31- A destiempo. Por El rey de los sueños rotos

– La vida es la mayor de las falacias- dijo ella.
Él no supo qué responderle. Tanto tiempo anhelando ese reencuentro, tantas noches soñando con verla, y ahora que la tenía delante la sentía más lejos que nunca.
– ¿Por qué esperaste tanto?-.
Buena pregunta… cómo decirle que no era algo voluntario, que no podía hacer otra cosa, que cada paso que daba estaba llevándolo hacia ella como un camino sinuoso y laberíntico del que no podía salir. Nada dependía de él desde hacía tiempo. Su vida se había convertido en la sala de espera de un lugar impreciso, en un espacio ajeno lleno de silencios y flores muertas. Apenas podía recordar cómo empezó todo. Ella habló:
-¿No te acuerdas de cómo nos conocimos? Bueno, lo cierto es que no fue muy espectacular. No fue una de esas cosas que se te quedan grabadas, pero a mí no se me olvida… estabas detrás de mí en la cola de la cafetería; pedí un cortado y, y al pagar, me dí cuenta de que había olvidado el monedero (esta cabeza mía…). Me puse toda roja, no sé si te darías cuenta, y entonces me dijiste que no me preocupara, que tú me lo pagabas. El camarero sonrió, como adivinando ciertas intenciones tuyas; se quedaría tan pasmado como yo cuando cogiste tu café y te sentaste en una mesa, sin mirarme siquiera. Era lógico, sí, pero yo tenía entonces ese orgullo femenino de creer que todo lo hacen por ti, no por amabilidad. ¡Mi orgullo herido…!
Qué extraño, no podía recordar ese día. A veces la memoria tiene esas cosas, cada uno graba imágenes distintas de un mismo hecho o lo borra totalmente. ¿Se decepcionaría ella si supiera que para él ese día nunca existió?
No, para él el primer día no fue ese. El primer día fue el del beso, un beso que ella le arrancó de improviso bajo un paraguas. Fue bonito: llovía como raras veces en esa ciudad, y él esperaba el autobús. Tardaba tanto en llegar que pensó que podía haber problemas con el tráfico, quizás no viniera. Así que decidió ir andando, no vivía tan lejos. Tras un rato caminando bajo el agua la vio: estaba de espaldas, empapada (no parecía importarle). Andaba rápido, y cuando la alcanzó ella lo miró largamente. Le ofreció un sitio en su paraguas, y ella aceptó con una sonrisa. No hablaba mucho, pensó que sería tímida. Quince minutos pasaron sin decirse apenas nada, y ya ella torcía por otra calle, así que pararon. Él se despedía cortésmente, pero ella no le contestó. Sólo le dio un beso suave en los labios y se fue rápidamente. No dijo su nombre. No miró atrás. Y el sabor de ese beso lo atormentó cada noche desde entonces.
¿Cómo encontrarla? Por lo poco que hablaron sólo sabía que estudiaba algo relacionado con medicina, no recordaba qué. ¿Cómo buscarla? Ni una dirección, ni un nombre. Nada.
Vagó días enteros cerca de la calle de la despedida, sin resultado. Pasó muchas madrugadas despierto, imaginando cada detalle de la vida de ella, soñando con nuevos encuentros misteriosos, con más besos… Sólo había una cosa que no se atrevía a inventar: su nombre, porque él sabía que un nombre recoge la esencia de una persona. ¡Y le daba tanto miedo conocerlo…!

– ¡Qué difícil todo hoy, no!- dijo ella mientras se encendía un cigarrillo (¡qué más daba que estuviera prohibido! Nada tenía ya demasiada importancia). Tras una larga pausa la chica le cogió la mano. Era fuerte, la tenía muy fría. La sentía como algo tan suyo que decidió no soltarla nunca más. Su vida en los ultimos tiempos le era un tanto extraña; andaba a la deriva, sin encontrar ningún puerto en el que anclar. No es que lo buscara, pero tenía cierta ansiedad por dejar de vagar por un mundo que no le pertenecía. Viajaba de un lado para otro intentando asesinar al fantasma de la monotonía, que no le daba tregua. Pero el maldito espíritu parecía decidido a seguir con su guerra. Los días transcurrían iguales, uno detrás de otro como soldaditos de plomo (igual de pesados, igual de grises). Y los problemas de los que huía no se quedaban atrás con su partida, sino que se colaban en las maletas haciéndolas insoportablemente pesadas. Soñaba con ser parte de algo especial. Por eso a veces actuaba instintivamente, en un estúpido intento de mostrar a los demás que era diferente. Eso le había jugado muy malas pasadas. Como la del beso fugitivo bajo el paraguas: ese chico le gustaba desde hacía tiempo, pero no pensó que ese jueguecito de los instintos fuera a costarle tan caro: meses sin poder pensar en otra cosa, sin dejar de arrepentirse a cada instante. Sin parar de inventar universos en los que él no existía y no había así testigos de su torpeza, o inventándolos infinitamente llenos de su presencia. Y después de tanto sueño inútil, sólo esa mano quieta bajo la suya le parecía firme, real.

¡Qué hermosa era! El humo del cigarro que fumaba se le enredaba en el pelo, hacía figuras alrededor de su cara, jugueteaba con sus labios. Su expresión era la misma del día en que la encontró de nuevo. Hacía tiempo que se había dado por vencido, pero secretamente recitaba una frase de una novela: “andábamos sin buscarnos, pero sabiendo que andábamos para encontrarnos”. Tenía la certeza de que iba a verla de nuevo.
Un día estaba en el autobús. Sonaba una vieja canción, “Ahora recuerdo tus manos, tu ausencia, la soledad”, miraba distraído por la ventanilla cuando algo saltó dentro de su pecho. Era ella. Estaba entrando en un bar, llevaba el mismo abrigo rojo de la otra vez. Cada paso suyo, seguro, enérgico, hacia resonar dentro de su cabeza un eco de esperanza. Era el momento perfecto para fingir un encuentro casual, para echarle la culpa al azar del instante deseado. Pero, y si ella no lo recordaba? Empezó a temblar, sudaba. Se levantó del asiento y bajó del autobús. Inició una carrera desesperada hacia el bar. Intentó calmarse por el camino, no quería que ella notase su nerviosismo. Se acercó al cristal antes de entrar, y se le congeló la respiración: ella no estaba sola. Miraba distraída a un lugar indefinido mientras un hombre sentado enfrente le hablaba con vehemencia y le acariciaba la mano. Le acariciaba la mano. La tormenta del primer día se desató en su interior (más enfurecida, más triste). El tiempo paró entorno suyo. No existía nada más que esa mano tan blanca acariciada por otro hombre. No sabe cuánto tiempo pasó, solo que poco a poco se giró y echó a andar lentamente.

– Un día te vi, ¿sabes? Tú no te diste cuenta. Estaba con mi primo en un bar. Yo acababa de llegar de París, y hacía mucho que no lo veía. Tú cruzaste paseando por delante, estabas como ausente. Salí para llamarte, pero al final me dio vergüenza y no te dije nada. ¡Me apetecía tanto conocerte! Pero no me atreví, pensé que no te acordarías de mí.

Él sonrió para sí mismo. ¡La vida es curiosa a veces! Dos almas buscándose sin saberlo. Desde aquel día del bar él se habia propuesto olvidarla. Se sentía tan iluso, tan ridículo. Sí, había visto demasiadas películas; pero la vida real no era así, en la vida de verdad el amor no surge de pronto entre dos desconocidos. Se convenció a sí mismo de que ella no le gustaba, de que no podía gustarle una persona con la que ni siquiera había cruzado tres palabras. Siguió con su rutina, estudiando, trabajando, saliendo con mujeres (con ninguna más de un par de días, no sabía por qué). Pero la noche es caprichosa, escapa al dominio de la razón. Y ella vivía en sus noches…

– Necesito decirte algo, aunque sea extraño ahora y seguramente no sirva para nada: no he podido olvidarte desde que te vi en la cafetería. No sé si me entiendes, pero te lo diré de todas formas: creo que te amo. Me hubiera gustado compartir tantas cosas contigo… Pienso a menudo en que mi verdad, mi vida, gira en torno a ti. Pese a no saber nada de ti. Ahora sé tu nombre, al menos (¡nunca quise imaginármelo!).

Él no podía expresarle lo que sentía, y ella le decía todas esas cosas ahora que quizás ya era tarde. Intentó al menos sonreír, pero su boca no le obedecía. ¡La quería tanto!

-Oye, creo que es mejor que salgas, va a entrar el doctor-. Su compañera le puso la mano en el hombro. Estaba preocupada, hacía más de dos horas que ella había acabado su turno y aún estaba allí, hablando con un paciente que probablemente no podía oírla. No sabía qué la unía al chico en coma que había ingresado esa tarde. Pero algo le decía que era mejor no preguntar…

Volvía a perderla, una vez más sin saber su nombre. Pero no se preocupó; intuía que no sería la última vez que sus ojos la verían. Sí, sus ojos cerrados. Ya no los necesitaba para verla.