23- Desde la lejanía. Por Ariadna

Desde la lejanía que otorga el tiempo puedo rememorarlo todo sin que me hieran mis sentimientos. En su día fui princesa de Creta, sí, la famosa Ariadna, hija del rey Minos fui yo, protagonista de una historia tristemente famosa. Ahora, desde la lejanía que otorga el tiempo, puedo contaros cómo sucedió todo realmente, puedo contaros cómo fui asesina y doblemente traidora y cómo pude vivir con ello.
Mi padre era un hombre altivo y poderoso, lleno de rencor que, con la ayuda de algunos dioses, tiranizó Atenas y otras ciudades, imponiendo un pago en sangre, la sangre de mozos y mozas que venían a morir enviados por sus padres, deudores de Minos. Siendo yo todavía muy pequeña se determinó que fuera sacerdotisa del Minotauro, una monstruosa criatura que supuestamente habitaba los subterráneos de la isla, a los que se accedía desde un templo en un lateral del palacio. Decían de la criatura que era mitad hombre mitad toro, pero nadie que entró a la caverna salió nunca a contarlo. Ahora sé que ahí residía nuestro Miedo, que era él quien mataba a toda esa gente, ahogándolos en pesadillas. Desde muy pequeña me familiaricé con esos crueles rituales sacrificiales, mientras oraba, paseaba y aprendía sobre la vida de dioses y hombres. Sabía que todos esos muchachos y muchachas de lejanas tierras eran obligados a entrar en el oscuro laberinto y que nunca volvían a salir. No puedo negar que oía sus alaridos por las noches, cuando guardada el fuego ritual junto a la entrada; me sentía aliviada de haber nacido cretense y, además, princesa, de estar caliente en el templo y no vivir con el yugo del miedo. Alguna noche, me asomaba tímidamente al subterráneo, la oscuridad lo envolvía todo, mis ojos, inútiles, se esforzaban por captar algo más que siluetas rocosas, tocaba las paredes húmedas y sentía el aliento del Hades, caliente y sulfuroso. Era entonces cuando comenzaba a oír los susurros de las almas de los condenados o, al menos, eso creía yo, y salía corriendo hacia la seguridad del fuego del templo.
Ya no era tan niña cuando conocí a Teseo, teníamos más o menos la misma edad y era bello, como yo, príncipe también él, hijo de Egeo, rey de Atenas. Me pareció verme reflejada en él y de golpe comprendí toda la maldad de lo que estaba haciendo, de mi colaboración en todas las muertes pasadas y las que estaban por venir. El sentirme segura junto al fuego del templo me había hecho creer que era inmune a la conciencia, pero ella había ido acercándose a mi corazón hasta alcanzarlo. En ello pensaba mientras paseaba, la noche que Teseo pasó en el calabozo junto a sus compañeros. Una rendija daba al jardín y pude oír sus historias, todos eran jóvenes con un gran porvenir, hijos de granjeros, de pescadores, de personas que nada nos habían hecho y que, ahora, se despedían de la vida, lejos de sus familias y seres queridos. Todos menos Teseo, que vino voluntariamente a enfrentarse al tirano Minos, mi padre. Pero tenía miedo él también, su semblante era pálido y sus manos no eran firmes, pues podía oír a los espectros de jóvenes anteriores a él. Yo sabía que ese miedo era lo que alimentaba al monstruo, que lo absorbía hasta matar. Tomé entonces la decisión de traicionar a mi padre y a mi pueblo y así intentar liberar mi alma del peso de la culpa. No os equivoquéis, yo no traicioné por amor a Teseo, no lo hice por amor físico sino por amor a los hombres, por amor a la vida, el amor más puro que nadie pudo imaginar. Llamé a Teseo por la rendija y le susurré que le ayudaría, que me esperase tras la primera piedra de la caverna, mientras sus compañeros se adelantaban por el laberinto. Me daba cuenta del horror que implicaba esto, pero no había elección, era necesario un último sacrificio pues no podía salvarlos a todos, solo a uno, a Teseo, hijo de Egeo, rey de Atenas.
A la mañana siguiente bajé a la playa, sola, donde me encontré, tejiendo una red de pescar, a Dédalo, respetado anciano y antiguo maestro mío, la persona con más conocimiento técnico que existía en toda Grecia. Su hijo, Ícaro, había sido gran compañero de juegos hasta que el destino nos llevó por distintos caminos. Me sinceré con él, le conté la culpa que me roía las entrañas y lloré a su lado. Él meditó largamente mi ruego de auxilio y, sonriéndome, me dio su bendición y un largo rollo de cuerda fina y resistente. “Ata un cabo a la entrada y el otro al condenado, le servirá para volver en la oscuridad, tras enfrentarse a lo que sea que está ahí abajo”. He sabido que esta ayuda que me prestó la pagaron cara tanto él como Ícaro, pues mi padre, Minos, se vengó de ellos. Pero entonces no pensé en ello, no me preocupaba su destino, sino el de Teseo y el mío propio.
Esperé, nerviosa, a la noche y cuando llegó realicé, por última vez, el rito de sacrificio frente a la entrada de la caverna, avivando el fuego junto al que pasaban llorosos y suplicantes, los jóvenes cautivos. Todos menos Teseo que miraba altivo a mi padre, retándolo. Cuando entraron tuve que continuar con el ritual de purificación del templo como si nada fuese a suceder. Mientras, sacerdotes y vigilantes iban abandonando el lugar dejándome, de nuevo, guardiana del laberinto; guardiana y traidora. Entré, pues, y di a Teseo la cuerda y una vieja espada, su cara reflejó la decepción de quien espera monedas de oro y recibe guijarros. Supe entonces que moriría, que no iba a vencer a su propio Miedo y que yo también moriría por haber intentado traicionar a mi padre. Por eso me lo inventé. “Tómalo – le dije – pues me lo ha dado el Demiurgo, Él hizo el laberinto y a su mortal criatura y Él se ha apiadado de mi corazón enamorado. Toma esta cuerda y esta espada, vence al monstruo y llévame a tu tierra”. Entonces se alejó decidido hacia la profunda oscuridad, a enfrentarse a sí mismo.
Yo salí y esperé, y me enfrenté yo también a mi miedo. En cada mirada de mi padre, en cada una de sus palabras temía descubrir sus sospechas. Por la noche no dormía y por el día procuraba que nadie me viera, pasé así tres días y, al cuarto, un Teseo sucio y débil salió de la cueva. Temblaba él y temblaba yo cuando le escondí en mis aposentos, y allí me contó que, al final del laberinto, había un foso, un gran vacío al que se precipitó en la oscuridad, pero no llegó a caer al fondo pues la cuerda lo sujetó y quedó suspendido en el aire, a salvo. Allí quedo un rato mientras olores sulfurosos subían hacia él, fue entonces cuando empezó a sentirlo, cuando tuvo que cerrar los ojos y girarse hacia la fría pared, incapaz de mirar al Miedo de frente. El aire, pesado, le ahogaba, la oscuridad le cegaba y esos alaridos indescriptibles le paralizaban. Se abrazó a la espada del Demiurgo y le invocó, fue entonces cuando apretó los dientes y la lanzó contra la invisible presencia, pudiendo, por fin, sacar fuerzas para alzarse.
Descansó durante la tarde, mientras yo procuraba controlarme, él ya había pasado su prueba y ahora venía la mía. Si me quedaba moriría a manos de mi padre, seguramente lo mereciese por haber matado y por haber traicionado, pero era joven, quería vivir y decidí huir con Teseo. Contemplé por última vez el palacio en el que me crié, imponente sobre una colina, contemplé los olivares que se extendían a sus pies, contemplé las azules aguas del mar, los barcos, las gentes. Y así, se hizo de noche.
Bajamos a la playa por caminos sin transitar y robamos una barca con la que alcanzamos el otro lado de la isla. Allí esperaba un barco ateniense, pequeño y ligero, de velas negras. No sé cómo se sintió mi padre al ver lo que había pasado, al notar la muerte de su monstruo en las entrañas de su palacio, al no verme y comprender, o creer comprender. Sólo sé cómo me sentía yo mientras respiraba el aroma de alta mar en el barco ateniense: sola.
Al poco tiempo llegamos a Naxos, íbamos a pasar allí unos días mientras reparaban unas filtraciones en el casco del barco. La isla era pequeña y se parecía a Creta, allí donde mirases había olivos, laureles y encinas, pájaros y lagartos, pero no gente, nadie habitaba allí. Teseo y yo paseábamos juntos los primeros días, él, crecido por su hazaña, yo, meditabunda, pero no teníamos de qué hablar y terminábamos el paseo en un incómodo silencio. Alguna vez intentó acercarse, abrazarme, y yo le alejaba castamente. Entonces tomé la decisión, no iría a Atenas a compartir mi vida con alguien a quien no quería, me quedaría en Naxos y viviría junto a mi conciencia culpable. Le escribí unas líneas diciéndole que no le amaba, que le ayudé por compasión y que le deseaba lo mejor, se las dejé en su lecho en el barco y me volví a la isla, sintiéndome traidora por segunda vez. Me pregunto qué fue lo que le impulsó a decir que me había abandonado en Naxos, que nunca me quiso y que sólo me utilizó, imagino que su orgullo herido. Venció a su miedo en Creta pero cayó presa de su orgullo en Naxos; por eso no se acordó de cambiar las velas de su embarcación y su anciano padre, Egeo, rey de Atenas, vio en su color negro el color de la muerte de su amado hijo y, desesperado, se arrojó al mar.
Yo aprendí a vivir con mi memoria, a dormir a la intemperie y alimentarme de los frutos de la tierra. Aprendí a vivir conmigo misma y mi culpa, hasta que Dionisos, amo y señor de Naxos, liberó mi alma mortal de sus tormentos, pudiendo, al fin, serenarme y volver a mirar, desde la lejanía que otorga el tiempo, a mis recuerdos.