25- Padre putativo. Por Zanay
1 Germán, arrebujado en su bufanda acrílica, observa el rugir de la cellisca en la calle, el viento tontea con el aguanieve en una pirueta de golondrina, la nariz enrojecida, los ojos marchitos. Con un ápice de gravedad calibra una realidad ajena a su espíritu, una luz cegadora barniza los comercios, una hoz de melancolía arrebata briznas de helor a su cara, la niñez desfila arrogante por los surcos de su corazón y el pesar atruena. Dos chavales brincan empapados bajo la mirada impotente de una madre sepultada por un quintal de regalos, venid aquí, el ruego resignado, mezclado con el reflejo sucio de los charcos. Aburrido, el apetito reprimido con un puñado de cacahuetes, se sume en una especie de somnolencia flotante, un lago sinuoso, una barca de remos perfora el misterio del aire, una docena de gaviotas extraviadas de su entorno marino. Sus reflexiones se amarran a la simetría de las baldosas, una cascada de recuerdos que se resumen en una sola palabra, tedio. Desde que le echaron de la fábrica se desliza por un tobogán terminado en un bache, los martes idénticos a los sábados, los garbanzos paralelos en un menú diario en el bar del barrio, un dardo de noes clavado en las ofertas de empleo, la familia se acurruca invisible, los progenitores enterrados y una hermana afincada en las antípodas. De repente un cartel enmarcado en la precariedad de una esquina brilla, se necesita varón de cuarenta años, no se precisa experiencia, el ombligo con un amago de tinieblas, la congoja, tal vez amparada en el jolgorio de la muchedumbre, regateada. Las instrucciones se escurren con letra minúscula, presentarse a partir de las ocho de la mañana en el hotel Excelencia, la garganta seca atisba un destello en el túnel de su quehacer, un ademán de recompensa en la comisura de los labios, antes de acostarse un sabor a esperanza bucea en la leche tibia con galletas.
¿Usted podría dejarse barba?, y la señorita que le interroga, melena rizada, cien gramos de cosmético en la tez, acapara desinterés en los hombros, el desparpajo ágil, el nervio rotundo.
A medida que la entrevista avanza Germán presume de incondicional fe en sí mismo, es que yo, si tuviera la oportunidad, el horizonte brumoso se despeja con un sol de justicia, el valor adelantando posiciones, la ocupación colocada en un tablón de anuncios con chinchetas cromadas, el vocablo exacto, uniforme con las fiestas navideñas, miembro de un belén viviente, un oh vehemente, saltarín. Aunque aún ignora el papel que interpretará su alma brinda de alegría, por fin algo digno, nada de reponer estanterías con lejías, ni de acumular desperdicios en las traseras de un restaurante, la cuadrícula del contrato con un vacío indolente, ahí, debajo, la muchacha con las uñas malvas, un arco iris de albricias alrededor de Germán, el índice y el pulgar aunados al conducir el garbo de la rúbrica. Las aceras bullen, especímenes de terciopelo encarnado, sombreros cónicos rematados en una borla de algodón, alforjas repletas de aguinaldos, la chiquillería alerta, fantaseando con el futuro que les aguarda tras las comilonas. La noche despierta conjeturas en el ánimo de Germán, un quizás venturoso, un a lo mejor idílico, casi un mes cotizado de verdad, los copos albos encimados sobre su pelliza de borreguillo. Dos semanas después, barbudo, duchado con un gel de trigo adquirido para la ocasión, acude al lugar estipulado, la central de un banco afamado deslumbra por los cuatro costados, un enjambre de personas encorbatadas zigzaguean entre las ventanillas. El vigilante de seguridad blande una desconfianza aguerrida hacia los zarrapastrosos, el rostro huraño, la palma presta en el revólver, la tensión se palpa. Tras la correspondiente identificación le señala un pasillo alfombrado de verde, por allí, casi un rictus de lástima, Germán atento a la riada de rabillos que se ciernen sobre él, la puerta con un número premonitorio, treinta y tres. Tras el picaporte de bronce un sesentón calvo se retrepa en su sillón, así que usted es el padre putativo, una carcajada hipócrita en las dos secretarias que le secundan, venga por aquí, una atmósfera grumosa en el despacho. El traje le queda enorme, el cordón que le ajusta la túnica no consigue perfilar su figura, los talones apretujados en unas sandalias enanas, otros personajes bíblicos disfrazados con mejor fortuna, un bebé de silicona rosácea arropado por un haz de pajas, la mula y el buey auténticos, a cargo de un pastor entre bambalinas. Un nacimiento pintoresco, admirado desde dentro y desde fuera, pasma a los clientes y exhibe el poderío económico de la entidad en la que religiosamente depositan sus ahorros. Germán creyó al principio que solo trabajaría de lunes a viernes, pero enseguida descubrió que también los fines de semana debería posar, el público aterido no cesaba de acercarse a juzgar la novedad del año. Un reportaje a doble página en el periódico de la ciudad corrió la voz, la periodista platicaba con la morena que suplantaba a la Virgen, se me cansan las rodillas, el mentón demolido por el exceso de sosiego, una serenata de estribillos en la nuca, un receso de veinte minutos para almorzar un bocadillo raquítico. Germán mantiene las pestañas gachas, la vergüenza de ser reconocido por algún allegado le escalda las tripas, el cristal grueso que le separa del exterior acentúa la sensación de apátrida. Los pies se le congelan por el frío que se cuela encabronado por la rejilla de la ventilación, los cuadrúpedos amaestrados, la mano le hormiguea de tanto aferrarse al cayado, a cada rato rezonga una blasfemia cruda por lo bajines, su colega de fatigas más muda que viva.
¿Te apetece tomar algo cuando salgamos?, y la penuria les ensambla en un decorado de cartón piedra, el flequillo del niño con mayúsculas paralizado, las cejas mustias, un vale insípido.
2 El capataz de la empresa de trabajo temporal surgió de un rincón con su jeta de morsa enfurruñada, una camisa amarilla con un nudo de ahorcado en el cuello, vamos a ver, la espalda más recta, que estamos representando algo muy serio. Germán percibía que en sus intestinos se formaba una costra ácida difícil de extirpar, la verborrea continuaba por senderos inhóspitos, tú, guapa, el gesto tiene que ser más virginal, una ira abrupta en los actores, la jornada larga como una zarza. Cuando la calma regresó al pesebre ya eran casi las ocho, el gigantesco abeto plantado en el centro de la plaza mayor chisporroteaba con enésimas bolas de colores, los transeúntes se encaminaban hacia el consuelo de sus refugios, ellos tiesos, preñados de incordio, las corvas con un tilín de campanilla oxidada, Germán azorado ante la responsabilidad de la cita, un sí soso, arrollado en un halo de beatitud. Mientras se cambiaba en el cuarto de baño, un crujido de vértebras encogidas por la extrema quietud, decidió ir a una churrería renombrada, durante el trayecto trataría de entablar una conversación jugosa, un conato de diálogo con alguien que apenas musitaba afirmaciones. Se examinaron extasiados, asemejados a dos lerdos ante una escuadra de logaritmos, la franqueza dichosa y el hola tranquilo, sereno. Liberados los torsos de la parafernalia navideña, soldados por la humildad de su destino, enfilaron la vereda de la comunicación, una sarta de detalles femeninos endulzaba la merienda cena, bajo la capa de ingenuidad borboteaba una divorciada harta a priori de los machos, una aseveración con dotes de pitonisa. Tenía dos hijos exiliados en la casa remota de la abuela y una hipoteca insufrible en la vejiga, Germán permanecía atónito, enfrascado en un vaivén intelectual incapaz de dilucidar hacia dónde derivaba la charla. Luego ella se explayó en un laberinto de moralejas rápidas, porque mi ética me prohibe aceptar determinados curros, el acento cubierto por el carmín, un toque de atención ante la llegada del chocolate caliente, los modales exquisitos, robados a un internado de concepcionistas.
¿Y tú que haces además de imitar a mi marido?, y la chanza escondía un torpedo de calibre peculiar, la sorpresa tatuada en la sien de Germán, un saltimbanqui en la cuerda floja con una tartamudez palurda.
El dueño del local se aproximó con la cortesía enroscada a su aliento de patrón, hoy cerramos pronto que es Nochebuena, los dos padres de la criatura plástica se celaron alelados, olvidados ambos de la fecha singular. La monotonía laboral les había envuelto en una nube de negligencia, ah, sí, gracias, ya nos vamos, ella con la batuta izada marcaba el compás del concierto, un ser completamente diferente al que vegetaba tras el vidrio blindado del banco. Una soledad de urbe bombardeada alardeaba de silencios enfrente de ellos, Germán, contento por haberse ahorrado el relato gris de su existencia, bromeó con la parsimonia de una banda de gatos que ronroneaba entre las basuras, parecen tigres felices. Ella sonrió con una burbuja deliciosa en los mofletes, un tic imantado a un parpadeo sensual, de súbito los dedos enlazados oraban a un dios efímero. Apoyados en la persiana metálica de una tienda de bisutería iniciaron un remolino de afectos, el escaparate, atestado de alhajas de pacotilla, fosforecía, ellos idos, concentrados en la ardua tarea de prometer en falso, te lo juro, una hilera de idioteces aleadas a la temporalidad del encuentro, al cabo las pelvis atadas a un lecho de soltero empedernido. Tras atropellarse en el tráfico de las sábanas durmieron a pierna suelta, un sol con uñas rompió la oscuridad y proclamó la natividad del salvador, se desperezaron en un periquete, ella valorando la escena con iris de hechicera, él ajetreado en un intento vano por ordenar el caos de las habitaciones. El frigorífico parecía saqueado por una horda de vagos, las cortinas anticuadas concordaban con el sofá de cojines deshilachados, un desayuno tardío en una cafetería de noctámbulos. Apenas hablaron, se limitaron a cerciorarse de que el milagro había acontecido, dos bufones contratados por horas para divertimento de los ciudadanos, la obligación del mediodía arribó en un santiamén, al ser un día festivo les franqueó la entrada el conserje que moraba en el ático del edificio, un chaparro orejudo con semblante de paquidermo tísico, buenas. La mujer de la limpieza disfrutaba de su asueto reglamentario y la escasa emoción reinante en el cubículo se agujeró por el hedor de las boñigas. Al embutirse en el ropón Germán presintió el fracaso sentimental, su compañera manejaba el desapego con tiento de acróbata, el frenesí de la víspera se había volatilizado, dos sujetos descoyuntados por el autoritarismo del porvenir. Un resquemor rabioso tronzaba las expectativas, la ilusión fraguada en la almohada se desvanecía con fluidez, otra vez retornaba la angustia de encarar lo cotidiano con desgano, una cuadrilla de ancianos pegados al cristal cuchicheando párrafos sordos. En la pausa del bocadillo no se atrevió a precipitarse en el abismo, ella boqueaba atrincherada en una careta de zombi, quizás una tristeza arcaica apoderada de su esencia, el delirio de su perfume incorporado a los otros olores del recinto. Atiborrado de pensamientos lúgubres se afligió ante el panorama, la mortadela demasiado grasa, las farolas forradas de villancicos regocijados y las alcantarillas obstruidas por un reguero de serpentinas.
Oye, te pareces al del belén del banco, y Germán, el cerebro zambullido en la gritería de la taberna, el tinto abandonado ante el asombro del parroquiano, aceleró hacia la nada para rescindir su agobio. ZANAY