Al otro lado de las ventanas del autobús su tierra se arrastraba y se convertía en otras tierras. Para el abuelo no había diferencia entre la carretera y una cuerda vieja tendida sobre un precipicio. Miraba deslizarse velozmente el asfalto bajo las ruedas con el vértigo picándole el entrecejo. La decisión de subir a un autobús y marcharse del pueblo diminuto donde llevaban cuarenta años llamándolo el Truenos había sido probablemente la más incómoda de toda su vida. Pero tuvo que decidirse por una fuerza mayor.
Una semana antes había llegado al buzón de la casa del abuelo una carta de la abuela. Era la primera comunicación de los padres de mi padre desde el día en que ella se aburrió del mal humor de su marido, mucho antes de que yo naciera. El abuelo la separó del resto de su correspondencia –la revista Cazando y Pescando, una carta del banco y un folleto de supermercado¬- y, según me dijo por teléfono, pensó que dentro le contaban que la abuela había muerto. A su manera, sin preguntar, me preguntó: “Tú lo sabrás, si la aguantas todavía.”
“No has leído la carta” le respondí.
“Se habrá muerto,” susurró, y me colgó el teléfono. No supo que se había equivocado hasta que yo mismo llegué a su casa para leérsela. Al Truenos, famoso por su dureza y hombría gitana, le daba más miedo abrir una carta que abrirse sus propias tripas con un cuchillo. Si yo no tenía miedo y me determiné a ir a su pueblo a leerle la carta era porque sabía exactamente qué había dentro del sobre. La abuela me había explicado su decisión antes de enviársela, y cuando la abrí, su caligrafía me confirmó que es una mujer muy valiente. El mensaje era tan escueto, directo y claro que tuve que darme la vuelta para que el abuelo no se muriera de vergüenza. Él siempre lo decía: los hombres nunca lloran. Pero los hombres pueden hacer la vista gorda.
Fui también yo quien lo acompañó a la ventanilla de la estación de autobuses para que comprase su billete. Comprobé que, aunque apretaba las cejas con fiereza, mi abuelo estaba indefenso y lo sabía. La abuela había ganado la partida, después de todo. “¡No te veré nunca más!”, cuentan que gritó colérico el abuelo el día en que ella se fue. Y hasta mis tías más habladoras cuentan también que la abuela no respondió nada, aunque ella siempre me confía que le dijo: “No estés tan seguro.”
El abuelo nunca había salido del pueblo. “La gente que viaja es idiota, como tu abuela y tus padres,” me decía cuando habíamos tardado mucho en ir a verlo. En el pueblo estaba todo lo que su humilde vida necesitaba. Dominó, taberna, televisión, tortillas, gaseosa con vino y escondida en la mesilla, la foto en la que mis padres y yo posamos con la Giralda detrás. Papá con su barriga creciendo dentro de la camiseta que tiene un sol y el texto Pinturas Gutierrez desde 1870 a su servicio con letras de un rojo desteñido, el colmillo de oro apretado en la dentadura blanca, gafas de ver sobre los ojos escandilados y el pelo revuelto donde la mano de mi madre descansa, con ella mirando a la cámara y sonriendo porque mi tía le ha dado la orden, “venga, mirar al pajarito, sonreir”, como podría pedir que se diga patata o güisqui, y entre los dos, con cara de cansancio y mis gafas con una patilla agarrada con esparadrapo, yo; enclenque, calzando unas sandalias rojas que recuerdo como si tuviera guardadas en el armario, aunque mis pies han crecido desde entonces descomunalmente. Una foto vulgar y corriente que tendrá cualquier familia de clase media-baja que haya ido en vacaciones a ver Sevilla, que explico tan minuciosamente para dejar claro que, pese a las cosas que mi abuelo dice siempre de mis padres, y la manera seca con que me trata, en realidad nos tiene entre sus pertenencias básicas, con el dominó, la tortilla y el vino con gaseosa.
Y ahí es nada que de improviso, como amenaza cumplida del destino en el curso de las vidas, un vacío succionador, una catarata de cristales rotos: el regreso de la abuela había arrasado su otoño tozudo, su determinación melancólica de morir con la herida abierta. Una aguja hilada cosiendo fatigosamente la brecha, enhebrándolo al pasado con tal fuerza que no pudo ni rechistar. Mi abuela, como todas las mujeres de su tiempo, es muy buena costurera.
Cuando llega al autobús y se abre paso con su maleta nueva entre los asientos buscando el suyo la sangre de mi abuelo se convierte en vinagre. Primero, la gente lo mira fijamente, como si fuera un oso panda. Segundo, la maleta –que se ha negado a meter en el maletero porque está convencio de que se la robarán en cualquiera de los pueblos de la ruta– va chocando con los asientos. Tercero, descubre que la numeración de los asientos está en la balda que hay encima, abarrotada de chaquetas y bolsas, y que se ha pasado del sitio. El conductor intenta ayudarlo, y ésto le convierte el vinagre en bilis. “¿Te he dicho yo que me ayudes? ¡Déjame en paz, ya sé, ya sé que es el 23, lo pone aquí, ¿no voy a saber leer a mis años?!” Y para colmo, cuarto punto, que crea en sus venas la tercera transformación milagrosa de la sangre, esta vez en un pesado grumo negro que hierve: No va a viajar solo. Una señora voluminosa por no decir, como dice él, fanegas, que habla por el móvil a gritos, será su compañera en el primer viaje del abuelo. “Seguro que es de L***a, panda de l*******s, un carbunco les salga a todos y que revienten”, piensa, porque cuando una persona no gusta a alguien del pueblo de mi abuelo, no puede ser de otro sitio que de L***a. Sentado ya, intentando reclinar el asiento sin éxito, el autobús se pone en marcha y como dije antes, el abuelo mira alejarse el pueblo con el vértigo con que se echa la vista abajo a rodar por un terraplén.
Mientras el abuelo viajaba en el autobús puede decirse que cada uno de los miembros de la familia vivos y en posesión de sus facultades mentales, -es decir, todos menos mi tío Ginés, que está en una residencia porque cuando escucha una moto en la calle prorrumpe en el nada desdeñable grito de “Goool”- todos los demás, digo, estabamos en ascuas, sin alejarnos mucho del teléfono y con la paranoia constante. Mi tía Julia me dijo unos días después: “Iba por la calle sin pisarme la sombra, y venga a notar en la pierna un temblor como si me vibrase el móvil, pero cuando miraba, nada, era mental, todo piscicológico.” Y es que lo del abuelo no era llegar al punto de destino, era una cuenta atrás, un fogonazo cegador recorriendo a toda velocidad la mecha en busca del petardazo. Porque si bien la abuela había conseguido que el abuelo hiciese el viaje, todavía no sabíamos qué iba a pasar cuando le dijera lo que tenía que decirle. No sé qué esperaba que dijesen por el teléfono mi tía Julia, que lo notaba vibrar sin que vibrase en su pierna, pero conociéndonos, yo diría que imaginárselo le provocaba un terror pánico. Y así estábamos todos, como una familia de acróbatas haciendo equilibrios al filo de la navaja, mirándonos con sonrisas, esperando encontrar en cualquiera un rostro tranquilo que como acróbatas y no actores, ninguno era capaz de dibujarse.
Algo es cierto, eso sí: el abuelo lo estaba pasando mucho peor. Después de todo, si nosotros éramos espectadores temerosos aguardando el final de la película, a sus ochenta años sabía que podía ser ésta la última sorpresa para él, la diferencia entre morir sonriendo o echarse bajo la tierra de un mordisco, aburrido de la propia muerte. A duras penas mantenía a salvo el aparato digestivo con las curvas y su mente iba de un lado a otro como un borracho. Para no devanarse los sesos con lo que la abuela tenía que decirle, intentaba distraer el mal humor, algo difícil en el coche de línea A*****a – M****a, con el sol tostándolo a su paso multiplicador por los cristales porque no se atrevía o se negaba por repugnancia a pedirle a la de al lado que corriera las cortinillas, con el niño que lloraba en intervalos de quince segundos, y el hombre, de L***a también, seguro, que parece que tenía el muelle flojo e iba del asiento al baño y del baño al asiento rozándose con todos los que estaban en el pasillo; y la película Alto o mi madre dispara que no se veía porque el sol hacía blanco, además de en su pescuezo, en la pantalla y no se oía tampoco porque mi abuelo no tenía auricular; y la parejita de al lado, -que le maten si no eran también de L***a,- dándose el filete y poniéndole el chuic chuic de los besos en la oreja; y ese olor indecible de la tapicería de peluche reseco asaltada mil veces por el sudor viejo; y los baches de la carretera; y las curvas dádole a la cabeza tumbo tras tumbo; y las paradas de tres minutos en los pueblos con el trajín de la gente que sube y baja, y mi abuelo rezando para que no subiera y fuera a encontrárselo algún conocido de por allí; y la gasolinera para hacer el descanso, donde pese al hambre hay que ser idiota para comprarse un bocadillo por dos euros, una estafa, un timo, un robo, aunque eso sí, al final el abuelo mucho hablar y acabó picando, que me encontré un ticket donde ponía que había comprado una botellita de agua y un bocadillo de tortilla.
En fin: fue el primero y el último. Cuando fui a la estación a recogerlo –yo me había adelantado un día precisamente para eso- vi bajar por la escalera a un hombre enrojecido, embroncado, sudoroso, bufador y gruñón. “¡Abuelo!” Cuando me vio, sin embargo, vi algo en su cara que nunca antes había visto. Nada de lo anterior cambió, pero algo en su boca, o en el borde de su boca o en sus ojos, o en el filo mismo de sus ojos; algo, no sé bien explicar el qué, me envió a cerebro inmediatamente muchísima información sobre él. Venía cansado, aburrido, furioso. Llegaba exahusto y temperamental, pero aquello que vi un instante en su cara me dijo que llegaba también temeroso y frágil, impaciente como un niño al que van a dar las notas. Pese a que intentaba convencer a todo el mundo de que era él el hombre más fuerte y digno del mundo entero, yo vi enseguida que aquel tronco impresionante había sido cortado con una simple hoja de papel, y que cabizbajo, temeroso e impotente, esperaba a que la abuela cortase y empaquetase los restos.
Y él sabía también que era el primero y el último de sus viajes en autobús porque cuando vio a la abuela en la puerta de la casa, supo que ya no era necesario hacer el viaje de vuelta. Se saludaron con el descuido de quienes se ven todos los días y se metieron en la habitación, donde mi abuela pronunció su conjuro mágico, las palabras que habían hecho al abuelo montar en un autobús y que iban a redimirlos a los dos. Palabras poco poéticas, palabras sencillas y eficaces como un huevo de remendar calcetines, salidas del mismo corazón de mi abuela para pulverizar las puertas cerradas a hierro caliente del corazón de mi abuelo. Palabras pocas y suficientes, palabras terribles que son uno de los secretos más sagrados de mi familia.