IV Certamen de narrativa breve - Canal #Literatura

Noticias del III Certamen

15 marzo - 2007

32.- Qué blanca es la nieve. Por Lobos
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Un frío día de diciembre, Avelino decidió llevar unos capones a la feria de El Espinar para sacar algunos cuartos. Después de venderlos, subió a la posada “El Forastero”, donde, como otras veces, se solazó con la brasileña. Cuando bajó eran más de las seis. Se dio prisa y montó en la vieja «Orbea»; la noche no tardaría en echársele encima. Quería recorrer el mayor tramo posible sin los escollos de una noche necesitada de luna. Hasta llegar a la cuesta del Rebolledo, todo fue a pedir de boca, pero el cielo comenzó a aborrascarse, se levantó “el gallego», y comenzó a traer ventiscas de nieve. Sólo había andado unos cinco kilómetros, le quedaban todavía nueve para llegar al pueblo, y ya los copos iban tapando la vereda y la luz se encapotaba deprisa. Él, para no extraviarse, hacía grandes esfuerzos por seguir dentro de las roderas dejadas por los carros. A partir de allí, el carril serpenteaba entre vallejas y altozanos cubiertos de estepas, rebollos, matorrales, brezos y robles. La boca oscura de la noche terminó de tragarse la luz del día; menos mal que la dinamo era nueva y se ajustaba bien a la rueda. El foco alumbraba lo justo para no salirse del camino poco transitado. El viento cambió, ahora le venía del noroeste y le azotaba la cara. Paró, se caló el pasamontañas y se enguantó las manoplas de piel de cabra, hechas por su mujer. Cada vez le costaba más avanzar; la oscuridad y la niebla iban ganando terreno a la luz del foco. Se bajó de la bici, porque creyó oír un ruido detrás, y se quedó a oscuras. «¿Alguien anda por ahí?», gritó. Le contestó el eco: “por ahí”. Tras estar a la escucha unos segundos, volvió a subir a la bici y siguió la marcha. El foco lucía intermitentemente, debido a la falta de ritmo continuo de la dinamo. Miró el reloj de bolsillo: «las siete menos cuarto; a este paso, no estoy en casa ni para las nueve», calculó. «La culpa la tiene esta necesidad mía de ir a beber vino de otras carrales, y cuidado que la brasileña lo tiene bueno”. No entendía cómo la mayoría de los hombres del pueblo se contentaban toda su vida con la mujer a la que veían, día tras día, noche tras noche. “La mi Eugenia se va a empezar a preocupar. Andará preparando la cena: unas patatas con un trozo de liebre que sobró de la caza del otro día. Con qué ganas las voy a pillar. Eso de tener una mujer que te espere con la cena preparada y la lumbre encendida es muy grande. Ella es la madre de mi hijo, esto otro es un desahogo, que un día acabará. El chaval estará tumbado encima del escaño o de la trébede. Le gusta el calorcito que suelta. Cinco años ya tiene el mocoso, cómo pasa el tiempo”. Cesó de cavilar; creyó oír pisadas y se paró. «Habrá sido el viento», se dijo. La nieve comenzaba a agarrarse al pasamontañas, y los pantalones húmedos se pegaban a las pantorrillas, pero el tabardo aguantaba bien el frío. Oyó de nuevo un crujido de ramas, se volvió rápido, levantó la parte delantera de la bici con una mano y con la otra giró la rueda. La luz alcanzó a distinguir lo que creyó ser las patas de un animal o las piernas de un hombre; sintió miedo. Se tocó la cartera con el dinero de venta de los pollos. ¿Me habrá seguido alguien desde el pueblo? ¿Y si es una manada de lobos hambrientos? Le vinieron a la memoria las historias de lobos contadas alrededor de la lumbre.
Siempre había oído que era difícil que se atreviesen con el hombre, a no ser que estuvieran muy hambrientos; sí circulaban casos de mujeres y niños atacados. Continuó la marcha aguzando el oído para captar por dónde caminaba el animal o los animales, o el hombre o los hombres. Cuando creyó haberlo sentido, giró rápido la bici y echó a correr hacia donde los suponía, lanzando improperios. Los juramentos chocaron en la majada y los repitió el eco. En su loca carrera, se enredó en un brezo, cayó al suelo aparatosamente y sintió un dolor agudo en la muñeca izquierda. Se levantó, fue a agarrar la bici y notó que la mano no le obedecía. «Lo que me faltaba», se dijo. Con la derecha rasgó un trozo de camisa y la vendó. Aunque sintió alivio, no podía cargar peso sobre ella. La metió en el bolsillo de la pelliza, a la altura de las sisas, y agarró el manillar con la sana. La nieve cubría ya las múltiples rodadas. Las ramas más finas de las estepas, brezos, rebollos y matorrales empezaban a combarse, y la ventisca hacía dificultosa la marcha. Comenzó a subir la cuesta de Valdemilano, maltrecho. Intuía que lo seguían, a ratos haciendo ruido, para ponerle nervioso, a veces por detrás, por la parte lateral donde el arbolado era más espeso, y otras, los suponía delante, estudiando el terreno propicio para atacar.
«No puedo pararme, tengo que mantener el paso. Mi mejor aliado es el foco de la bici, mientras luzca, se mantendrán a distancia». Había momentos de casi total oscuridad al conducir cuesta arriba con una sola mano. Procuró mantener un paso más vivo, pero sintió que esto lo agotaba; pensó que se lanzarían contra él cuando lo vieran sin fuerzas. Otra vez el recuerdo del hogar vino a su mente: «Las patatas con la liebre estarán a punto, humeantes. Publio esperará con ansiedad verme traspasar el umbral, que lo coja en brazos y lo lance al aire o lo monte a loilo, que le gusta tanto. Va a salir clavado a mí, y seguro que tan trabajador o más. Eso de tener descendencia que continúe con la hacienda da mucha seguridad. No entiendo a aquellos que sólo piensan en trabajar, y en el pueblo hay unos cuantos. Cuando se mueran, se morirán del todo. Yo no, yo seguiré en la sangre de mi hijo, que ocupará nuestro hogar, y mis tierras no quedarán baldías ni sus frutos se los llevará un extraño. Y me dará nietos, que seguirán los pasos de sus abuelos, y así generación tras generación; eso es muy grande, es lo mejor que tiene la vida; la descendencia, sobre todo para los que trabajamos en el campo. Las tierras, cuyos frutos vemos crecer, se tocan con las manos, se aran, se siembran, se recolectan; él, mi hijo, que llevará mi apellido, el apellido de mi padre, de mi abuelo, de todos nuestros antepasados, heredará las tierras, el ganado, los aperos, las cuadras… Algunos eso no lo entienden, todo el día ahorrando, ¿para qué?, ¿para quién? Comen garbanzos todos los días del año, por llenar la hucha, pobres hombres. Yo tendré esta debilidad por las mujeres, pero el alimento que no falte a los míos. Ellos me aprecian… Eugenia quizá ya ha pensado tocar las campanas, como siempre que se mete la niebla y algún pastor no ha vuelto a una hora conveniente». Sintió remordimientos por haberle echado una bronca, a punto estuvo de pegarla, fue la única vez que le alzó la mano -al final la mirada de animal indefenso y asustado de ella lo contuvo. A él los animales siempre le han producido lástima y respeto, no como a otros que por menos de nada ya están a varazos con las vacas o dan una patada al perro que les lame la mano-, y todo por no haber vendido los corderos a más dinero de lo que hubiera imaginado a unos tratantes, una tarde en que él estaba fuera. «A partir de ahora me comportaré mejor con ella y no la volveré a reñir por tan poca cosa; es la madre de mi hijo. A veces los hombres no valoramos lo que tenemos hasta que lo perdemos o estamos en situación de que se nos vaya». No sintió remordimientos por engañarla con la brasileña; eso a ella no le hacía ningún daño, sobre todo si no se enteraba. Él seguía cumpliendo con su deber conyugal en casa, atendiendo el ganado, trabajando los pagos. Un chasquido de ramajes lo asustó. Se dio la vuelta, pero no vio nada. “Me quieren volver loco”, se dijo, y les echó un juramento al tiempo que las piernas le flaqueaban. Estaba molido; decidió descansar unos segundos, arrimó la espalda contra un roble, metió la muñeca rota por debajo de la barra, sostuvo la bici con el antebrazo y giraba la rueda con la otra mano. Sabía que en esa posición no lo atacarían. El frío era demasiado intenso, por lo que volvió a ponerse en camino. Le quedaba poco para subir al altozano y, desde allí, sólo cuatro kilómetros para traspasar el umbral, darse un calentón en la hornacha y alegrar el corazón del niño y de su mujer. Espoleado por estos pensamientos, atacó con nuevos bríos el último repecho, pero el recuerdo de que era seguido hacía que cada dos pedaladas volviera la cabeza. Cuando subió a la loma, respiró con alivio. No entendía por qué no habían aprovechado la oportunidad de atacarlo en la cuesta. Se subió a la bici, sintió más dolor en la muñeca izquierda, y se apoyó sólo con la derecha. El camino que había elegido para acortar era el menos transitado, y no estaba seguro si continuaba en él o se había salido; sábanas de nieve lo cubrían todo. La bici cogió velocidad, y, de repente, se dio cuanta de que la rueda había mordido hielo. «He entrado en el Piélago», pensó; pero ya era demasiado tarde, las ruedas patinaron, él se vino al suelo contra el pico saliente de una peña, sintió como un chasquido en la espalda y perdió el conocimiento. La nieve continuaba cayendo con dulzura sobre él. Cuando volvió en sí, se tocó; estaba vivo, echó mano al bolso de la cartera y comprobó con satisfacción que no le habían robado. Intentó levantarse, pero las piernas ni le obedecieron ni las sentía. Miró al cielo, de donde no paraban de caer grandes copos de nieve que lo cegaban. Le dieron ganas de jurar, como muchas otras veces en que alguna pesada contrariedad se le interponía, pero se contuvo por una especie de temor de Dios, temor que en otra ocasión menos apurada no había sentido, y, en vez de una blasfemia, le salió una súplica pidiendo ayuda divina, y dijo mirando al cielo que si no lo hacía por él que lo hiciera por su inocente niño y también por su sacrificada, buena y piadosa mujer; a ver quién los iba a sacar adelante si él faltaba. La ayuda de Dios no llegó, entonces esperó la de algún humano del pueblo, pero tampoco acudió nadie en su auxilio. Apoyado en el brazo derecho intentó arrastrarse por el hielo y la nieve, mas, al cabo de unos centímetros de agotamiento, desistió. Volvió a tumbarse boca arriba y cerró los ojos, en cuyos párpados sentía cómo la nieve caía sin cesar; dentro de poco, un espeso manto borraría todos los caminos y en los recodos se formarían barreras difíciles de atravesar. Las campanas del pueblo comenzaron a sonar. Su límpido tañido se extendía por los campos y montes nevados para indicar a los extraviados la dirección de los hogares, que, humeantes, los esperaban. Avelino pensó en el suyo, en la lumbre, en el hijo, en las patatas con liebre y en la mujer, mientras la nieve con su manto puro, limpio y blanco lo iba enterrando poco a poco y lo iba envolviendo en su frío abrazo.

31- A destiempo. Por El rey de los sueños rotos
33- Pasaje al más allá. Por Catalina