No tendría más de dieciséis años. Llevaba un brazo en cabestrillo. Se plantó delante de la mesa cuando casi todo el público se había marchado ya y se puso a rebuscar en una bolsa que le colgaba del hombro. Hice amago de ayudarla, pero pensé que le podía molestar, como a los tartamudos cuando les terminas las palabras.
―Compré un ejemplar de “Prodigios de barro”, ¿me lo firma? ―se colocó un bolígrafo en la boca antes de tenderme el libro, a la vez que estiraba el cuello para alcanzarme el boli. Le dije que no lo necesitaba y saqué mi pluma.
―¿Te gusta la antropología? ―le pregunté.
―Bueno, sí; pero este libro en particular.
―Tu nombre…
―Me llamo Natalia.
Le devolví el libro. Me interesé por su brazo mientras ella leía la dedicatoria con cara de estar contemplando un hechizo de Harry Potter. Se lo había fracturado la semana anterior, me dijo, una mañana que la recibió con efusivos abrazos un agente literario que había leído algunos de sus cuentos. Mi perplejidad la empujó a describirme a grandes rasgos lo que era la osteogénesis, enfermedad que ella sufría y a la que parecía haberse acostumbrado después de quince años de convivencia. Aunque sus huesos no son de cristal como todo el mundo cree sino estructuras de vidrio finas como hilos de araña, dijo, y lanzó una carcajada.
―Vidrio de pésima calidad. Reciclado ―dijo.
Me turbó su talante resuelto y el trato animoso que mantenía con su deficiencia, pero mucho más lo hizo la coincidencia ―si acaso lo era― de que durante las últimas semanas yo hubiera estado investigando en un grupo indígena de Centroamérica un asunto relacionado precisamente con esa enfermedad.
Al niño le practicaron dos incisiones en los omóplatos, en la zona donde el hueso está más a flor de la piel. Le injertaron dos esquirlas de las alas de la Greta cubana, la mariposa de cristal, incrustadas en sendas raspaduras y limadas después para moldearlas al hueso. Finalmente, le cosieron la piel con hebras de lino. Las heridas cicatrizaron y el niño, frágil, quebradizo y con las extremidades a siempre entablilladas, comenzó a mejorar. El cristal de sus huesos se relajó y su esqueleto acabó por resistir con flexibilidad las embestidas de la vida silvestre. Hasta que olvidó su enfermedad.
La práctica se usaba para fines tan diversos como la impotencia, o la esterilidad, o contra fiebres incurables, o en cualquier trastorno para el que se desconociera un remedio alternativo. Si no daba resultado, el fracaso se achacaba al desmerecimiento del paciente y no a lo inapropiado del tratamiento: a unos no les hacía efecto alguno, otros morían por inconcebibles mutaciones de su enfermedad inicial ―quizás por las infecciones del propio método―, y unos cuantos conseguían sanar con resultados sorprendentes, e incluso abrumadores.
Nos costó lograr que el niño ―hombre ya con hijos propios― nos dejara tomarle unas muestras de sangre, pero la insistencia ―y golpes y empujones― de sus mujeres ante los regalos que les ofrecíamos consiguió que aceptara el intercambio.
Un amigo, Meseguer, a sueldo de una multinacional desde hacía varios años, me ayudó en la investigación. Después de unos análisis sobre las muestras llegó a la conclusión de que la invasión externa originada por las células de la mariposa había fagocitado las elementos óseos, más frágiles, y habían sido sustituidas por las de la membrana, más flexibles, amalgamándose con la dureza del hueso vivo. Se multiplicaban por escisión; una progresión binaria que en pocos días invadía la totalidad del esqueleto.
Entablé con Natalia una relación que apenas colisionaba ―si acaso de refilón y siempre por mi parte― con la distancia de treinta años que nos separaba. Ella sufría con optimismo insultante las disminuidas posibilidades de sus quehaceres: ni bici, ni baloncesto, ni saltos, ni abrazos, ni un mal tropezón; y para colmo me animaba a mí cuando me veía cara de pena al descubrirla con el torso vendado o apoyada en una muleta con un tobillo fracturado. Me sentía estúpido ante sus consuelos. Creo que gran parte del júbilo que desprendía lo rescataba de las inmersiones que hacía en sus mundos interiores, en los que se perdía tardes enteras y de los que salía ilesa y con ideas para escritos fantásticos, a veces incomprensibles para mí.
Un día se me ocurrió hablarle del experimento de la mariposa y del niño indígena. Mostró un vivo interés, indagó todo tipo de detalles y me preguntó finalmente si lo podíamos probar con ella. Total, si no funciona me quedaré igual, dijo. A partir de éste cada nuevo encuentro insistía en lo mismo, así que hablé con Meseguer para recabar su opinión.
La idea le parecía una locura; esa fue su opinión. Una cosa era la investigación antropológica, la teoría…, y otra muy distinta insertarle a una jovencita unas membranas de mariposa en los huesos. Por supuesto, el rechazo sería inmediato, con lo que la posibilidad de éxito era nula. Aparte de que podía sobrevenirle cualquier tipo de infección. Aunque con los medios de la cirugía moderna y la legión de antibióticos que atiborraba el mercado, eso no suponía un grave peligro.
A pesar de las escasas expectativas, Natalia, tan frágil y de tan paradójica fortaleza, insistió para que nos pusiéramos en marcha lo antes posible. Quería hacerlo por su cuenta y riesgo, sin consultar la opinión de sus padres: no quería aventurarse; quizás no consiguiera convencerlos. Asumí implícitamente la responsabilidad y me puse en contacto con un cirujano conocido de Meseguer. Éste se desentendió del tema en cuanto me dijo el nombre del especialista.
El cirujano, reticente, y más incrédulo que mosqueado, acabó cediendo a mis requerimientos y se olvidó de sus escrúpulos cuando le metí mil euros en el bolsillo. La operación no presentó ninguna dificultad. Durante varios días, Natalia no pareció sentir nada. De hecho un par de semanas después se le astilló el hombro cuando su perro, grande como un tigre y aparente devorador de conejos, fue a lamerle la cara y apoyó ambas patas sobre ella.
Pasadas unas semanas, las incisiones de la espalda se curaron y se fueron borrando las señales. Todo indicaba que el injerto había fracasado: ningún parecido con lo que le había sucedido al chico indígena. Unos días después y sin más fracturas de por medio ―ella se movía con tanto cuidado como un fantasma― comenzó a sentir picazón en los dos cortes ya sanados. Nos comunicábamos por teléfono ―yo andaba entonces fuera de la ciudad– y las molestias fueron aumentando hasta que tuve que volver para examinarla. Con temor pude apreciar sendos bultos a cada lado de su columna vertebral. Pasaron los días y la cosa no mejoró, antes al contrario, cada día la inflamación era más patente, y, por primera vez, vi a Natalia asustada.
Acudimos al cirujano y cortó la epidermis esperando, como yo, ver supurar de la hendidura un borbotón de pus. Del primer corte surgieron unos pliegues arrugados de papel cebolla, apelmazados. Con unas pinzas, los desplegó con cuidado: tenía aspecto de papel celofán arrugado. El médico dijo que había que amputar aquella especie de absurdo tumor óseo y curar las heridas. Yo pensé que tenía razón; pero Natalia se empeñó en que no: imploró que le dejáramos las aberturas para que el celofán no estuviera tapado por la piel. El cirujano se empeñó en que no lo haría sin el consentimiento expreso de un familiar. Con ayuda de las súplicas de Natalia y de otro manojo de billetes que le solté pensó que bien se podrían amputar de igual manera en cualquier otro momento más adelante, así que decidió restañar los bordes de las heridas para que no se produjera ninguna infección previsible y me ordenó una cura escrupulosa hasta que el hueso se acomodara a la piel seca y aceptara la abertura de forma natural. Cuando la herida sanó, aquellos muñones transparentes se habían ido plegando contra la piel y parecían adaptarse entre la carne y la ropa. Volví a mi trabajo al otro lado del mar con la promesa de que si le sucedía algo raro me llamaría de inmediato.
Pasaron los meses, y la fragilidad de Natalia se trocó en ligereza: apenas pesaba unos pocos kilos, aunque sus abrazos eran apretados y sólidos, como si sus huesos fueran de titanio hueco y sus músculos más fibrosos. Los apéndices de su espalda crecían, invisibles a los demás, plegados siempre bajo la ropa, y se extendieron hasta alcanzar la cintura. Me escribía a menudo, contenta de que sus fracturas casi hubieran desaparecido a pesar de hacer una vida prácticamente normal; y me enviaba cuentos que yo apenas intuía, en los que transformaba sensaciones en visiones, colores y formas; y a mí eso me confundía y me maravillaba porque no sabía si estaba mirando un cuadro o leyendo un cuento.
Un día me llegó un correo en que me pedía, por favor, que fuera a verla, que tenía algo importante que mostrarme, algo que no era posible describirlo por escrito. No era nada grave, su salud no peligraba, pero insistió tanto y se la veía tan excitada que, después de hablar con ella, arreglé las cosas para ausentarme del trabajo y visitarla.
La recogí tras de un largo viaje, y nos alejamos en el coche hacia las afueras del pueblo. Un río bravío y atronador había excavado un precipicio profundo en cuyo fondo rugían las aguas contra los peñascos. A unos metros del borde, con el sol de la mañana brillando en las matas cubiertas de rocío, Natalia se quitó la camisa, se acercó al precipicio y saltó. Corrí tras ella, aterrado. Cuando miré hacia el fondo la vi ascender con los brazos abiertos y unas alas vibrando a sus espaldas, remolinos transparentes como los de una libélula. Se detuvo ante mí, en el vacío, una virgen crucificada y radiante, con un zumbido de colibrí rodeándola.