26- La reina Cristina de Suecia. Por Gustaffson
Era un adolescente cuando conocí a Greta Garbo. No resultó nada especial, fue en uno de esos ciclos de cine que echan en la televisión a altas horas de la madrugada. En todo caso, yo nunca habría programado el vídeo si no hubiera sido por ella…, por Patricia, claro.
Ella y yo compartíamos treinta minutos cada tarde, cuando salíamos del instituto y tomábamos el autobús público, la línea 14B ahora desaparecida, que nos llevaba de vuelta a casa. En realidad, Patricia iba primero al piso de su madre, porque dormir, tenía que dormir en casa de su padre. Así que más tarde, supongo, pillaría otro autobús. En todo caso, a mí me gustaba caminar hasta la parada anterior a la masificada que había justo enfrente del instituto. Patricia siempre aparecía también por allí: su espalda apoyada contra una pared de ladrillo amarillento y deslucido, con los hombros elevados ligeramente, y en sus labios un cigarrillo medio oculto entre el pelo lacio y negro. La verdad, nunca me cuadraba aquel cigarrillo y, cada vez que yo hacía referencia a la punta de sus dedos del mismo color que los ladrillos a su espalda, ella elevaba un poco más los hombros y concluía que, al menos, el juez no le había prohibido este mal hábito de su madre. En todo caso, casi siempre hablábamos de Greta Garbo. Supongo que, lo que menos nos apetecía nada más salir de clase, era largar del proceso de separación de nuestros padres o de cómo le había ido a ella latín y a mí matemáticas. Sí, subíamos al autobús y, pese a que el asiento era de esos dobles que dan uno enfrente del otro, yo siempre tenía la intuición, por la forma en la cual ella miraba de vez en cuando a algo o a alguien más allá de donde yo me encontraba, que detrás de mí estaba ella… la Garbo. Claro que yo no sabía muy bien quién era la Garbo, hasta que Patricia me comentó una tarde de comienzos de primavera lo del ciclo de sus películas por televisión.
–Ella es una gran actriz –dijo bajo la luz del atardecer que se colaba por la ventanilla, cuando el viejo 14B arrancó. Recuerdo también que ladeó la cabeza mientras seguía con la vista el recorrido de una motocicleta que esquivaba, coche tras coche, el atasco.
Dijo “es”, pero… ¿acaso la Garbo no había fallecido?
En fin, yo apenas había cumplido de los dieciséis y tan sólo me codeaba con Bruce Willis, un tipo sudoroso en camiseta sin mangas que soltaba tiros y palabras malsonantes todo el rato. Nada especial: Yo era un tío… Y a los tíos no nos van las pelis de Greta Garbo enamorada. El motivo por el cual programé aquella noche el aparato de vídeo es todo un enigma. Porque a mí, Patricia, me caía bien, pero… Bueno, ya sabéis lo que pasa cuando un chico dice eso de una chica.
Semana a semana comentábamos aquellas lejanas interpretaciones en blanco y negro, primero al calor de un cigarrillo y, después, en nuestro asiento, uno enfrente del otro, rodeados de gente extraña, en medio de las luces rojas de freno de los coches y, de fondo, un sinfín de bocinazos a modo de banda sonora. Sí, mi asiento enfrente del suyo y nuestras mochilas en el suelo, repletas de unos libros, los suyos de letras, los míos de ciencias, que ya por entonces sabíamos muy bien que no nos iban a servir de nada en esta vida.
Nuestras mochilas y nuestros libros en el suelo… bien abajo en el suelo.
Semana a semana, la misma interpretación; pues, la verdad, los papeles que le daban a la Garbo no diferían mucho uno de otro: Una mujer dura, esculpida en hielo, pero que ocultaba un fuego apasionado en su interior. Todos rodeaban su cuerpo, su alma, y, sin embargo, nadie la entendía y ella… ella no encontraba la manera de expresar sus sentimientos. ¿Quién era Greta Garbo? ¿Dónde se escondía su sonrisa? ¿En qué ecuación, en qué segunda derivada, en qué polinomio de n elementos? ¿Cómo despejar la solución? No, esas cosas no vienen en los libros.
Semana a semana…
Película a película… Mi grabador de vídeo se conectaba a las dos de la madrugada y registraba magnéticamente aquellas imágenes lejanas, aquella infinidad de grises: “El demonio y la carne”, “Ana Karénina”, “Margarita Gautier”, “La mujer de las dos caras”, “La reina Cristina de Suecia”…
Recuerdo el jueves que ponían la última peli del ciclo, justo un día antes de la fiesta de fin de curso que organizaban los del instituto en una discoteca. También recuerdo que la mañana anterior se había estropeado mi aparato de vídeo. Así, cuando Patricia ya aferraba su mochila del suelo del autobús, pulsaba el botón de “parada solicitada” y se apresuraba para bajar, le pedí que, cuando ella viera aquella última película, no borrara la cinta para que yo la pudiera ver cuando me arreglaran el vídeo. Ella entonces hizo una mueca con la boca, entre su pelo lacio y negro, y me dijo:
–Lo siento. No tenemos vídeo. –El autobús frenó, las puertas se abrieron y ella descendió.
Tres paradas después de la mía, me di cuenta de mi situación. Tarde veinte minutos de caminata hasta que llegue a casa, mientras pensaba una y otra vez: ¿Quién era la Garbo? ¿Dónde se escondía su sonrisa? ¿En qué ecuación, en qué segunda derivada? ¿Cómo despejar la solución? Sí, llegué a casa, me metí en cama y puse el despertador a las dos de la madrugada. En mi sueño, la reina Cristina de Suecia, bajo el disfraz de Greta Garbo, contemplaba desde su barco las costas de su querida tierra; en la orilla, a su vez, una muchacha la miraba a ella, una pequeña muchacha con la espalda apoyada contra una peña rocosa, los pies descalzos hundidos en la arena y entre sus labios algo brillante, que rompía el blanco y negro, un punto de inflexión como si fuera la representación gráfica de una ecuación mal definida. Entonces se escuchó el tintineo metálico de “parada solicitada”, una y otra vez…
Tres veces rugió el despertador hasta que por fin me desperté, me encaminé de puntillas al salón y encendí la televisión, con el volumen tan bajo como mis ojos me permitieron apreciar el blanco y negro cuando acerqué el sillón a la pantalla. Dos horas más tarde robé un cigarrillo del paquete que mi madrastra había abandonado en el mueble chino y me lo fumé apoyado en la ventana de la cocina. La primera brisa del verano hendía la madrugada y yo estaba allí, buscando otra ventana, otra ventana con la luz encendida, otra ventana entre las decenas y decenas de persianas bajadas. Cuando terminé, lancé el filtro del cigarrillo de la misma forma que lo había visto en las películas. La cálida brisa pareció incendiar aquel objeto, como la atmósfera terrestre hace con los pequeños meteoritos que surcan el frío del espacio estelar allí arriba, diminutos objetos, helados, invisibles hasta que, al rozar las capas altas de nuestro planeta, brillan, se iluminan… Sí, nos habían explicado el fenómeno físico en clase y sin embargo…
Me di la vuelta y le vi allí, bajo la blanquecina luz del fluorescente de la cocina. Dentro de una taza a la que le faltaba el asa, mi padre vertía el café de ayer que aún reposaba en el interior de la cafetera de metal. Por un momento, pensé que me iba a echar la bronca, pues nunca me había visto fumar.
–Y ahora… ¿un poco de café sin azúcar, hijo? –comentó mientras mostraba una media sonrisa.
Yo agaché la cabeza y crucé la cocina en dirección al pasillo. Ya dejaba atrás a aquel tipo que entraba en la cadena de montaje dentro de un par de horas, cuando su voz hizo que me detuviera:
–Debes quererla mucho.
Me volví, extrañado. Él se limitó a tomar un buen trago de aquel líquido espeso y negro.
–¿A quién?
Mi padre se quitó la taza de sus labios.
–A la Garbo. Debes de quererla mucho si te levantas de madrugada a ver una de sus películas.
–Sí, supongo que sí –murmuré casi para mí mismo–. He puesto el volumen todo lo bajo que he podido.
Él mostró una vez más aquella media sonrisa.
–Este fin de semana estrenan la nueva de Bruce Willis, una de tiros para variar. Tal vez te apetezca ir a verla… si no has quedado, claro.
Nuestras miradas se cruzaron. Creo que fue la primera vez en mi adolescencia que me reconocí en la mirada de mi padre.
–Está bien.
–Ya… Por cierto, si quieres fumar en esta casa, primero le pides permiso a tu madre o a mí. ¿De acuerdo? Y ahora a dormir, mañana es el último día del curso.
Y, sin decir nada más, lo dejé allí, mientras me preguntaba si se refería a mi madrastra con eso de pedir permiso. Sí, lo dejé allí, en sus manos una vieja taza sin asa, llena del café de ayer, oscuro y sin azúcar, allí, en sus manos, la vieja taza que le regaló mi madre hace tanto tiempo, la misma que no se atrevía a tirar por la ventana, con rabia, lejos, como habíamos vista tantas veces él y yo en las películas.
Pero la vida no es así, todo es más complicado… ¿o no? Pues esa noche había resuelto la ecuación, había encontrado el lugar donde la Garbo ocultaba su sonrisa. En aquella última película del ciclo.
Al día siguiente casi nadie fue al instituto; ella tampoco. Luego, por la noche, cuando me sellaron el ticket en la entrada de la discoteca, un largo pasillo de espejos a ambos lados me condujo hasta el interior donde me esperaba aquella música atronadora envuelta en luces de colores. Me miré en los espejos, mi imagen multiplicada a ambos lados hasta el infinito, y sentí que cada reflejo arrancaba partes de mi pasado para, de esa manera, permitir que otras imágenes se colaran, fotogramas de una película que ya no tenían nada que ver con los decorados que hasta entonces me habían rodeado. Es extraño ser un adolescente, pero más extraño es dejar de serlo, un paquete de cigarrillos que abandonamos encima de un mueble un día y que más tarde no encontramos por mucho que busquemos. Sí, supongo que fue aquel destello lo que vi ahí, dentro de mis ojos, en el espejo, uno frente al otro, algo del brillo que le había visto a mi padre en aquella mirada suya tan cansada, tan llena de desilusión: una vida sin asa, pero a la cual no aferramos, envolviendo su contorno entre nuestras manos. Dejé atrás el blanco y negro, atravesé el pasillo y me sumergí en la música atronadora y en las luces de colores.
Ella se encontraba sentada cerca de la barra, con las piernas cruzadas, su mirada perdida en las orillas de las costas de Suecia o en los adornos de la fiesta de fin de curso o en los tipos colocados que esquivaban el tráfico de la pista de baile. Me acerqué hasta ella, tranquilo, disfrutando de aquel momento, como cuando resolvía una ecuación y tan sólo necesitaba comprobar si el resultado era el correcto en el libro de soluciones.
–Ayer echaron “Ninotchka” –dijo ella cuando llegue a su lado.
–Sí, la estuve viendo. Nunca pensé que tuviera esa sonrisa. En sus otras películas nunca sonreía. Yo… no sé… –Alcé los hombros un poco–. Supongo que echaré de menos a la Garbo.
–Sabes, su verdadero nombre era Greta Gustaffson –y sonrió, con la vista puesta en un punto perdido de algo o alguien que estuviera detrás de mí.
–Sí, ella es una gran actriz –concluí.
Patricia me miró, y yo le devolví la sonrisa.
Habíamos roto el hielo.