30- Un trabajo pendiente. Por Marejada
Habíamos machacado a ese tipo a conciencia. No es que no lo mereciera pero, ahora que Clara traía la noticia del infarto fulminante que terminaba con su vida apenas media hora después de iniciado el juicio, flotaba en la redacción un ambiente espeso con cierto regusto almizclado que, por otra parte, pudiera deberse a la poca ventilación.
Aunque nadie aquí lamentara su muerte, los jefes se preocupaban por la imagen del periódico. Pese a que el citado juicio incluyera varias causas relacionadas con su veloz y supuesto ilícito enriquecimiento, a pesar de que las pruebas presentadas por la acusación no dejaban lugar a duda sobre los abundantes y frecuentes sobornos con que don L untaba a quien le convenía, a pesar de la ninguna claridad de sus contabilidades, no era posible seguir picando la carne del muerto sin comprometer nuestra imagen. Así lo defendía a gritos el departamento comercial en la reunión de urgencia con el director, subdirectores y fejes de redacción. Clara y yo aprovechamos el barullo para salir a tomar café, un rato antes de la hora acostumbrada. Estaba realmente molesta; el trabajo de meses se nos iría al garete si el departamento comercial imponía su criterio de parar las cosas por el momento. Para ese fin de semana Clara tenía concertada una entrevista con la señora L, viuda del finado, conocido por sus veleidades amorosas, la cual había accedido bajo ciertas condiciones acordes con las circunstancias. Ahora, era de suponer que la cita se anulase. Una putada.
El entierro tuvo repercusión en todos los medios de la ciudad, varios de la región y algunos de tirada nacional, además de ciertos programas de televisión. La Red era un hervidero. Las bitácoras y los foros especialmente. El viernes, Clara telefoneó a la señora L. Por su cara y el insistente pulgar hacia arriba comprendí que el encuentro seguía en marcha. Cuando colgó el teléfono, Clara, sonriente, me dijo que lo teníamos. No podríamos publicarlo hasta pasados treinta días; por el luto: por guardar apariencia de luto.
Los compañeros del departamento técnico nos proveyeron del material necesario. Durante el viaje hasta la ciudad a la que la señora L. se había trasladado con intención de alejarse del bullicio y la notoriedad en que la repentina muerte de su marido la había situado, Clara y yo preparamos las preguntas, buscando que algunas de ellas nos permitieran desviar la entrevista hacia lo que realmente buscábamos: una noticia de portada.
El coche alquilado cubrió el recorrido en el tiempo previsto, con lo que dispusimos de más de una hora para revisar el equipo y tomar un tentempié mientras llegaba el momento de la cita. Elegimos una cafetería tranquila del centro para esperar.
A las 19 horas, un hombre ataviado con uniforme de servicio nos dio la bienvenida e, inmediatamente después, la señora L nos recibió con luto riguroso pero con una abierta sonrisa. La seguimos hasta una estancia amplia y luminosa, presidida por una gran puerta corredera de cristal que daba acceso a la piscina, cuyo césped, primorosamente atendido, se rodeaba de buganvillas, clemátides, rododendros y otras variedades de flores y árboles desconocidos para mí. Antes de comenzar con la entrevista, la señora L. nos ofreció un pequeño refrigerio por el que pasamos mediante una conversación intrascendente pero amena. Mientras Clara se interesaba por la pospuesta inauguración de su joyería, yo tiraba fotografías.
Apenas habían transcurrido diez minutos del comienzo de la entrevista cuando sonó el teléfono portátil de la señora L. Se disculpó con cortesía por el descuido de no haberlo silenciado mientras, elegante, dándonos la espalda, atravesaba la estancia camino de la pequeña mesa desde la que sonaba. Cuando lo tuvo en su mano, cortó la llamada y se giró lentamente antes de caer al suelo desvanecida. Ambos reaccionamos de inmediato; mientras yo pedía una ambulancia Clara contenía con un pañuelo la pequeña hemorragia de la frente, fruto de la caída, y aflojaba algún botón de su camisa tratando, creo, de facilitarle la respiración. En unos segundos, alertado por el ruido, el hombre de mediana edad que nos abriera la puerta entró en la estancia. Unos minutos después llegaron los servicios médicos. Cuando la señora L. estuvo bien atendida, decidimos marcharnos, no sin antes dejar nuestra tarjeta al hombre uniformado y el aviso de que volveríamos a la mañana siguiente para interesarnos por su estado. Luego hicimos una llamada al periódico para explicar lo ocurrido, avisar de la necesidad de prolongar nuestra estancia y asegurarnos de que los gastos serían cubiertos por la empresa.
El hotel recomendado por uno de los fotógrafos del periódico resultó ser, tal como asegurara, un lugar acogedor con un precio razonable que no despertaría las iras de la dirección. Después de acomodarnos, salimos a pasear en busca de un restaurante agradable. Mientras recorríamos el paseo del centro, la conversación de Clara se ceñía al asunto L: fechas, números, nombres… detalles varios. Yo pensaba en que hacía un par de meses que no nos acostábamos.
Empezamos a hacerlo dos o tres semanas después de que se incorporara a la redacción, un jueves destinado, como de costumbre, a la cerveza del Heartbreak Hotel y a las quejas sobre nuestros jefes y salarios. Conversamos coincidiendo en ciertos gustos y preferencias, tomamos un par de chupitos y dos cervezas -las mías sin alcohol-, bailamos un par de canciones y al rato me dijo: “Dame una vuelta en la moto”. Le dejé mi casco, cerré mi cazadora de cuero y me ajusté los guantes; me tapé la cara con el pañuelo y, sin despedirnos de nadie, salimos a carretera sobre mi Sporter 1200. Durante los 70 kilómetros que nos distanciaban de la sierra, Clara luchaba contra el frío y el viento pegando su pecho contra mi espalda y apretando mi cadera entre sus muslos. Unas veces con firmeza, otras dejándose reposar mientras sentía bajo ella el paso del asfalto. Cuando llegamos al pueblo, nos registramos en un pequeño hotel. Pasada ya la media noche, tuvimos que contentarnos con algo de queso y jamón, una ensalada y unos botes de cerveza. Comimos sobre la cama, mirando la sierra a través de la ventana. Pudimos haber continuado riendo y vaciado el mueble bar, o haber dado un paseo nocturno por los alrededores. Pero nos tocamos. El brazo, las rodillas, una caricia en la cara, las manos mesando el pelo, una mirada con brillo… Amanecimos abrazados, su cabeza sobre mi pecho, cuando sonó la alarma de mi teléfono portátil y, al momento, la llamada de recepción anunciando que eran las ocho. Aunque apenas dormimos cinco horas, ambos nos despertamos despejados. Compartimos una ducha sin prisas y el desayuno en el mirador del hotel. Clara accedió a que yo pagara la cuenta sólo cuando hube aceptado su cena para esa misma noche. A la media hora, de regreso en la ciudad, tomábamos juntos un café antes de entrar en la redacción. La cena prometida supuso nuestro segundo amanecer a medias. Durante dos años las cosas funcionaron a la perfección. Después, compartiríamos desayuno un par de veces al mes.
Pero hacía dos que no nos acostábamos. En este momento, paseando por el centro de la ciudad tras la indisposición de la señora L, Clara se centraba exclusivamente en el suceso que acabábamos de presenciar. Su instinto periodístico tenía todas las alertas activadas en código rojo. A mí, personalmente, poco me importaba. Para mí, este trabajo no significaba nada más que la oportunidad de pasar un par de días fuera de la ciudad a cuenta del jefe, disfrutando de los restaurantes, las terrazas y algunas cervezas que ya me encargaría yo de disfrazar entre los gastos. Un par de días fuera de la ciudad. Con Clara. Aunque debo reconocer que parte de mis esperanzas se diluyeron cuando ella pidió dos habitaciones individuales. Algo debió ver el recepcionista en mi cara para dárnoslas con baño compartido. Clara no puso inconveniente y yo lo celebré por dentro. Lo celebré de nuevo al ver que el cerrojo de su puerta quedaba abierto.
Nos sentamos en un banco del paseo. Clara hablaba apasionadamente, elucubrando causas de la indisposición de la señora L, entre las que incluía variopintas opciones escalonadas según su criterio. Causas probables como caída de tensión, bajada de azúcar o lipotimia. Causas notorias como enfermedad, colapso emocional… Finalmente, tras haber anotado en su libreta “informes médicos», Clara destapaba el apartado de elucubraciones, donde tenían lugar las amenazas de los socios de su marido, de sus enemigos, de redes de corrupción que alcanzarían altas instancias… Y era entonces, cuando barajaba las opciones más arduas, que sus ojos retomaban ese brillo tan particular que yo conocía con detalle y había disfrutado tantas veces en cualquier situación que despertara su entusiasmo. Disminuyó la intensidad de su pasión cuando reparó en que tenía su mano sobre mi muslo y nuestras caras estaban, tal vez, excesivamente juntas.
Me encantaba verla así, disfrutando de cada cosa en grado máximo; incluso y especialmente aquellas que sólo tenían lugar dentro de sus ensoñaciones. Se recompuso en un momento, ligeramente contrariada por descubrirse en ese estado mientras yo la contemplaba con deleite, se levantó del banco y comenzó a caminar, segura de que yo la seguiría. Elegimos para cenar, Clara eligió para cenar, un coqueto restaurante italiano con manteles de cuadros rojos, un intenso olor a orégano y pequeñas mesas de madera presididas por una solitaria pero bella flor alumbrada levemente por un candil pequeño.
Apenas hablamos de regreso al hotel. Clara rehusó mi propuesta de tomar una copa y me dio las buenas noches con un beso en la mejilla después de lavarnos juntos los dientes en nuestro baño compartido. Quedamos para el desayuno y cerró su puerta sin llave. Mañana visitaríamos a la señora L. interesándonos por su estado.
Pero eso será mañana.
Y mañana podría ocurrir cualquier cosa.
Que Clara no cierre la puerta, que la señora L. haya muerto de un soponcio o descubramos un escándalo del carajo, de esos que duplican la venta durante tres días y hace que tu jefe no te ponga dificultades la próxima vez que pidas hacer un trabajo fuera de la ciudad. Puede también que no ocurra nada y haya que prolongar la estancia un día más para regresar al menos con una entrevista de las de publicar el domingo a doble página, una con fotos de la señora L. leyendo un clásico en el sofá de su portentoso salón, ofreciendo golosinas a sus tres coker spaniel como recién sacados de un anuncio (o listos para entrar en él) y, por supuesto, una muy sentida con el retrato del fallecido en su rincón predilecto de la casa, esa que apenas pisaba entre viajes, negocios y viajes de negocios. O tal vez mañana nos metamos en el más grande lío de nuestra vida si Clara tira correctamente del hilo y nos topamos con corruptos, mafiosos o ambas cosas.
Pero eso será mañana.
Y mañana puede ocurrir cualquier cosa.
Yo dejé las botas junto a la cama, me puse un pantalón de algodón y una camiseta sin mangas. Cogí una cerveza del mini bar y encendí un cigarro negro. Puse a cargar las baterías de la cámara, el ordenador portátil y el teléfono móvil. Mordisqueé una chocolatina mientras leía un par de capítulos de uno de los libros que llevaba en rueda y al rato me tumbé en la cama. Encendí el moderno televisor y bajé las luces. Me quedé dormido viendo una de esas películas de serie B en blanco y negro en las que fumar está bien visto y el malo tiene más de perdedor que de mal tipo. Aquel en concreto se encontraba como yo: solo y cansado en una habitación de hotel vacía, con un trabajo pendiente por delante que, como el mío, pudiera ser la noticia de mañana.