su tesis doctoral). Ni de Miguel Ángel. Ni de Bernini, su ídolo. Su atroz silencio me dejaba con un vacío espectral. Eso era preocupante, muy preocupante…
Un amigo del trabajo me recomendó el Hospital del Santo Spirito. Fuimos a regañadientes. Un médico especialista decidió hacerle un scanner. Detectó un bulto a la altura del esófago. Le hicieron una biopsia. Las dos semanas que esperamos los resultados fueron un insondable infierno.
Cuando nos dieron el fatal diagnóstico nos hundimos como dos piedras plomizas en el fondo del océano; cien abismos mareantes se nos abrían como lo hacen las alas de los pájaros al iniciar el vuelo.
-No se preocupen -dijo el médico especialista-. Con la quimioterapia tal vez lleguemos a tiempo…
-¿Afectaría al bebé? -preguntó Francesca.
-Efectivamente. Tendrá que perderlo.
-¡Eso nunca, doctor! ¡Nunca!
Pasaban unos días de los cuatro meses de embarazo. Intenté convencerla. Le dije que más adelante podríamos tener otro hijo, cuando superáramos las mojaduras del trauma. Sólo conseguía ofenderla y ofuscarla. Yo…, yo no quería perderla. Pero su decisión fue inapelable. Indiscutible. Inalienable. Definitiva. Dramática.
Francesca se balanceaba en la mecedora con una tristeza silenciosa, honda. Había solicitado al Instituto una excedencia que podía ser eterna. Ella sabía que el bambino y yo también estábamos abatidos como dos escenarios que se derrumban en la escenificación de La Vida. Yo la miraba de soslayo. Ella, con toda su dignidad floreciendo, intentaba levantarnos la moral…
-¿Sabías que Leonardo da Vinci tardó en pintar la Mona Lisa cuatro años?
-Pues…, no.
-¿Sabías que la sonrisa enigmática de la Gioconda procedía de una parálisis facial de la modelo que posaba? -la modulación de su voz era sobrecogedora.
-Pues…, no.
Pero la verdad es que ya no sonreíamos como antes…
Pasaron los agónicos meses… ¡con tanta tristeza! Francesca acertó en su pronóstico del sexo. Era una hembra que ya en las ecografías finales nos parecía hermosa como el mar. Llegó el día de la alumbración. Fue un parto natural. Sin anestesia. Con gritos mudos. La niña nació sana. Con tres quilos setecientos cincuenta gramos. La bautizamos con el nombre de Francesca, igual que su madre. Sólo un mes le dio de mamar. Luego empezamos con las sesiones de quimioterapia. Pero ya era tarde, excesivamente tarde. Su decisión fue la de abrir paso a una nueva generación. A costa de su vida. Fue la decisión valiente, amable, generosa de una auténtica mater, latina y universal.
Francesca-hija es un retrato en pequeño de su madre. Tan linda como ella. Tan generosa como ella. Tan bondadosa como ella… Mi hija es…, ¿cómo decirlo?, dulce como la caña de azúcar natural en inviernos crudos o la miel natural en veranos abrasadores. Pero…, ¿cómo decirlo?, ¡Dios mío!, ¿cómo decirlo?, mi camera è troppo fredda sin Francesca.
-Ciao, amada, siempre te querré…